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ОглавлениеCapítulo 5
El 30 de abril, coincidiendo con la salida del sol, reemprendían, nuevamente, la expedición desde Vanavara, acompañados por su nuevo guía, un joven llamado Petrov que aseguró no tener miedo a nada si la paga era buena. La experiencia del infructuoso viaje anterior les había hecho aprender de los errores. Esta vez la odisea prometía no ser tan dura, por lo menos en un gran tramo. Kulik había adquirido unas balsas acordes a sus necesidades; en ellas avanzarían por el río Chamb’e y el Khushmo hacia su destino.
Las crecidas de los ríos, ocasionadas por el deshielo primaveral, hacían que estos guardaran alguna que otra sorpresa en forma de rápidos, pero el guía se desenvolvía con destreza, de manera que los salvaron sin demasiada dificultad. A lo largo del trayecto admiraban la increíble belleza de aquel rudo rincón de la Tierra.
Cuando arribaron al punto elegido para el desembarco, atracaron las balsas cuidadosamente y las ocultaron colocando algunas ramas sobre ellas. Alekséi se preguntaba si sería necesaria dicha tarea, pues por aquellos lares no había ni un alma. Pero más valía ser precavido.
De nuevo en tierra firme, pusieron rumbo al norte. No tardaron en alcanzar el punto en el que Potapovich les había fallado, retrasando, así, el ansiado momento de desvelar el misterioso suceso. Esta vez, conociendo de antemano las adversidades del terreno, iban preparados con las herramientas necesarias para avanzar menos trabajosamente. Al mirar atrás podían contemplar el pequeño sendero que crecía tras ellos. El regreso no les reportaría gran dificultad.
El 19 de mayo llegaron a un extenso y desolado bosque. Hasta donde alcanzaba su vista, se extendía un territorio completamente exento de vida, ni una brizna de hierba, ni un pequeño roedor, ni un ave, ni siquiera un minúsculo insecto… El único signo de que antaño hubiera habido vida en aquel lugar se ocultaba parcialmente bajo infinidad de montículos de nieve. Una gran maraña de árboles caídos, con sus secas ramas, conformaba aquel gigantesco campo de madera muerta.
―¡Dios mío! ―exclamó Petrov perplejo―. Avanzar por aquí no va a ser tarea sencilla.
―Hasta el momento, nada ha sido sencillo en esta expedición. Nos hemos encontrado con diversos contratiempos pero… ¿Sabe una cosa, amigo Petrov? Nada importa cuando uno es perseverante en su propósito. Absolutamente nada ―dijo Kulik con gran seriedad.
―¡Qué gran orador sois, señor! ―bromeó Alekséi haciendo una reverencia a su camarada. Los tres hombres rompieron a reír y un nuevo sentimiento de energía renovada desahució el agotamiento de sus rostros.
Aquel día acamparían allí mismo al pie de los árboles caídos. Amontonaron leña y encendieron una gran hoguera; ante sus cálidas llamas comieron carne seca de oso y conversaron animadamente. Las risas resonaban, extrañas, ante aquel absoluto silencio que los envolvía. Sentían tan próximo su objetivo, que ansiaban que las horas de oscuridad pasaran rápidamente para reemprender su incursión hacia el epicentro de lo que quiera que fuese que hubiera ocasionado semejante exterminio.
La fría mañana del 20 de mayo, a golpe de machete, se fueron abriendo camino por aquel intransitable bosque de obstáculos. Sus manos sangraban por las heridas y arañazos que ocasionaban las ramas secas. A pesar de los guantes, las astillas se clavaban en su piel como infectos aguijones.
―Nunca pensé que diría esto ―Alekséi masajeaba cuidadosamente sus doloridas manos―, pero ahora mismo cambiaría esta maraña de árboles por hordas de insectos.
―No desespere, amigo. Según mis cálculos, en pocos días veremos algo grandioso, algo que nadie, jamás, ha visto antes.
―Espero que así sea. Si no les parece mal, caballeros, nos detendremos para curar las heridas y retirar las astillas antes de que se infecten. ―Los dos científicos estuvieron de acuerdo.
Media hora después se pusieron nuevamente en marcha, siempre siguiendo el itinerario contrario a las copas de los árboles que parecían alineados y amontonados en el suelo como si un inesperado y contundente ciclón los hubiera tumbado, sin remisión, en una misma dirección.
Cuando alcanzaron la desembocadura del río Churgina, pusieron rumbo hacia la zona del pantano del sur. Kulik tomaba notas durante todo el viaje. Fue delimitando y cartografiando el linde de los árboles que yacían en el suelo, viendo que formaban una extensísima superficie circular y que todas las raíces apuntaban hacia un hipotético centro.
Siguiendo la dirección que marcaban dichas raíces, se fueron adentrando hacia el núcleo. La primera prueba de que estaban llegando al epicentro eran los árboles del suelo; ahora ya no formaban un abanico, sino uno doble. Era como si un gigante hubiera soplado dando vueltas sobre sí mismo derrumbando los troncos. Continuaron caminando lo más rápido que les era posible; la curiosidad vencía al cansancio. Estaban seguros de que, en breve, se hallarían ante un gran meteorito y podrían esclarecer el misterio.
De forma repentina, Petrov se detuvo. Kulik y Alekséi, que caminaban mirando hacia el suelo para no tropezar, chocaron contra él. Al alzar la mirada, vieron que Petrov permanecía derecho, contemplando un gran conjunto de árboles carbonizados y sin ramas que, milagrosamente, estaban en pie.
Kulik pensaba con rapidez; era evidente que, lo que quiera que fuera que había explotado, lo había hecho en el aire, a una determinada altura y justo encima de aquellos postes. Era evidente que la onda expansiva los había alcanzado con una presión tan repartida a su alrededor que había imposibilitado su caída.
Kulik miraba todo aquel torturado paisaje, absorto en los detalles. El suelo parecía tamizado de miles de agujeros circulares de diversos tamaños y una profundidad variable. La tierra formaba olas alzadas y estáticas en el aire, claramente vitrificada por el intenso calor que había sufrido la zona.
Tan absorto estaba en el análisis de todo aquello que no había reparado en un hecho mucho más peculiar…
―¡Kulik! ―llamó Alekséi, que junto a Petrov había detenido sus pasos y miraba hacia el cielo con cara de asombro.
―¿Qué hace ahí pasmado, Alekséi? ¡Venga, hombre! Este es el punto que buscábamos, pero no hay un cráter. Realmente esto es muy extraño. No entiendo… No encaja nada con lo que esperaba encontrar… Esto es… ―Kulik hablaba atropelladamente por la emoción, pero Alekséi no lo miraba, seguía mirando hacia arriba.
―¡Mire sobre usted, profesor!
―¿Qué…? ―Alzó su cabeza en la dirección que Alekséi indicaba―. ¡Dios mío! ―No podía dar crédito a lo que veían sus ojos.
Justo encima de los árboles que seguían en pie, a unos trece metros de altura, había un objeto discoidal de unos ocho metros de diámetro suspendido en el aire. Desde su posición solo podían ver la parte inferior de aquel disco. Parecía manufacturado y de una tecnología imposible. Su color era gris plomo, y oscilaba estático como si una mano invisible lo meciera suavemente.
―¡¿Qué diantres es eso?! ―preguntó Petrov asombrado.
―¡Que me aspen si lo sé! ¡Nunca había visto nada igual! ―Kulik miraba fascinado hacia aquel objeto.
―Parece algún tipo de nave voladora.
―¡Uf, amigo! Eso está a años luz de la tecnología más avanzada que podamos encontrar en la Tierra ―Kulik estaba hipnotizado.
―Cierto, profesor. Es increíble. ¿Quizá se trate de algún prototipo del ejército?
―No creo que seamos capaces de crear algo así, pero en el hipotético caso de que lo fuéramos, ¿lo dejaríamos ahí, sin más? ―dijo señalándolo―. ¡No, claro que no! Por su posición deberíamos haberlo visto hace mucho. El paisaje es una alfombra de árboles…
―Tiene usted razón, pero fíjese bien, es como si su color fluctuara. Según cómo, da la sensación de que desaparezca y vuelva a aparecer. Debe de desprender algún tipo de energía extraña, o tal vez posea una especie de pantalla de invisibilidad, quizá…
―¿Y si fuera el causante de la devastación…? ―interrumpió Alekséi―. ¿Quizá fue lo que vieron los lugareños en 1908? Sí, tiene que serlo ―se contestó a sí mismo. Si no hay meteorito, no hay otra explicación para todo este destrozo.
―¿Se da cuenta de lo que dice? ¿Insinúa que eso lleva suspendido en ese punto ―volvió a señalarlo― desde 1908?
―Podría ser, profesor. ¿Qué otra explicación puede haber?
―No lo sé. Si sé que eso no parece de este mundo y no conozco ninguna ley física que pueda mantener un objeto de esa envergadura suspendido en el aire, para ello se necesitaría algún tipo de tecnología que desconocemos por completo en la actualidad. Tan solo digo que eso, sea lo que sea, no puede ser de este mundo.
―¿Qué hacemos ahora?
―No lo sé, Alekséi. ¿Qué se suele hacer cuando alguien se encuentra un artilugio volador vinculado a la destrucción masiva de una zona aproximada de unos 2000 km. cuadrados? ¿Comunicarlo a las autoridades? ¿Correr y simular que no hemos visto nada? ¿Rezar para que no vengan más?… No lo sé, Alekséi, no tengo ni idea. ¿Se le ocurre algo?
―Camarada ―dijo Petrov dirigiéndose a Kulik―, deberíamos volver a Vanavara y poner esto en conocimiento del Kremlin. Ellos son quienes deben decidir.
―Tiene usted razón, no tenemos otra alternativa.