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Capítulo 11



Kulik ocupó el asiento junto a Iván. No le habían permitido hacerlo, hasta que estuvo completamente calmado.

―¿Esto ha sido idea suya? ―preguntó decepcionado―. Me pareció distinto a los demás, pero veo que me equivoqué.

―¿Le gustaría conocer al mismísimo Stalin? ―Cambió de tema Kulik desoyendo el reproche del viejo.

―¿Quién demonios es ese?

―Iván, veo que aquí las noticias tardan en llegar. Es nuestro nuevo dirigente.

―¿Nuestro nuevo Zar?

Kulik rio con ganas.

―No, amigo. Se acabó ser siervo de nadie. Ahora somos ciudadanos de una nueva Rusia donde todos somos iguales, aunque le confesaré que, como siempre, existen distintos grados de igualdad.

Los tanques blindados encabezaban la marcha abriendo paso al resto de vehículos. Tras ellos, el camión que transportaba el enorme objeto oval, fuertemente anclado y cubierto meticulosamente con lonas militares. A escasa distancia circulaba el camión donde viajaban Iván, Kulik, Alekséi y Petrov, todos ellos escudados en la retaguardia por dos camiones AMO F-15 de tonelada y media que cerraban la extraña comitiva.

El enorme tamaño de la nave respecto al camión, convertía al conjunto en algo extrañamente desproporcionado. Parecía imposible que pudiera permanecer encanterada. Pero su liviandad hacía que no sucumbiera a la fuerza del equilibrio y cayera de lado como un vulgar borracho, ebrio de vodka.

Iván, Petrov, Alekséi y Kulik pasaron a ser meros observadores durante todo el trayecto hacia el río Yeneséi. Avanzaban salvando las adversidades del camino, a un ritmo tan lento que alguno de ellos lo hacía a pie.

Varios días después llegaron junto al río. No se cruzaron con nadie en su camino, como era de esperar. En poco tiempo las huellas dejadas atrás habrían sido absorbidas por la naturaleza, y hasta llegado ese momento nadie las vería.

―¿Y ahora qué, camarada…? ―preguntó Kulik. No tenía ni idea de cómo pretendían trasladar la nave y los vehículos por aquellas aguas―. ¿Los llevaremos en barcazas? ¿O, tal vez, hemos de esperar la llegada de un buque?

―Bueno, esa era mi primera idea, pero he cambiado de planes. Usted limítese a no interferir en mi trabajo―. El tono autoritario empleado dejaba claro que debían acatarse sus órdenes.

Kulik sabía que discutir con un militar de alta graduación podría acarrear la muerte. Aquellos prepotentes eran de gatillo fácil. Además, sabía que era un hombre muy cualificado, de hecho, todo su equipo daba esa sensación. Así que, simplemente, se sentó a esperar.

Un grupo de militares, bajo las órdenes de aquel tipo, comenzó a desatar el objeto colocándolo en posición horizontal. Este se mantenía en suspensión, levitando.

―Kulik ―llamó el militar―: ¿Se hace una idea de cómo llegaremos a la desembocadura? ―Soltó una carcajada exenta de humor―. Ahora iremos por río hasta el Golfo de Yeniséi, allí nos esperan para transportar esto ―dijo señalando el objeto―, hasta unas instalaciones militares. Permanecerá escondido en un hangar hasta que los altos mandos decidan qué hacer con él.

Antes de continuar debo hablar muy seriamente con ustedes ―dijo dirigiéndose a los dos científicos, al guía y a Iván, que permanecían sentados a una distancia prudencial para no molestar.

―Bien, usted dirá, señor…

―Sabe tan bien como yo que no puedo revelarle mí nombre, profesor.

―Sí, lo intuía.

―Como les advirtió Stalin, esta misión se ha convertido en secreto de Estado. ¿Son conscientes de ello?

―Por supuesto, haremos todo cuanto esté en nuestras manos para que así sea.

―¿Tengo su palabra, entonces, de que no desvelarán ni un solo detalle de lo que han visto u oído hasta el momento?

―Puede contar con ello ―respondió Kulik en nombre de los cuatro que, a su vez, asentían con la cabeza.

En una fracción de segundo, el militar extrajo su revólver, apuntó a Petrov a la cabeza y disparó, sin más, ante la indiferencia de sus subordinados. Petrov, con los ojos completamente abiertos, se desplomó hacia un lado, quedando tendido en el suelo mientras su cuerpo se convulsionaba.

Kulik y Alekséi se levantaron de un salto con la certeza absoluta de que serían los siguientes en caer. Iván, en cambio, presa del pánico, se limitó a cerrar los ojos y esperar. El escuálido cuerpo del anciano temblaba de pies a cabeza.

―Lamento darles una prueba tan explícita de lo que pasará si se van de la lengua, pero esta muerte solo forma parte de mis órdenes. El guía ya no nos es necesario y hombre muerto, calla por siempre. Stalin en persona los espera en el Kremlin. Alguno de mis hombres los acompañará de vuelta a la estación de Taishet, desde donde irán hasta el mismo Moscú.

―¿Y la nave…? ―se atrevió a preguntar Alekséi.

―¿La nave? ―repitió el militar―. Veo que usted ya ha sacado sus conclusiones. No se preocupe por ella, a partir de ahora es cosa nuestra. Ustedes tienen una cita con nuestro líder; él decidirá su suerte ―dijo con una sonrisa diabólica en los ojos, antes de darse la vuelta para marchar.

―¡Perro asesino! ―espetó Alekséi.

El militar se giró de nuevo hacia ellos y disparó a la rodilla del científico. No hacía falta tener un doctorado en medicina para saber que, si salía de esta, jamás volvería a andar con soltura.

―Tengo órdenes de llevarlos a Moscú vivos; aunque nadie me dijo en qué estado. Así que, camaradas, les aconsejo que no sean demasiado impertinentes. ¡En marcha! ―ordenó a sus oficiales, que rápidamente saltaron sobre aquella peculiar balsa.

Alekséi estaba blanco y a punto de desmayarse de dolor, pero no gritó. «¡Qué se joda ese cabrón si cree que voy a llorar como una nenaza!», se dijo así mismo mientras sujetaba su maltrecha rodilla con ambas manos.

Junto a ellos quedaron cinco hombres encargados de custodiarlos y llevarlos frente a Stalin. Tras hacer una improvisada cura en la rodilla de Alekséi, montaron en un camión e iniciaron la lenta vuelta a la civilización. El resto de camiones, tanques, ingenieros y soldados tomaron una ruta distinta a la suya. «Seguramente su misión había finalizado y regresaban a la base militar», pensó Kulik.

Mientras el camión los alejaba del curso del río, contemplaban, fascinados, como maniobraban aquellos hombres sobre el hallazgo oval. Con la simple ayuda de unos remos y una pértiga, se deslizaban torrente abajo a gran velocidad. La improvisada barcaza flotaba sobre el agua. La habían cubierto con una gran lona que colgaba por los laterales; con ella, mantendrían su navío a salvo de ojos extraños.

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