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Capítulo 3



Tras arduas reuniones y no pocas oposiciones, el geólogo Leonid Kulik había conseguido convencer a los miembros de la Academia de la Ciencia de su país, de la necesidad de organizar una segunda expedición a la remota cuenca fluvial de Tunguska, en Siberia central. El documento que le otorgaba dicho privilegio se encontraba ahora en sus manos. La fecha de partida ya estaba fijada: primavera de 1927.

Aquel hombre de rasgos mongoles, poblada barba blanca e imponente bigote, iba sentado en uno de los vagones del ferrocarril Transiberiano, sumido en sus pensamientos. Unas redondas gafas conferían un aire intelectual a sus rudas facciones. Junto a él se encontraba Alekséi, un asistente de investigación.

Los dos hombres cruzaron las miradas por primera vez desde que tomaran el tren en Leningrado.

―Por fin es un hecho, Dr. Kulik ―dijo Alekséi dirigiéndole una franca sonrisa.

―Así es, amigo mío. Ha costado mucho tiempo y esfuerzo, pero por fin lo hemos conseguido.

En 1921, Kulik, experto en mineralogía, había sido el hombre designado por la academia para buscar y catalogar meteoritos caídos en su país. Poco después encontró, por casualidad, una noticia en un antiguo periódico, en la que se hacía referencia a una dantesca explosión en los bosques vírgenes de Siberia, la más grande de las que nadie, antes, hubiese oído hablar. Desde el primer momento sintió curiosidad por aquel fenómeno y empezó a recopilar información. La curiosidad se fue transformando en obsesión e incluso llegó a desplazarse hasta las aldeas de la zona aledaña al evento.

Aquella primera expedición solo sirvió para un primer contacto. Se entrevistó con personas que recordaban el suceso. Le hablaban de una inmensa explosión, del mortífero y huracanado viento, de un calor asfixiante, de personas y caballos derribados, de infinidad de pequeñas aventuras de supervivientes, así como de la devastación y la muerte. Nadie sabía indicar exactamente el lugar. Señalaban con mano temblorosa hacia la tundra salvaje, hacia la zona más inhóspita. A pesar del tiempo transcurrido, el terror seguía impreso en ellos.

Contaba una leyenda local, que los ojos de todos los osos muertos durante toda la historia de la tundra, desde que el hombre era hombre, se habían liberado de sus costuras y habían podido ver. En su clamor de venganza, despertaron al gran mamut de la creación, lo invocaron al unísono. Este surgió de su destierro en el inframundo para crear un camino desde la Tierra hasta la casa de los dioses, con sus potentes colmillos. Del camino descendieron cinco lobos nacidos en las cumbres más altas y de la nieve más pura. Ellos arrasaron la tundra en nombre de la rabia de los osos muertos y dejaron abierta la entrada del inframundo…

Quizá fue por el temor de que aquella historia fuera real, pero el hecho es que no consiguió contratar a ningún guía que fuera lo suficientemente valeroso como para adentrarse hacia lo desconocido. Kulik volvió a casa, pero su curiosidad no cesó jamás. Aquel hecho había llamado poderosamente su atención; quería llegar al epicentro de aquella magnífica explosión, necesitaba ver con sus propios ojos el cráter producido por un meteorito capaz de ocasionar semejante efecto.

Y por fin, después de tanto tiempo, después de tantos esfuerzos, allí estaba de nuevo, rumbo hacia una aventura que hacía que su adrenalina se disparara poniendo en alerta, a su vez, todos los resortes de sus miedos.

Kulik y su inseparable amigo Alekséi charlaron distendidamente durante el viaje emocionados como dos críos ante una hogaza de pan blanco.

Cuando el tranvía se detuvo frente a la remota estación de Taishet y aquellos dos hombres, que no superaban el metro setenta, tuvieron consciencia de la inmensidad de la misión, por un segundo, se sintieron encoger dentro de sus ropajes de piel de reno. Kulik, percibiendo la duda en los ojos de su compañero, recolocó su gorro cosaco y dijo:

―Ya no hay vuelta atrás, Alekséi. Ahora vamos a forjarnos un lugar en las páginas de la historia.

Tras descargar sus equipajes, Kulik, Alekséi y los otros dieciocho componentes de la expedición, tomaron los trineos que restaban a su disposición. Sin más demora, se pusieron en marcha hacia Keshma, un pequeño pueblo regado por las aguas del rio Angara, procedentes del lago Baikal.

Una vez allí, entonces sí, exhaustos por el largo trayecto, descansaron para recuperar fuerzas y así afrontar aquella dura prueba.

A la mañana siguiente, tras abastecerse de víveres, emprendieron nuevamente el viaje con destino a Vanavara, el último bastión de la civilización.

El viaje fue tortuoso y accidentado por lo agreste del camino. Las laderas, de pronunciadas pendientes y quebradas constantes, hacían el trayecto sumamente lento. El desánimo se instauraba, inexorable, en las mentes del equipo, pero la perseverancia se impuso y una tarde de finales de marzo, por fin, apareció ante ellos aquella pequeña aldea situada junto al río Tunguska. Todos gritaron eufóricos ―no tendrían que pasar otra noche en las gélidas montañas― y avivaron su marcha. Tan solo Kulik quedó rezagado; se detuvo y contempló absorto la gran extensión de bosque pantanoso que se perpetuaba hasta donde alcanzaba la vista. Alekséi se giró en dirección a su compañero. En su rostro se mostraba una gran sonrisa que instantáneamente quedó borrada al comprender la preocupación de Kulik. Lo peor aún estaba por llegar. Volvió a sonreír, y colocando una mano sobre su hombro, le dirigió unas palabras de ánimo:

―Si hemos llegado hasta aquí, nada nos podrá detener.

Los habitantes de Vanavara los recibieron amistosamente, tal y cómo esperaban, pues así lo marcaban los cánones en zonas tan apartadas de la civilización. La distancia con otros poblados convertía a cualquier forastero en una buena fuente de información, además de ayudar a combatir la monotonía del día a día. Pero toda aquella cordialidad se convirtió en apatía y recelo cuando los lugareños fueron informados de los propósitos de su presencia allí.

Kulik y Alekséi contrataron a un viejo trampero para que les sirviera de guía. Tras pactar el precio, se dirigieron a la taberna a saciar su sed con unos tragos de vodka.

―Para empezar, camarada Kulik, le diré que con una expedición tan numerosa es complicado adentrarse en estos bosques. Creo que un grupo más reducido sería más útil ―dijo Ilya Potapovich, el guía, mientras vertía una generosa cantidad de vodka en los vasos.

―Entiendo. Precisamente esa era una de las cuestiones que me planteé al observar la inmensidad y espesura de los pantanos ―asintió Kulik, a la vez que ingería el vodka de un solo trago. Inmediatamente sintió el agradable calor que aquel endiablado líquido imprimía a su estómago. Sus acompañantes lo imitaron.

―Y los mosquitos, camarada ―rio Potapovich―. No se olvide de esos pequeños cabrones y sus diminutas y afiladas saetas.

Conversaron animadamente; el ambiente y la compañía eran agradables y el vodka regaba sus gaznates en un sinfín de brindis. El viejo guía contaba con un gran repertorio de historias y peripecias que les hicieron reír hasta bien entrada la noche.

Por la mañana, cuando Kulik abrió los ojos, sintió una terrible punzada en sus sienes. Sonrió recordando las risas y el licor de la noche anterior.

¡Oh, querido Leonid! ―se dijo a sí mismo mientras contemplaba la ojerosa imagen que le devolvía el espejo― Claramente estás mayor para beber tanto.

Se dirigió nuevamente a la taberna, donde había quedado con su guía para acabar de ultimar los detalles del viaje que emprenderían en breve.

―Buenos días ―dijo al entrar. Potapovich le esperaba sentado ante un vaso que contenía un líquido transparente.

―Buenos días camarada. ¿Ha descansado bien? ―Le indicó con un gesto que tomase asiento. Al hacer intención de servirle una copa, Kulik negó con rotundidad.

―No, gracias… Este servidor ya tuvo suficiente con las de anoche. Oiga, Viejo… ¿Le importa que le llame así?

―Para nada, me han llamado cosas peores ―sonrió Potapovich.

―Quiero preguntar a la gente del pueblo qué recuerdan de aquella explosión de 1908.

―No se moleste, amigo ―dijo el guía―, no conseguirá sonsacarles ninguna información. Para ellos es un tema tabú.

―¿Por qué? ¡Ocurrió hace mucho tiempo!

―El miedo, camarada ―dijo el Viejo―. Los lugareños jamás lo mencionan. Temen que el Dios Ogdy desate su ira contra ellos nuevamente, si lo hacen.

―¿El Dios Ogdy? ―Kulik no había oído, con anterioridad, nombrar a tal deidad.

―Ellos creen que el Dios Ogdy maldijo la zona debido a la excesiva tala de árboles y la desmedida caza de animales. Ellos piensan que, enfurecido por nuestra acción para con la naturaleza, se presentó en la Tierra en forma de bola de fuego y arrasó el lugar. Para serle sincero, no creo que nadie haya ido al lugar de la devastación. Sienten pánico de encontrarse cara a cara ante el colérico Dios.

―¿Y usted que opina?

―Yo…―Potapovich miró largo rato al suelo meditando una respuesta. Al fin alzó aquella limpia mirada azul y dijo―: Yo soy un simple trampero, camarada. Yo no opino.

Media hora después, los dos hombres salieron de la taberna y se dirigieron a las caballerizas. Escogieron dos Przewalskii marrón oscuro, de crines y cola negra, y montando en aquellos pequeños caballos de cortas patas y gran cabeza, cabalgaron hacia las afueras del poblado en busca de la mejor ruta a seguir. No tardaron en toparse con infranqueables caminos colapsados por la nieve que imposibilitaban el tránsito.

―Se lo dije, debemos esperar ―reprendió el guía―. En estas fechas aún queda demasiada nieve y este año es excepcionalmente espesa. Le confesaré que, si fuera supersticioso, pensaría seriamente que Ogdy no quiere que lo encontremos. ―El leve vacilar de su voz no pasó desapercibido para Kulik.

―Pero usted no es supersticioso, ¿verdad Viejo?

―Para nada, camarada. Para nada ―negó con rotundidad. Pero sus ojos delataban que aquellas palabras no eran del todo ciertas.

Regresaron con desánimo a Vanavara, no les quedaba más remedio que dejar pasar los días, con ese tedio especial que invade nuestra vida cuando no tenemos nada que hacer. Kulik reunió a su equipo y les explicó las conclusiones a las que habían llegado:

―Camaradas, después de meditar largo y tendido, considero que el señor Potapovich está en lo cierto. Desde un primer momento me advirtió de lo peligroso que sería adentrarnos por esos bosques con un contingente tan numeroso. Hoy lo he visto con mis propios ojos. ―Había llegado a la parte del discurso que más temía. No sabía cómo se lo tomarían todas aquellas personas que tanto habían luchado para llegar hasta allí―. Son ustedes hombres valerosos. Agradezco los servicios prestados. A excepción de Alekséi, todos ustedes regresarán a casa…

Para su tranquilidad, observó cierto alivio en sus semblantes. Pero los entendía perfectamente, por algo Siberia era el gran destierro para los adversarios políticos del poder establecido desde hacía tanto.

La biblia aria

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