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Capítulo 14



El rompehielos Mayling avanzaba con lentitud sobre el mar helado. El frío calaba los huesos. Diciembre era una mala época para navegar por el Ártico. La temperatura rondaba los -35º Celsius. Llegar al lago Yeniséi fue toda una odisea.

En un punto indeterminado de aquella gran masa desértica blanca el navío se detuvo. La puerta del camarote de Alekséi se abrió y en su quicio apareció la rubicunda cara de un muchacho que no tendría más de dieciocho años.

―Profesor, ha llegado la hora ―indicó.

Alekséi abandonó su confortable espacio para adentrarse, de lleno, en la gélida cubierta. A cada exhalación, una nube blanca casi tan densa como la misma nieve, se formaba ante su boca. Las inhalaciones, sin embargo, eran hirientes como afilados cuchillos. Aquel maldito clima se ensañaba con su reciente lesión, haciendo que el dolor acentuara su ya pronunciada cojera.

Paseó su mirada por cubierta y distinguió, cercanos a la proa, las figuras de cuatro personas. Se aproximó a ellos. Según le confesaron eran del entramado del ejército: hombres adoctrinados en el más absoluto secreto, científicos ciegamente fieles al ideario comunista, grandes mentes pensantes puestas al servicio de la creación constante de armamento cada vez más efectivo.

―Camaradas ―intervino el capitán―, este es el lugar donde debo dejarles. Francamente, no me gustaría estar en el pellejo de ninguno de ustedes. Este es uno de los lugares más inhóspitos que existe en todo el planeta. Pero las órdenes son las órdenes… Si alguno de ustedes no quiere abandonar el barco, lo entenderé.

Quedó a la espera de alguna deserción, pero no se produjo. De sobras sabían la suerte que correría aquel que osase echarse atrás.

―Bien, confiaba en que así fuera. Entonces, camaradas, acompáñenme.

La pequeña comitiva se detuvo ante uno de los botes de salvamento donde los esperaban los marineros encargados de trasladarlos. Los cinco hombres embarcaron, siguiendo las indicaciones del capitán. Vadeando un corto trecho de aguas navegables, alcanzaron el hielo blanco. Mientras la barca iniciaba las maniobras para regresar al rompehielos, se acercaban rápidamente hacia ellos un grupo de soldados conduciendo unos trineos tirados por fornidos huskies.

―Hay que reconocer que estos militares tienen todo controlado al dedillo ―dijo en voz alta Alekséi.

―Por supuesto ―asintió secamente uno de sus acompañantes―. Tanto, que a veces asusta.

Todos estuvieron de acuerdo, aunque guardaron silencio, expectantes de la llegada de sus nuevos anfitriones.

El que parecía estar al mando, alzó su mano derecha aproximándola a su sien para saludar al equipo de científicos.

―¡Camarada Alekséi! ¡Cuánto me alegro de volver a verlo! ¿Qué tal su pierna? Espero que no me guarde rencor por aquel desafortunado incidente― dijo mientras le daba un franco abrazo de bienvenida.

―Para nada, camarada. Eso son aguas pasadas. ―Alekséi, a duras penas pudo disimular su ira hacia el individuo que meses antes le volara la rodilla de un disparo sin el más mínimo remordimiento.

A sus espaldas, el rompehielos se alejaba haciéndose cada vez más pequeño. Su única esperanza de abandonar aquel infernal lugar, en breve, sería engullida por el horizonte.

Sintió cierta nostalgia al recordar su cálido y confortable camarote, cuando aquel gélido aire azotó su rostro sin piedad. Extrajo su reloj de bolsillo, un viejo Roskopf Patent que había pertenecido a su abuelo y miró la hora: las seis de la mañana. A su alrededor, absolutamente todo eran grandes bloques de hielo. «Bienvenido al paraíso», pensó.

Durante horas viajaron sobre los trineos haciendo solo las paradas justas y necesarias para permitir descansar a los perros. En ningún momento les ofrecieron alimento alguno así que, cuando los perros se detuvieron ante aquel enorme hangar, a eso de las doce de la noche, estaban agotados, famélicos y helados, a pesar de las ropas inuit.

―Espero que hayan disfrutado del viaje ―dijo aquel odioso militar a los científicos―. Síganme. Supongo que estarán ustedes hambrientos y agotados. Ruego disculpen mi falta de tacto al no haberles permitido ni comer por el camino, pero les aseguro que es de vital importancia, en todo el Ártico, hacer el menor número de paradas posibles. De hecho, les aconsejo fervientemente no salir del confortable interior de nuestras instalaciones si no es absolutamente necesario. El clima podría matarlos en cuestión de segundos.

Rodearon el hangar de unos doscientos metros cuadrados; tras él avistaron un barracón de dimensiones similares. Todo el conjunto estaba pulcramente pintado de un blanco inmaculado, haciendo que se confundiera con la nieve.

Ningún signo identificaba las instalaciones como militares. No existía valla alguna que delimitase la zona… Aunque, bien pensado, ¿quién iba a encontrar aquel lugar? Pasaría tan desapercibido como una diminuta mota blanca en un desierto nevado.

La biblia aria

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