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Furth, By y Lobías ensillaron los caballos y prepararon las provisiones para el viaje. Furth les explicó cuál sería el mejor camino a seguir, y les pidió ser rápidos y discretos, pues debían pasar desapercibidos.

Poco antes de partir, By les entregó una capa con capucha revestida de lana. Era pesada, pues había sido tejida con madejas de hilo hrurzt: grueso e ideal para los días de frío.

—¿Es necesario? —quiso saber Lobías.

—Hay nieve en las colinas —explicó By a Rumin—. El viento del este y el del oeste son fríos, y el bosque, con su sombra, no es un buen lugar.

—Me gustan los bosques —dijo Lobías.

—Creo que no has visto uno como éste —siguió By.

—Si te refieres a que está encantado, conozco un bosque encantado, más allá de Porthos Embilea. Y, para que lo sepas, de niño pasé unas semanas allí con mi abuelo. Lo recuerdo muy bien, pasamos los días en una casa en lo profundo del bosque. Vivían allí unas amables señoras y un cazador que petrificaba a los venados con su silbido. No olvidaría algo así, By.

—Lamento decirte que en este bosque no hay ninguna casa llena de señoras regordetas ni cazadores mágicos, lo que sí puede haber son bastantes inconvenientes. Sube ya.

Lobías hizo caso a By y montó en su caballo, y ella también lo hizo. Avanzaron con lentitud hasta alcanzar a Furth, que los esperaba en la puerta de los establos. Cuando los vio llegar, avanzó también. La mañana seguía gris. Un sol tibio se abría paso entre las interminables nubes. Parecía más un cielo de invierno que de los primeros días de primavera.

Recorrieron un camino que bordeaba un grupo de casas de madera con tejados de dos aguas, cubiertos por diminutas flores. La mayoría de ellas permanecían cerradas, pues sus habitantes o se habían protegido en la profundidad de las cuevas, bajo la ciudad, o se preparaban para la lucha. En algunas, muy pocas, las ventanas se encontraban abiertas, y más de una cabeza se asomó para mirar a los tres jinetes. No los saludaron, y By y Furth hicieron lo propio. Lobías notó que no se oían voces de niños en la ciudad, ni se veían niños jugando en los campos recién florecidos. Tampoco escuchó risas o conversaciones. Aunque la batalla había pasado, la guerra aún estaba allí, metida en el corazón de los habitantes de La Casa de Or, atemorizados por lo sucedido en los puertos.

Llegó del este una brisa fétida que hizo que los tres viajeros se cubrieran con la capa la nariz y la boca. Fue sólo un momento, pero a Lobías le provocó una arcada: aquella fetidez provenía de los cadáveres chamuscados. Había visto antes las fogatas, pero no podía asegurar que hubieran incinerado cuerpos en ellas. Cuando preguntó a By si tal cosa había sucedido, la chica le dijo que no estaba al tanto, pero que era posible.

Poco después, By preguntó a Lobías lo siguiente:

—¿Sabes quiénes vinieron hasta aquí? ¿Quiénes atacaron los puertos?

—Supongo que un ejército que llegó de la niebla —fue la respuesta de Rumin.

—No, no fue ningún ejército venido de más allá de la niebla—le reveló la chica—, fueron nuestros vecinos. Los del norte, los hombres de las montañas. Y los devoradores de serpientes, en el sur.

—¿Han tenido conflictos antes? —quiso saber Lobías.

—Nada de eso —dijo Ballaby—. Ni siquiera conocemos lo suficiente a los devoradores de serpientes. Es gente huraña, con las más extrañas costumbres, y jamás van mucho más allá de las ciénagas, pero lo cierto es que no sólo fueron más allá, también atacaron a los viajeros en los caminos, y un pequeño ejército de sus guerreros invadió el puerto de Munizás. Y el hermoso Alción, el puerto vecino, fue arrasado por los hombres del norte. A los enormes hombres del norte los conocemos bastante más. Viven en lo alto de las montañas, entre la nieve, pero de vez en cuando, en el otoño, bajan para vender sus pieles, sus tejidos y su miel. No son las personas más amables, pero nadie había tenido ningún percance con ellos desde hacía años. ¿Qué sucedió?

—¿Alguien los convenció de hacerlo?

—Precisamente, Rumin, alguien los convenció de ir a la guerra.

—Hay que estar dispuesto a morir para ir a la guerra —musitó Lobías—. ¿Cómo alguien pudo convencerlos de eso?

—Quizá no los convenció —continuó By—, lo que quiero decir, Lobías, es que quizá los hayan hechizado. ¿Quiénes? Lo que sabemos es que son cuatro. Tres mujeres y un hombre. ¿Qué son? Quizás emisarios. Tal vez mensajeros que anuncian algo todavía más terrible. Lo cierto, señor Rumin, es que estos cuatro no son unos cualquiera, son magos oscuros y poderosos. Practican la magia, pero no la verdad, pues con mentiras y artes malignas convencieron a nuestros vecinos de atacarnos. ¿Qué pretenden? No lo sé, pues aún nadie lo sabe, pero apostaría que nada tan simple como provocar una batalla. De una cosa estoy segura, Lobías, de una cosa y solamente de una, estos forasteros no salieron de ninguno de nuestros pueblos, y tampoco vinieron de tu Eldin Menor ni del país de los ralicias, estos seres malignos vinieron de la niebla.

—¿Y crees que, como dijo tu madre, se encuentran en el bosque?

—No lo sé —confesó By—, pero debemos estar preparados. Atentos a las señales. Tendremos que tener ojos para ver y oídos para escuchar.

—¿Podremos enfrentarnos a ellos, By? —quiso saber Lobías.

—Lo mejor será no toparnos con ellos —respondió By—. Menos en el bosque. Nunca debes enfrentar a una bruja en un bosque, es lo que dice mi madre.

—Comprendo muy bien lo que dices, By —dijo Lobías—, pero no es un momento para tener miedo. Ya no.

—En eso estoy de acuerdo —confirmó Furth, y de inmediato anunció—: eso que ven es el bosque, Rumin. Y, como bien dijo la niña By, jamás has visto un bosque como ése.

Lobías observó la arbolada a lo lejos y algo creció en él, una especie de temor que no supo explicar ni quiso revelar a sus acompañantes. Su caballo bufó.

—Tranquilo —susurró Lobías a la bestia— Tranquilo —pero, más que a ella, se lo decía a sí mismo. Su recuerdo del bosque y de su abuelo era luminoso. Muy distinto al lugar adonde se encaminaba.

La caída de Porthos Embilea

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