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Mazte Rim se encontraba desayunando en la barra de la fonda conocida como La liebre y la gallina, cuando apareció Ramal Etz. Eran las primeras horas del día, y Mazte y muchos otros pescadores o trabajadores agrícolas tenían la costumbre de desayunar en la fonda antes de comenzar sus tareas.

—Debemos salir de inmediato —pidió Ramal a su amigo.

—¿Qué sucede? —preguntó Mazte.

—No lo sé aún, pero lo más probable es que se trate de algo terrible.

Mazte no esperaba esa respuesta, pero sabía que no bromeaba, podía oler el miedo que emanaba de su interior, así que se levantó y siguió a Ramal. Se alejaron del bullicio de la fonda y llegaron hasta una pequeña colina sin árboles.

—Quiero que huelas el aire, Mazte —pidió Ramal—. Dime si hay algo extraño, algo que nunca hayas sentido antes.

Si se trataba de Mazte Rim, aquélla no era una petición inusual. El joven Mazte tenía un talento peculiar: podía oler el aire mejor que un perro. Desde niño había sido capaz, por ejemplo, de saber cuándo llegaría el otoño, o si los manzanos o ciruelos estaban a punto de florecer. También tenía la capacidad de percibir las tormentas medio día antes de que llegaran a la costa. Decía que el olor de la muerte era frío y seco como ciertas nieblas que vienen del mar en el otoño. Aseguraba que las fiestas tenían un olor luminoso, y que el amanecer era tan dulce y delicado que resultaba fácil confundirlo con el aroma de la piel de un bebé.

Mazte Rim aspiró con tranquilidad y pudo sentir el olor del fuego, abajo, y el del guiso, en el interior de la fonda. El aire era frío como el de un día en mitad del invierno, y no como uno de inicios de la primavera.

—¿Qué sucede? —preguntó Ramal.

—El aire es frío —dijo Mazte—. Hay fuego en el aire, el fuego de las fogatas en la playa, y hay frío, tanto como antes de una tormenta. ¿A eso te referías cuando dijiste que sucedía algo terrible?

—No, no me refería a eso —dijo Ramal Etz, en voz baja, como se decían las cosas importantes en aquellos días—. Sucede que los pescadores han vuelto a hablar de la niebla.

Por su aspecto, Ramal Etz parecía que asistía a un funeral, tenía el rostro compungido y las manos ocultas en los bolsillos como conejos en su madriguera. Desde donde se encontraban, podían observar las luces del pueblo, y las fogatas en la playa bajo la leve luz del amanecer.

—¿Has bajado al muelle o visitado el mercado, Mazte? —siguió Ramal.

—Desde ayer, no.

—Se han dicho cosas —le aseguró Ramal—, revelaciones y malos presagios. Los hermanos Bram dijeron haber escuchado un sonido de cornos en la madrugada, y aseguraron que venía del interior de la niebla. Y, más tarde, el señor Elulas Min dijo haber visto la silueta de un barco enorme navegar de este a oeste. Pero lo peor de todo, Mazte, fue el cuerpo del hombre en la playa.

—¿Qué cuerpo? —preguntó Mazte, sorprendido.

—Lo encontraron unos pescadores por la mañana. Según escuché, no tenía rostro. Alguien se lo había arrancado.

Mazte y Ramal eran granjeros y vivían en la parte norte de la isla de Férula. Férula formaba parte de un archipiélago conformado por cinco islas de las cuales sólo tres estaban habitadas. Dos de ellas eran conocidas como Creontes, tan cerca la una de la otra que era habitual que, en el verano, cuando las aguas eran cálidas, los chicos recorrieran la distancia que las separaba a nado. La tercera de las islas habitadas era Férula, la más grande del mar del este.

Durante el otoño y el invierno, la niebla avanzaba más allá de las grandes piedras en el norte de las Creontes o del islote conocido como la ballena de piedra. Con la llegada de la primavera, retrocedía como un animal que entrara en una cueva.

—Es ciertamente extraño —dijo Mazte, que miraba hacia la playa lejana. Un aire frío vino del norte e hizo que los arbustos cercanos emitieran una especie de silbido—. Nadie en la fonda ha mencionado nada de lo que dices.

—Porque ninguno de esos holgazanes ha bajado al puerto —repuso Ramal.

—Es posible —concedió Mazte Rim a su amigo—. Lo mejor será entonces que caminemos al puerto, Ramal. Quizá pueda decirte algo más si nos acercamos al lugar donde encontraron el cuerpo.

* * *

La idea no le gustó demasiado a Ramal, pero sabía que su amigo tenía razón. Caminaron ladera abajo y no tardaron en descubrir lo inusual del número de fogatas aquel día. No había más de media docena en toda la playa, según pudieron contar, cuando lo habitual era encontrar una treintena diseminada a lo largo del lugar. Los chicos de toda la isla se reunían allí y asaban pescados y cantaban y tocaban sus panderos o sus tambores. Pero nada de eso estaba sucediendo.

A medio camino, una leve llovizna llegó de quién sabe dónde y poco después apareció una niebla fría proveniente del mar. El mal clima no detuvo a Mazte y Ramal, que avanzaron entre la niebla que cubría la marisma. Ramal pensaba en lo mucho que detestaba caminar en aquella oscuridad cuando tropezó con algo y cayó al suelo.

—Pero… ¿qué diantres es eso? —se quejó.

—¿Estás bien? —quiso saber Mazte, ofreciéndole la mano, al tiempo que respiraba el aire frío y miraba fijamente lo que había hecho caer a Ramal.

—Pero… qué… —masculló Ramal.

No era una piedra, sino un bulto grande. Mazte y Ramal tardaron un poco más en comprender que se trataba de una persona. Un chico tendido de espaldas. Mazte se acercó, se inclinó y estiró la mano para tocar el cuerpo. Cuando sintió la piel fría, retiró la mano, se incorporó y dio un respingo hacia atrás. De inmediato, miró a su alrededor. Apenas pudo creer lo que veía. La arena estaba llena de cuerpos atravesados por flechas.

La caída de Porthos Embilea

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