Читать книгу La caída de Porthos Embilea - Jorge Galán - Страница 8

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Un olor indefinible emanaba de dos ollas sobre el fuego, situadas en una esquina del patio interior del recinto. Una mujer llamó a Lóriga con la mano y ésta se acercó. Sobre una mesa había una docena de cuencos y cucharas. La mujer sirvió el contenido de una de las ollas en dos de los cuencos y se los entregó a Lóriga.

—¿Te gusta la miel? —preguntó la mujer.

Lóriga asintió.

—Mucho…

—Ésta es de abejas Hanú —explicó la mujer, mientras tomaba un tarro con miel y metía su cuchara de madera, para luego servirla en cada uno de los cuencos—. Sé que tu esposo está lastimado, así que le pondré doble ración.

Era una mujer mayor, casi anciana. Tenía el cabello recogido con un pañuelo azul. Vestía una falda de tela gruesa, sin zapatos ni sandalias. Bajo el revuelo de la falda asomaban unos dedos rugosos y gruesos, sucios, aunque no malolientes, o al menos no se lo parecieron a Lóriga. La mujer sonreía con amabilidad.

—¿Qué es? —preguntó Lóriga.

—Magia —respondió la mujer—. Magia en forma de trigo, avena y miel, también contiene uvas trituradas. ¿No es lo mejor que has comido?

—Seguro lo será —dijo Lóriga con una sonrisa.

—Ahora lleva a tu marido este potaje, seguro que está hambriento.

Lóriga agradeció la comida y volvió donde se encontraba Nu, quien no había pasado una buena noche. Había tenido pesadillas. Dos veces la misma, como una continuación de la otra. En los últimos días había soñado tres veces que se encontraba en Ralicia, o en su casa o en una fonda sin gente o en la biblioteca, cuando advertía que de una ventana emergía una cabeza o varias de ellas, inexpresivas, de ojos oscuros, sin pupilas. Eran siempre lo mismo: sombras que gritaban y lo perseguían arrastrándose veloces por el suelo. Nu corría para intentar escapar, pero las manos de sus perseguidores lo alcanzaban y lo tomaban de los talones para hacerlo caer. Pese a los malos presagios que creía que vaticinaban estos sueños, no se lo contó a Lóriga. No quería causarle ninguna preocupación más. Cuando ésta le preguntó por qué no podía dormir, Nu le aseguró que era porque le dolía la pierna, aunque cada vez menos.

—¿Ha ocurrido algo? ¿Hay noticias? —preguntó Nu.

—Ha llegado un emisario con noticias de la Casa de Or —respondió Lóriga, mientras entregaba el cuenco a Nu.

—¿Y qué ha dicho?

—Deberías comerlo de inmediato, te hará bien —dijo Lóriga, y Nu tomó la cuchara y lo probó. El sabor dulce de la miel le pareció delicioso, pero no tenía ánimo para reconocerlo.

—Hubo una batalla —siguió Lóriga—. Y todo ese griterío que escuchaste antes es porque el emisario ha dicho que, en el peor momento, cuando se creía que la Casa de Or caería, llegó desde las colinas del norte un grupo de domadores de tornados. Y fueron ellos los que acabaron con el ejército agresor.

—Domadores de tornados —exclamó Nu, tan sorprendido como emocionado.

—Eso mismo. Eso dijo. Todos están muy exaltados por la noticia.

—Vaya, nuestro Lobías tenía razón.

—Pero no es sólo eso, Nu. Han dicho que un lector del Árbol de Homa los despertó. Hablaron de un extranjero, alguien cuyo nombre no existe en ningún idioma conocido. Escuché a una mujer que dijo que su nombre era el sonido del viento, algo tan antiguo como la tierra misma.

—¿Lobías Rumin?

—Para nosotros sólo es un chico, pero para estas personas se ha convertido en una especie de leyenda venida del pasado.

—¿Quién lo diría? El vendedor de leche.

—El destino es extraño —admitió Lóriga, y en su cabeza apareció la escena de la primera vez que observó a Lobías, flaco y temeroso y, a la vez, molesto por los visitantes inesperados en el establo de su tío Doménico—. Muy extraño, Nu.

Ambos dieron cuenta del contenido de los cuencos, mientras Lóriga contaba cada detalle de lo que había escuchado.

La caída de Porthos Embilea

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