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Lobías, By y Furth entraron al bosque a través de un paso que se abría entre dos árboles gigantescos. Lobías pudo sentir cómo el clima cambiaba de inmediato. Una brisa fría bajaba de las ramas y se metía entre las raíces o bajo los arbustos y llegaba hasta ellos, helándoles los pies.

—¿Estás bien? —quiso saber By—. Si necesitas algo más con que abrigarte, puedo darte una manta.

—No tengo frío —mintió Lobías—. Eldin menor es el lugar más frío de todo Trunaibat, así que estoy acostumbrado. De niño solía caminar descalzo por las colinas. O, si me apetecía, me quedaba bajo las estrellas, abrigado sólo por una manta o incluso una capa, y siempre me encontraba bien.

—Como digas —repuso By—. Pero si la necesitas, házmelo saber.

Dos figuras parecidas a insectos luminosos se levantaron veloces frente a Lobías. Eran tan rápidas que apenas pudo ver sus sombras diminutas alejarse hacia arriba, perdiéndose entre las ramas altas de los árboles.

—¿Qué fue eso? —exclamó Rumin.

—Las llamamos Habrynas —aclaró Furth—. Son bichos del bosque.

—De niña, mi madre solía decirme que son una especie de hadas —dijo By—. Pero son tan rápidas y escurridizas que nadie puede saberlo en realidad.

—No hay Habrynas en Trunaibat —dijo Lobías—, aunque el Bosque sombrío de Porthos Embilea está lleno de bichos raros, según se cuenta.

Lobías dejó su vista perderse en los árboles. Nunca había contemplado unos como aquéllos. Los había de tronco nudoso, que crecían en una especie de espiral, eran delgados, pero sus ramas crecían amplias y su follaje espeso. También había otros de tronco grueso lleno de pequeñas ramas, delgadas y repletas de hojas de alambre. En la altura, el follaje formaba una especie de techo amarillo o rojo o gris que dificultaba el paso de la luz, por lo que caminaban en la penumbra, lo que a Lobías le hacía pensar que se encontraban en una hora cercana al anochecer, aunque aún no se había cumplido el mediodía. El camino de tierra, a trechos gris, a trechos roja, poseía en muchas partes una alfombra de hojas secas y despedía un olor que Lobías tampoco pudo reconocer y que, si bien no era desagradable, lo hacía pensar en fruta que se pudría en el establo. Pese a lo anterior, lo que más inquietaba a Lobías era el silencio. No parecían habitar animales en el lugar, y salvo por el sonido de los cascos de sus caballos o la brisa que en ocasiones chillaba en las ramas, la falta de ruido provocaba en Rumin una sensación de inquietud constante.

Lobías no dejaba de preguntarse quiénes habrían caminado por aquel paraje sombrío cien o mil años antes, y qué clase de criaturas habrían deambulado ahí antes que ellos.

—No es buena idea caminar en un bosque encantado —se quejó Lobías, convencido de aquello que decía—. Cuando caminé con mi abuelo por el Bosque sombrío de Porthos Embilea, era un niño y no tenía conciencia de nada, pero, según supe después, nadie en su sano juicio caminaría por allí.

—¿Tu abuelo estaba desquiciado? —preguntó Furth.

—No, no lo estaba, y tampoco supe sus motivos para visitar a las señoras que habitaban en ese lugar. Por suerte, nada pasó. Al menos que yo sepa. Pero jamás volví por allí.

—No te preocupes, domador —dijo Furth—, sabemos el camino. Y aunque no tenemos amigos aquí, no debe ser peligroso.

—No soy un domador —se quejó Lobías.

—Aún no, pero lo serás —siguió Furth—, y cuando lo seas, no tendrás miedo de ningún bosque.

—No tengo miedo alguno —insistió Lobías—. Estoy tan bien como puedo estarlo.

—Quizá tus dudas sobre el bosque tengan una razón —dijo By, bajando la voz.

Frente a ellos, encontraron a tres hombres colgados de las ramas de un mismo árbol. By y Furth se acercaron de inmediato y Lobías los siguió. Los tres se hallaban desnudos. Les habían cercenado los pies. De los muñones aún brotaba sangre fresca. A dos de ellos les faltaban varios dedos de la mano derecha. También les habían arrancado los ojos y costras de sangre seca cubrían sus pómulos y mentones. Uno de ellos tenía mordidas en los muslos.

—Puede que sean pescadores o campesinos —dijo Furth—, pero no podemos comprobarlo ni hacer nada por ellos, no podemos perder tiempo.

—¿No deberíamos bajarlos de allí? —preguntó Lobías.

—Quien hizo esto, todavía está cerca —anunció Furth—. La sangre está fresca y ni siquiera han venido las alimañas.

—No podemos dejarlos así —insistió Rumin.

—No podemos hacer mucho, pero algo sí —anunció By, al tiempo que subía a la grupa de su caballo. Desde ahí, saltó hasta alcanzar una de las ramas. Se acercó a uno de los cuerpos, sacó un cuchillo y cortó la cuerda que lo sostenía. Cayó al piso con un sonido sordo que a Lobías le recordó un saco de manzanas al caer sobre el suelo de madera en casa de su tío Doménico.

Furth hizo lo mismo con los otros dos cuerpos. Luego, los llevaron a la vera del camino y les echaron hojas secas encima.

—No podemos hacer más —dijo By.

Luego de eso, subieron a sus caballos y prosiguieron su camino.

La caída de Porthos Embilea

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