Читать книгу La caída de Porthos Embilea - Jorge Galán - Страница 17
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Ramal Etz entró en su casa y encontró a su esposa y a sus hijos sentados a la mesa. En el fogón hervía una olla de leche y había pan fresco y queso de cabra en los platos de los niños. Ramal hubiera querido no decir nada, sentarse con ellos y hacer planes para ir a pescar con sus dos hijos mayores, pero no era posible, sabía que no tenía tiempo.
—Lar, Lars, Ene —dijo Ramal—, suban de inmediato al cobertizo y tomen el primer abrigo que encuentren.
—Pero papá… ¿qué te pasa? —dijo Lar, el mayor.
—Y pónganse zapatos y amárrenlos lo mejor que puedan, y bajen lo más pronto posible.
—Pero papá… ¿qué ocurre? —preguntó Lars, el segundo de ellos, pero Ramal no tenía tiempo de dar explicaciones.
—¡Ahora mismo! —gritó Ramal Etz—. ¡Ahora mismo! —insistió.
Sus dos hijos, Lar y Lars, salieron disparados rumbo al cobertizo. Pero no así Ene, la menor, quien, asustada, corrió hacia el regazo de su madre, la señora Ulanar.
Ramal era un hombre simple, amable, risueño, de manos gruesas, una barba negra con algunas canas, y vestía casi siempre con un chaleco de lana, a veces rojo, a veces gris, a veces una combinación cuadriculada y un tanto ridícula de ambos colores, y era gracioso verlo con sus hijos varones, que llevaban un chaleco semejante al de su padre. Pero aquella mañana, su rostro amable y risueño se había tornado tenso, sombrío.
—¿Qué sucede? —preguntó Ulanar—. ¿Qué está pasando, Ramal?
—No lo sé, pero debemos irnos. Tengo el bote abajo, hemos de llegar a Porthos Embilea.
—¿Vamos a ir a Porthos Embilea, papá? —preguntó Ene, la menor de los tres hijos de la familia.
—Sí, y no hay tiempo que perder.
Ramal fue entonces hasta la cocina, abrió una pequeña bodega donde guardaban leña y sacó, de un compartimiento de abajo, dos espadas que no había utilizado desde que era un jovencito que jugaba en el bosque con su hermano, Ebro Etz. Habían pasado muchos años desde entonces y no sabía cómo reaccionaría si debía defenderse, pero no se dejaría vencer fácilmente si se trataba de proteger a su familia, de eso estaba seguro.
Al volver al comedor, le dio una de las espadas a Lar. El chico lo miró como si no pudiese creer lo que su padre le pedía, aunque lo sabía perfectamente.
—Sólo es precaución —dijo Ramal a su hijo, y éste asintió.
Cuando salieron de casa había empezado a caer una leve llovizna. Al bajar a través de la ladera, Ulanar volvió la vista para mirar lo que dejaban atrás, la casa donde habían nacido sus tres hijos y donde había sido feliz durante los años que llevaba junto a Ramal. De alguna manera, comprendía que no volvería a verla en mucho tiempo. Una tristeza enorme la embargaba, se detuvo un instante, como para quedarse con una última imagen. Fue entonces cuando escuchó el grito de Lars. Volteó de inmediato. El chico estaba tirado en el piso. Una flecha le atravesaba el hombro. Ulanar corrió hacia su hijo sin pensar lo que hacía. Y ya no pudo ver cómo Ramal Etz penetraba en la niebla con su espada en alto, en dirección a una silueta demasiado grande como para ser de un hombre.