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A las afueras de un pueblo llamado Dembley del sur, tres hermanos —dos varones de nueve y siete años, y una niña de cinco— se encontraban junto al arroyo pasando la mañana, poco después de recolectar bayas en unos arbustos cercanos. La niña lavaba la fruta cuando sintió un leve aroma que llegó con la brisa. Era tan agradable que casi podía saborearlo. Entonces, observó un destello en el agua, que también percibieron sus hermanos. Eran dos seres luminosos, no más grandes que sus pequeñas manos infantiles. Una de ellas, que se encontraba haciendo equilibro sobre una rama, giró el cuello para verlos, sonrió y de inmediato agitó sus alas transparentes para volar en dirección al arroyo. La otra, que no estaba lejos y bebía de una flor, la siguió. Eran veloces como relámpagos. Los tres corrieron tras ellas, pero fue en vano. Al cruzar a la orilla opuesta del arroyo, desaparecieron entre unos arbustos, antes de volver a salir y perderse bajo el agua. Los tres hermanos deambularon un buen rato mirando entre los sedimentos del arroyo, tratando de dar con ellas, y fue entonces cuando encontraron a la mujer.

Reconocieron de inmediato que no se trataba de nadie que perteneciera a los pueblos de las colinas aledañas al bosque, pues no vestía como uno de ellos. No poseía un grueso abrigo de lana o botas. Su cabello no estaba recogido en una trenza ni tenía manos arrugadas y sucias por el trabajo, sino que eran delgadas y limpias, y su piel parecía suave y cuidada. Su rostro era el más hermoso que hubieran visto nunca.

—¿Acaso buscan a los seres del agua? —preguntó la mujer.

—¿Es usted una reina de las hadas? —preguntó la niña.

—Son escurridizas y veloces como la corriente del arroyo —siguió la mujer.

—Yo soy Bran y las he visto sumergirse en el agua, puedo jurar que fue así —dijo el niño de siete años de edad.

—Mi nombre es Lida y no necesitas jurarlo, yo misma las vi hacerlo. Y luego las vi brillar como rayos de sol bajo la corriente. Se han marchado ya, lo cual es una pena.

—Qué lástima —dijo el niño de mayor edad—. Mi nombre es Nut, como mi padre y como mi abuelo. ¿Sabe, señora? No es fácil ver hadas por aquí, cada vez son menos comunes. En el tiempo de mi abuelo Nut, se dice que podían verse todos los días.

—Lo sé, sí que lo sé, de donde vengo no hay muchas y las que hay son poco amigables, y tan mágicas que se han vuelto peligrosas.

—¿Las ha visto? —preguntó el chico mediano.

—¿Acaso es usted un hada también? —insistió la niña.

—No soy un hada, pero puedo hacer algo que les gustará, un juego como lo hacen las hadas.

—Quiero verlo —dijo la niña.

—¿Cómo te llamas, preciosa? —preguntó Lida a la niña.

—Eme —respondió la niña.

—Ahora, Eme, dime, ¿te gustan los perros?

—Mucho —dijo la niña.

—A mí también —añadió Bran.

Lida, que se encontraba junto al arroyo, se inclinó sobre el agua, unió sus manos, pronunció algo en un lenguaje incomprensible para los niños, y sopló a través de ellas. Entonces, el agua del arroyo pareció detenerse. O retroceder. Se formó una especie de ondulación. Y, de pronto, surgió una ola con la forma de un perro que corrió sobre la superficie hasta que de un salto se sumergió otra vez en las aguas.

Los niños quedaron asombrados.

—Es usted la reina de las hadas —gritó la niña, y tomó las manos de Lida—. Sí que lo es, lo es.

—¿Cómo lo hizo? —preguntó Nut.

—Ha sido increíble —exclamó Bran.

—¿Quieren saber cómo lo hice? —preguntó Lida y los niños dijeron que sí al unísono—. Creo que les contaré una historia, pero mientras lo hago, debemos comer las bayas y recostarnos en el piso de hierba. No hay nada mejor que eso —al decirlo, Eme se tendió de inmediato. Lida la siguió y sacó de quién sabe dónde un listón.

—¿Te gusta, Eme? —preguntó a la niña. Era un listón dorado, que brillaba como el cabello de la propia Lida.

—Es muy bonito.

Lida hizo que Eme se sentara y empezó a peinar su cabello. Los chicos se sentaron junto a ellas y dejaron en el centro la canasta de bayas. Lida alargó la mano y tomó una.

—Están deliciosas —dijo, y siguió peinando a la niña, trenzando su cabello con el listón.

—Sí que lo están —confirmó Bran.

—Las hemos recogido hace un momento —dijo Nut.

—Pues están deliciosas. Y ahora díganme, ¿les gustan las historias de la oscuridad?

Los niños se sintieron desconcertados por la pregunta, pero Nut dijo:

—Me gustan todas las historias. Mi abuelo nos ha contado muchas historias.

—Y papá también —agregó Bran.

—A mí también me gustan todas las historias —dijo Eme.

—Así me gusta —dijo Lida—, así me gusta, chicos, ahora cierren sus ojos y escuchen mi voz.

La caída de Porthos Embilea

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