Читать книгу Catacumba - Jorge Rivas Tride - Страница 26

Martes 2 de Mayo de 1820, la Segunda Confrontación Durante ese día, mi obsesión por leer y aprender había llegado a su punto más álgido: escribía, leía, veía la foto, dibujaba, comenzaba con los números, y de ese modo continué las mismas actividades en un gozoso loop que me mantuvo ocupado al límite de perder la noción del tiempo que, sin conocerlo, podía manejar y presentir la llegada de cada una de las tres visitas diarias, porque de tanto vivirlas, podía calcularlas cada vez con más exactitud entre estación y estación.

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―Hoy te voy a dibujar los fenómenos de la naturaleza.

―Fenóme… ¿qué de la naturaleza?

―Fenómenos, son sucesos que ocurren afuera, ¿te acuerdas cuando dibujé el sol, las nubes y algunos animales?, algunos días eso se acompaña de esto.

Una vez más tuve el placer de ver sus prolijos trazos sobre el papel mientras mi estómago agradecía estar satisfecho. Dibujó árboles, el suelo, flores, todo esto en un tamaño proporcional a lo real y en medio, cerca de un árbol se hizo un autorretrato que acompañó con un niño al que de inmediato reconocí perfectamente como yo; como sabía que yo amaba el sol, hizo uno resplandeciente en el cielo.

―Cuando el día está con el sol así a veces hace calor, pero a veces no aparece el sol porque las nubes lo tapan, ahí hace más frío.

―¡Qué pena!―exclamé mientras veía cómo los esponjosos dibujos cubrían todo el cielo y con la miga borraba el sol, de inmediato comenzó a dibujar la lluvia.

―Cuando está así, el cielo es gris y cae agua y ahí te mojas, como cuando te bañamos.

―Odio mojarme.

―Lo sé. A eso se le llama lluvia y cuando ocurre se dice que está lloviendo. ―Hizo unas líneas horizontales y modificó los árboles y algunas cosas hacia un lado―. A veces esta lluvia viene acompañada de viento que es como un aire fuerte… bueno, no es necesario que llueva, puede haber viento con sol.

―¿Entonces por qué le hiciste esas líneas?

―Para mostrarte en qué dirección va el viento, y es que es algo así. ―Sopló mi cara―. Cuando es suave se le dice brisa y cuando es más fuerte, viento. A veces gira así y se hace remolino. ―Lo dibujó y posteriormente movió su dedo índice en círculos―. A eso se le llama tornado y ese es peligroso.

―Entiendo, me imagino que cuando hay tornado con lluvia debe ser muy peligroso.

―Mucho, y hay algo más: a veces, no siempre, cuando llueve o incluso antes de llover, existen rayos y truenos. Cuando pasa eso la lluvia cae muy fuerte y es como una luz blanca luminosa que llega a enceguecer la vista con un ruido muy fuerte que deja los oídos sordos, es como si se cayera algo muy grande al suelo.

―¿Asusta, es peligroso?

―Bueno, al parecer sí. Una vez vi chocar uno de esos en la punta de un árbol y este comenzó a quemarse, pero dura muy poco, es como un golpe. Es algo así. ―Lo dibujó.

―Esos rayos y truenos son como la tía Ana, cuando grita y se mueve tan rápido que me asusta.

―Sí, es verdad. Sigo, cuando está claro y hay sol es de día y cuando está oscuro es de noche, ahí no hay sol.

―Como acá, siempre es de noche y no veo nada…

―Pero cuando aparece la noche, el sol se va y alumbra la luna, que es casi siempre blanca y cambia de forma. Las estrellas se ven en el cielo como puntitos chiquititos. ―Comenzó a dibujar de nuevo, primero hizo una luna similar al sol, luego borró e hizo la menguante y luego la creciente―. Pero cuando hay nubes en la noche y no dejan ver la luna y las estrellas, se ve muy muy oscuro. ¡Cómo acá! ―Indicó el suelo con el dedo índice.

―¡Esas nubes de mierda tapan todo!

Matilde no pudo evitar soltar una pequeña risa.

―Mi amor, no digas groserías ―recalcó en un dulce tono con su meliflua voz―. A veces la tierra se mueve, a eso se le llama temblor, y cuando es más fuerte se le dice terremoto y las cosas se caen.

―Tía Matilde, como que no quiero salir…

―¿Ves?, ¡Acá estás mucho mejor!

Aquella noche después de la cena y la lección, Matilde me dejó una vez más con un gran beso en la frente. Se mostraba satisfecha al comprobar el gran avance obtenido en dichos conocimientos.

Teniendo la certeza de que era la última visita del día, decidí correr el riesgo y quedarme en cama, puse la lámpara en la mesita y utilicé la miga para borrar lo que no deseaba de la imagen; dada sus reiteradas modificaciones el papel comenzaba a flaquear, por ello, lo manipulé con meticulosidad hasta que logré dejarla en un estado medianamente decente.

Remarqué los árboles, las flores, los pájaros y animales, mantuve nuestras figuras lo más intactas posible; ya no estaban las nubes ni los rayos ni el viento. También habían desaparecido la luna, las estrellas, la lluvia y el tornado, regresé a su lugar el fascinante sol que tanto admiraba y, de ese modo, alumbraba soberbio desde arriba a tía Matilde y a mí.

Aquella amada luminosidad terminó accionando en contra de mí esa noche y de golpe me arrebató mucho de lo que había conseguido los últimos días. Sobre la cama me quedé dormido, siempre dejaba todas mis cosas en el escondite, menos el collar de madera, el que no me sacaba desde que Ana había sido informada y, por ende, no había necesidad de ocultar. Solo la cadena de plata quedó resguardada y el resto yacía desparramado sobre mi cama o en la mesita, apoyé el dibujo para contemplarlo antes de apagar el fuego, y esa fue mi perdición.

El abrasante calor se extendió rápido por la cama y desperté de un sobresalto al ver que aquella llama había crecido de manera abismal, me paralicé por dos segundos, solo dos, y antes de poder reaccionar, el fuego alcanzó mi brazo y se encendió, salté por la cabecera y me golpeé en la cabeza, el aturdimiento no duró lo suficiente porque un intenso dolor en el brazo me trajo de vuelta de aquel aletargamiento. Grité de dolor y me golpeé el brazo con la otra mano, lo arrastré por la tierra y la llama desapareció, pero la cama había sido consumida por aquel calor intenso que nunca había sentido. Ante el temor del inminente crecimiento de la llama y el humo negro que comenzaba a dificultar mi respiración, comencé a pedir ayuda desesperada dejando atrás todo el miedo, deseé como nunca la presencia de Ana, porque estaba seguro de que ella podría solucionar eso con mejor precisión que Matilde y Clotilde. Golpeé con fuerza la puerta, pero no me oían, mis desesperados gritos y clamores se perdían por la escalera, sin embargo, al no saber qué había, continué gritando a todo pulmón. El fuego había quemado la mesita, pero a su alrededor no quedaba más que tierra para alimentarse.

A los pocos minutos, el milagro ocurrió y las tres mujeres descendieron. Ana primero, con una gran fuente con agua; tras ella Matilde, con otra fuente; y Clotilde traía en sus manos unas toallas empapadas y, de manera irónica, una lámpara encendida que dejó lejos del peligro, porque sabían que una vez extinto el fuego volverían a quedar a oscuras. Por primera vez dejaron la puerta abierta, pero tenía la obligación de golpear la llama con una de las toallas y no pude acercarme.

En pocos minutos el peligro fue eliminado, la cama había quedado totalmente inutilizada, Clotilde se llevó las plantas más importantes para que no corrieran peligro y Ana con Matilde me llevaron lejos del humo, a un extremo de la puerta, pasaron por mi escondite y siguieron de largo.

Asumí que, pese a las circunstancias, no me iban a dejar salir de la catacumba, Clotilde bajó y guiada por la luz, llegó donde estábamos reunidos.

―Apenas puedo respirar, menos mal que no pasó a mayores ―dijo Ana.

―Me duele el brazo. ―Mostré la quemadura de grado dos, similar a un óvalo en el antebrazo, de casi diez centímetros por cinco, muy similar a la medalla, pero más grande. La piel enrojecida comenzaba a removerse y parecía una telita chamuscada y torcida.

―¿Cómo es que ocurrió esto? ―gritó Ana enfurecida―. Clotilde, ve, deja abierta la puerta para que se vaya este humo maldito, que la vigilen bien y vuelve, tenemos reunión las tres.

La vieja mujer asintió y fue a cumplir su cometido lo más rápido que su cuerpo le permitía.

Ana, nerviosa, increpó a Matilde por haber dejado la lámpara y ella se excusaba como podía, su furia era tal que apenas comenzó a balbucear la juzgó sin dejarla articular palabra alguna, así llegó Clotilde, quien había tomado su tiempo.

―Listo, Ana, la puerta está abierta y lo demás todo asegurado ―dijo incorporándose a la discusión―. Ana, por favor, tranquilízate y deja que Matilde pueda explicar.

―Está bien ―dijo al tiempo que levantaba los brazos con las manos abiertas en señal de tregua temporal, respiró y exhaló con profundidad―. Supongo que tienes razón.

Las miradas de todos, incluso la mía, se fiaron en Matilde, quien también respiró hondamente antes de comenzar a hablar.

―Cuando bajaba, le dejaba a Matías su comida y subía como siempre lo hemos hecho todas, un día subí y olvidé la lámpara.

―¿Cómo?, ¿a oscuras te fuiste por las escaleras? ―dijo Clotilde y yo sentí odiarla más.

―No, la verdad, no sé cómo pasó ―se excusó.

―La verdad es que fue mi culpa ―dije al fin para excusarla un poco.

―¿Cómo? ―preguntó Ana frunciendo el ceño.

―Tomé la lámpara y la dejé en la escalera para que alumbrara lo suficiente y se fue sin ella.

―Matías, el camino es más largo de lo que piensas no pudo haber llegado hasta arriba. No me tomes por estúpida, ¡a mí no! ―su tono sonaba tan severo y seco que remeció las cavernas al momento que movía su cabeza en plan de rabia.

―Tía, créame, es mi culpa…

―Ya basta, Matías, le diré la verdad ―al decir eso, Matilde me miró y puso la cara más cómplice que pudo para evitar que yo fuera a estropear todo y que sus hermanas lo notaran.

―Un día, Matías me dijo que se asustaba mucho cuando no estábamos porque no podía ver, incluso para hacer sus necesidades le costaba ―se detuvo con la mirada en el suelo.

―¡Continúa, Matilde! ―exclamó Ana con los dientes y muelas apretados mientras usaba ese particular susurro rabioso que salía de sus entrañas, del cual seguro explotaría como una estampida ensordecedora.

―Le prometí que iba a traerle una lámpara, así que un día se la bajé y le pedí usarla solo en casos especiales y cuando yo estuviera… No cuando se quedara dormido. ―Matilde me miró en señal de reprimenda y a su vez, Clotilde no quitaba la vista de Matilde para obtener la información real, pero notó que hablaba con la verdad y por ello asintió hacia Ana.

―¡Hasta cuándo, Matilde, hasta cuando! ―La cogió con fuerza de ambos brazos y la sacudió como si fuera una muñeca de trapo―. La última vez terminamos en esto, ¿quieres acaso que nos maten ahora?

Matilde lloraba desconsolada pero no pensaba dejarse doblegar por Ana, así que la cogió también de sus brazos.

―¿Qué haces, quién te has creído que eres? ―la estampida salió al fin de su boca en una imperativa voz casi masculina

―¡No tienes derecho de tratarnos así, no somos tus perras! ―era la primera vez que Matilde respondía así.

Ambas mujeres agarradas de los brazos comenzaron a agitarse con fuerzas en una frenética competencia de poder, pero Ana estaba demasiado encolerizada para calmarse, su fuego no podía ser extinto hasta que explotara con toda su acostumbrada potencia como ocurría en esos casos. De pronto, sintió que la dura postura de su cuello y cabeza comenzó a flaquear y recordó una situación muy similar que aconteció hacía casi ocho años en el mimo lugar. Su corazón se aceleró, ya tenía cincuenta, no era tan fuerte como entonces, pero tampoco era tan vieja, debía salir de esta situación con su imagen prístina ante todos y defender su autoridad como fuera.

Presionó con mayor fuerza los brazos de su contrincante, Matilde resintió la intensidad y soltó a Ana, quien aprovechó para remecerla con más fuerzas aún y de ese modo tomó ventaja, luego le propinó una sonora bofetada en una de sus mejillas y la aventó contra la pared; Matilde se golpeó la espalda y cayó sentada. Ana se calmó un poco, pero no sintió remordimiento alguno, estaba segura de hacer lo correcto, se acercó a Matilde, se agachó y la tomó con suavidad de los hombros.

―¡Entiende, por favor!, ¿cómo nos expones al peligro que nos acecha? ―dijo en tono conciliador.

―¡No era para tanto, la verdad! ―dijo Matilde entre resentidas lágrimas.

―¿Te parece que no es para tanto lo que ocurrió? ―su tono volvió poco a poco a volverse severo―. Primero el collar, luego la lámpara, ¿qué vas a hacer después?, ¿enseñarle a leer y a escribir? ―dijo en tono de mofa y yo sentí un escalofrió recorrer verticalmente mi espalda, luego la agarró de la ropa por los hombros para volver a resonar como un trueno ―¡Respóndeme, mierda!

―¿Quién te…? ―Antes de terminar la frase, Matilde no resistió tanta humillación y la pateó en medio del rostro con un golpe certero, la mujer cayó sentada dos metros atrás y se llevó las manos a la cara, estaba sangrando de la boca y nariz.

―¡Ay, no! ―dijimos al unísono Clotilde y yo.

Sin decir una sola palabra, Ana se levantó y se dirigió amenazante hacia su hermana menor, la levantó de sus ya lastimados brazos y la zamarreó otra vez, la abofeteó en ambas mejillas de manera sistemática y alternada, y, para terminar, le propinó un puñetazo en el pómulo que la dejó parada contra la pared. la violenta mujer aún tenía la boca y nariz sangrando y esta corría en dos líneas de color rojo intenso por su cuello hasta perderse en su pecho.

Se acercó una vez más, puso ambas palmas contra la pared en actitud matona y con su potente voz masculinizada le gritó, sin dejar de verla a los ojos: “¡Aquí mando yo!”, y con ese alarido selló su segunda victoria en la que terminó por salpicar con su propia sangre las rosadas mejillas de Matilde.

Clotilde se interpuso entre ambas y suplicó: “¡Ya basta!”, abrazó a Ana por la cintura y la miró con lágrimas corriendo por sus mejillas, ella no pudo evitar conmoverse ante su hermana mayor, de inmediato recordó que una situación muy similar la había dejado así de desmadejada y ciega de un ojo de por vida.

―Eras una niña, pero tú bien recuerdas como quedé así ―dijo con voz quebrada y ahogada en llanto.

Ana lloró un poco y le secó las mejillas, ante la parálisis y el frenesí aproveché de huir, era la oportunidad que tanto esperaba, ya no importaba nada en absoluto, mientras corría, pensaba que simplemente quería ver la luz y una voz interna decía “el cielo, las estrellas, el sol, EL SOL; no importan los truenos ni la lluvia, no importan los tornados ni los terremotos solo quiero ver como es el sol, los árboles y los animales”. Al pararme frente a la escalera, noté aún en la oscuridad, que el umbral estaba abierto, mi estómago se apretó, pero no había tiempo para dudar, de cabeza me fui en busca de la ansiada libertad, al fin mi deseo sería cumplido.

No obstante, no alcancé a cruzar la puerta cuando choqué con algo blando, similar a un cuerpo humano, caí sentado y supe que salir sería mucho más complicado de lo que pensaba.

―¿A dónde crees que vas? ―dijo una voz tras la puerta y apareció ante mí una mujer de unos cuarenta y cinco años.

Me aterró verla y al darme cuenta de que iba a agarrar mi brazo, me protegí y por instinto giré para que cogiera el sano y le expliqué que me había quemado, durante el trayecto de vuelta no pude verla dada la oscuridad. Me llevó al trío que se encontraba en una discusión ya más calmada.

―Se trató de escapar y lo traje ―dijo la mujer que aún me sostenía del brazo.

No pude evitar levantar la mirada apenas la luz me dejó apreciarla, su mirada era socarrona y maliciosa, su lunar en la mejilla me causaba rechazo inmediato. No era tan fea, pero sí una mujer de aspecto común y corriente con su oscuro pelo crespo que llegaba hasta su corto cuello en el que comenzaba a formarse una insipiente papada, de estatura mediana, más baja Matilde y Ana, pero más alta que Clotilde y su contextura era gruesa sin llegar a ser del todo obesa. Pensé que odiaba a Clotilde, ahora solo me causaba lástima, el ver su rostro triste me conmovió un poco.

―¿Ves lo que pasa? ―dijo Ana mirando a Matilde, luego caminó hacia mí―. Nunca pierdes la oportunidad de desobedecer, no puedo confiar en ti. ¿Crees que te dejaría las puertas abiertas de par en par? ―Sonrió con sarcasmo―. ¿Me crees tan tonta? ―Me cogió del brazo quemado.

―¡No, tía, me duele, me duele! ―grité con agudeza y de inmediato me soltó al recordar mi estado. La manga de su vestido se encontraba ensangrentada porque se había limpiado con ella la sangre del mentón, donde aún podía apreciarse los restos refregados.

―Deja de llorar. Clotilde, prepara la medicina y baja a ponérsela. Graciela, me ayudarás a arreglar una cama temporal; y tú, Matilde, tenemos una larga charla arriba, ahora vamos, es hora de subir.

En pocos minutos, dejó todo coordinado y la acción se realizó tal como ella lo dispuso.

Catacumba

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