Читать книгу Catacumba - Jorge Rivas Tride - Страница 21

Martes 25 de Abril 1820 ―¡Tía, te quiero tanto, eres la persona que más quiero!

Оглавление

―También yo, mi cielo.

―La tía Ana y la tía Clotilde me obligan a bañarme y a comer.

―Pero, Matías, escucha, debes bañarte y estar limpio, porque si no te enfermas. También debes abrigarte porque si no te resfrías. Debes alimentarte bien porque si no te pones débil y así te enfermas también. ―Me besó la cabeza―. Prometo tratar de venir lo más que pueda, pero debes tener cuidado de que ellas no sepan que te enseño cosas de afuera.

―Lo sé tía, pero es que Ana refriega muy fuerte y me mete la cuchara hasta el cuello con la comida caliente… y… y es que cuando te vas me siento solo y me dan ganas de llorar. Matilde logró contener sus lágrimas que terminaron atrapadas y solo se manifestaron en el brillo de sus ojos.

―Mi amor, toma esto. ―Se sacó el collar y me lo colgó―. Cuando me extrañes, presiónalo así. ―Puso ambas manos cruzadas, una sobre otra, sobre su pecho―. Y piensa que estamos leyendo, dibujando, escribiendo y contando. No te preocupes por las demás, yo les diré hoy que te di esto. Pero los papeles, el palo, el carbón, el paño para limpiarte la mano del carbón, los dejaré acá para que los ocultes bien. ―Me miró a los ojos un segundo como si estuviera decidiendo algo―. El libro también.

―No te preocupes, yo los guardaré donde no lo vean.

―Bien, y por favor, abrígate bien y lávate bien. Deja que ellas vean que puedes hacerlo solo, así Ana no te restregará tan fuerte como me dices, y come tú solito, sin ayuda, así como lo haces cuando estás conmigo.

En ese minuto recordé la cadena plateada y quise contarle, pero era mejor ser prudente.

―Tía, ¿me puedes dar la lámpara?… para, ya sabes, leer y seguir aprendiendo.

―No puedo ―hizo una pausa―. Esta lámpara, al menos, no puedo; pero te conseguiré una y antes de dejártela debes saber usarla.

―Gracias.

Antes de que se fuera le di el último abrazo y apenas quedé solo, guardé los regalos con mucho celo.

Durante esa noche, mientras veía las estrellas acostada en su cama, Matilde pudo verter todas las lágrimas retenidas horas atrás. Su corazón estaba inundado de dicha por haber otorgado tanto amor y cariño. Se sentía como una verdadera madre, sentía que al fin estaba cumpliendo la petición solicitada para Matías.

De inmediato sus recuerdos la transportaron a la niñez con su propia progenitora, Flora, una mujer bastante extraña dada la extrema polaridad de su personalidad, por un lado, muy cariñosa, sobreprotectora, siempre preocupada de cada una de ellas, de su marido y de su hogar. Sin embargo, por otro lado, ese amor incondicional era superado con solo una cosa: el amor por las costumbres, al punto que rayaba en la paranoia; su extrema violencia ante cualquier falta a ellas la transformaban de ser una madre amorosa a una mujer demencial en pocos minutos.

Desde niña, la mente de Flora fue deformada por el pánico, el mismo que después de tantos años mantenía su intensidad y parecía casi irracional, casi, apenas sí lograba contenerse cada vez que el leño ardía para cocinar o abrigarse en las frías estaciones. Ese olor le recordaba su trauma por haber observado numerosas víctimas pasar por las “purificadoras llamas” que ostentaba la inquisidora caldera al momento de funcionar, fueran hombres o mujeres de distintas edades; lo peor de todo, era que en su gran mayoría eran inocentes. Aquel olor quedó impregnado en el recuerdo, protegido por varias capas formadas de los repetidos crímenes que vio, todos por imposición de su propia madre quien, ante el gran temor de ser descubierta junto a su familia, accionaba oculta bajo el falso manto de buena cristiana.

El macabro acto de aquella dura mujer en que obligaba a su hija Flora a hacer acto de presencia tenía dos razones fundamentales derivadas de un mismo fin, la protección. La primera consistía en aparentar ser una mujer de Dios, muy religiosa y cooperativa con la iglesia, de ahí su vehemencia a la hora de gritar a todo pulmón contra el condenado, así mantenía al enemigo cerca, pero vigilado; y la segunda y más importante, mostrar a su hija la razón por la cual ella mantenía las tradiciones en secreto, que estaba bien poder disfrutar de beneficios que su descendencia le daba y para ello debía realizar terribles actos condenables, pero en el más absoluto secreto, sin despertar el menor recelo en la perspicaz amenaza discrepante o, de lo contrario, terminaría siendo calcinada frente a todos.

Por su parte, al transformarse en la matriarca de su propia familia, Flora mantuvo las tradiciones y conservó con sumo celo el secreto aprendido en su niñez para así continuar con Clotilde, Ana y Matilde, pero el salvajismo al que había sido expuesta la marcó de tal modo, que por ningún motivo permitió a sus hijas participar de aquella barbarie, incluso cuando Ana mostraba gran interés en observar aquello. Aunque los sacrificios se vieron disminuidos con el tiempo, la mujer mantuvo la distancia de aquellos actos, pero una falsa cercanía con la poderosa iglesia.

Matilde no lograba conciliar el sueño porque el recuerdo y la inquietud la incomodaban, se sentó en la cama con la vista en las estrellas titilantes y, de repente, su inquieta mente le trajo de vuelta aquellos nombres que su madre siempre les recordaba: Clera y Cluta, las gemelas del dolor. Aquella triste historia en la que Clotilde rompió las reglas y se involucró para ayudar a sus amigas. Aquello trajo a Clotilde devastadoras consecuencias que, desde sus cortos quince años, la marcaron por el resto de sus días. Si bien, aquel duro actuar causó remordimientos en Flora, siempre sacaba el tema a colación para infundir el miedo y refrenar, en espacial, a la curiosa Ana, quien, en su adultez, irónicamente, heredó su paranoia.

Cuando ocurrió el incidente con Clera y Cluta, Matilde estaba a tres meses de cumplir los dos años, por aquella razón no sabía exactamente lo que había acontecido entonces. Durante toda su niñez nadie se había animado a explicarle con claridad lo ocurrido, solo entendía que Clotilde se había puesto en serio riesgo a ella misma y a la familia, hasta que un día, el resto de la historia que Matilde conocía fue complementado por Ana y la misma Clotilde muchos años después y por fin las piezas calzaron en su cabeza.

La luz de la luna se reflejó en la ventana y le señaló el bolso, ahí pondría la lámpara, le enseñaría a usarla y así Matías tendría la oportunidad de leer, escribir y dibujar cuando estuviera solo; pensaba mañana mismo comprar una, el dinero nunca era problema, la solución era muy simple, un pequeño conjuro adecuado y la obtendría a menos de la mitad del precio. Sonrió satisfecha, se acomodó en posición fetal y se durmió con una paz que hacía mucho tiempo no lograba, y que, para ella, era una de las cosas más importantes que podía alguien tener, la consideraba incluso mucho más preciada que el poder.

Catacumba

Подняться наверх