Читать книгу Catacumba - Jorge Rivas Tride - Страница 16

Abril de 1820 Los días pasaron y de los números pasé a las letras, eran más, pero comprendía con facilidad el modo de usarlas; a las dos semanas estaba comenzando a leer. En una de sus visitas Matilde decidió correr el riesgo y dio un paso más en su lección; para facilitar las clases incorporó nuevos elementos que sentí con el abrazo: algo sonoro, áspero y crujiente ocultaba en un bolso similar al que usaba Clotilde.

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―Hola tía, ¿y esto? ―Lo palpé―. Se parece a lo de tía Clotilde ―dije mientras continuaba tocándolo.

―Precisamente. ―Lo alzó a mi vista―. Desde el cumpleaños que se me ocurrió la idea de usar bolso y así puedo traer cosas sin que Ana sospeche.

Dejó el bolso sobre la cama y puso la bandeja y la lámpara sobre la mesa, sin embargo, yo me fui directo a la bolsa de donde saqué un papel, era la primera vez que tomaba algo así, volví a meter mano y extraje un carboncillo y un paño.

―¿Qué es esto? ―pregunté intrigado.

―Primero a comer, ven y siéntate acá, deja eso en la cama, amor ―respondió sin prisa.

Pronto ocurrió el enroque de los objetos puestos sobre la mesa y los de la cama. Matilde me enseñó el nombre de cada uno de ellos y para qué eran, comenzó a trazar en unas hojas los conocidos números del cero al nueve y las vocales. Luego, en otra hoja, me enseñó otra técnica a parte de los números y letras.

―Presta atención, esto es mucho más fácil que escribir ―dijo.

Observó la lámpara sobre la mesa y comenzó a trazar líneas con el carbón sin quitar la vista del papel. Quedé sorprendido de ver aquella imagen grabada, era una verdadera réplica, estaba viendo mi primer dibujo y, aunque Matilde no era experta en el tema, con el tiempo confirmé que tenía gran habilidad manual; desde entonces quedé obsesionado con las imágenes y la pintura. Con los años mi interés se fue acrecentando y cada exposición que se presentaba era para mí una visita obligatoria.

―¡Oh, está perfecto! ―dije con los ojos muy abiertos, cogí el papel en mis manos, pero comenzó a partirse, lo solté de inmediato.

―¡Cuidado, el papel es delicado! ―dijo con prisa, pero sin alterar su voz.

Cuando llegó mi turno, puso una nueva hoja en la superficie, la torpeza de mis dedos me obligó a tomar el carboncillo con la mano empuñada, como todos los niños suelen hacerlo cuando comienzan a usar ahora un lápiz.

Matilde sabía que iba a ensuciar mis manos, por eso llevaba aquel paño que humedeció con un poco de agua del jarro y las limpió mientras me advertía que Ana o Clotilde jamás deberían verme con las manos negras. Entendí entonces tanto la forma como el fondo de su petición, ya que poco antes de comenzar las clases, ella me había mencionado los colores y los reconocía a la perfección; mis favoritos eran, sin dudas, el naranjo y el amarillo.

Pero ella además sabía que erraría mi primer intento, así que cogió un trozo del pan que dejé y lo frotó con sus dedos, lo pasó en una de las líneas y comenzó a borrarse, y aunque el papel quedó manchado, ya no estaba aquella molesta línea tan marcada.

―¡Para esto sirve! ―dijo mostrando la manchada miga.

En la tarde bajó una vez más con el vaso de leche y el pan con ambos quesos, blanco y amarillo. Continuamos la lección de dibujos y conocí el perro, el gato, el ratón, el caballo, el burro y la vaca. Realizó una figura humana de tamaño real, proporcional a los tres últimos animales.

―¡Esos gigantes son peligrosos, pueden comerse a la gente!

―¡No lo son, cariño, no lo son!

―¿Ella da el queso y la mantequilla y la leche? ―Apunté a la vaca.

―¡Exacto!

Como ya sabía leer a estas alturas, ella escribió el nombre de los animales debajo de sus respectivos dibujos y luego, con ayuda de su mano, me corrigió la postura para sostener el carbón, y me ayudó a escribir el nombre de los otros tres.

Ya en la noche, se hizo presente una vez más y dibujó los astros: el sol, la luna y las estrellas. Me dijo sus colores y quedé obsesionado con el sol, era grande, luminoso y amarillo y a veces naranjo, exacto como la luz que tenía la lámpara; de hecho, el fuego era la cosa más linda que conocía entonces y muchas veces me quedaba admirándolo mientras ellas estaban.

Al día siguiente, fue Ana quien me visitó. Su visita fue rápida y brusca, mi boca terminó quemada con los alimentos que me embutía y la poca paciencia me obligaba a masticar y tragar de inmediato. No obstante, en la noche apareció de nuevo Matilde, según ella, comenzaba a hacer más frío y las demás se habían ido a la cama, así que teníamos más tiempo para que me pudiera enseñar.

Los últimos dibujos que realizó fueron las figuras geométricas. Conocí el cuadrado, rectángulo, triangulo y mi favorito de todos: el círculo. Fue entonces cuando relacioné de inmediato dos cosas favoritas en una: El Sol, aquello debía ser muy hermoso, un gran círculo de color amarillo o anaranjado, del mismo color que la llama de la lámpara. Al hacer alusión a ello, Matilde mostró en su rostro una gran preocupación, como si el hecho de haberme enseñado tantas cosas, lejos de disuadirme acerca de mi deseo de salir a ver, se potenciara. Sin dudas estaba arrepentida, pero prefirió no emitir palabras al respecto. Los días que se sucedieron, su visita fue menos frecuente y las clases de dibujo cesaron de golpe para continuar con la lectura y la escritura con los papeles.

Catacumba

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