Читать книгу Catacumba - Jorge Rivas Tride - Страница 8

Agosto de 1816 Cada vez que tenía o creía tener la oportunidad, pegaba mi oreja en la puerta, necesitaba saber lo que había más allá, cómo sería el lugar al que mis tías iban cuando me dejaban solo, dónde estaban ellas la mayor parte del tiempo y por qué tanto afán en mantenerme oculto. Desde que recuerdo había quedado clara la absoluta prohibición de acercarme, pero ya había vivido cuatro años bajo las estrictas reglas impuestas por tía Ana y, a decir verdad, me tenía lleno como una garrapata.

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No podía ser tan malo, las paredes estaban absolutamente insonorizadas y después de intentarlo, debía correr el riesgo, así que me aferré lo que más pude a la barrera de madera y sin despegar la oreja comencé a palparla; mientras recorría la estructura con mis dedos, tenía la esperanza de sentir en mis yemas un pequeño golpe, una pequeña vibración que me diera una pista. De forma instintiva empecé a olfatear sin despegar la oreja de la puerta para así alertar todos mis sentidos. De manera lenta y silenciosa rozaba mi mejilla por toda el área logrando una muy buena coordinación junto al movimiento de mis manos y al olfato, incluso logré alivianar la respiración y aumenté el tiempo de retención para captar mejor alguna señal que pudiese aparecer a través de cualquiera de esos sentidos que parecían manifestarse a flor de piel.

La intensidad se desvaneció poco a poco, hasta que, sin darme cuenta, terminé de rodillas con el rostro pegado a la puerta. De ese modo me dormí, víctima de un profundo sopor, en el que la extensa espera terminó por derrotarme. Mi posición acusaba de manera clara el evidente interés que tenía entonces por el mundo exterior. La puerta y mis ojos se abrieron con brusquedad al mismo tiempo y acto seguido, caí al suelo. Sin lograr ver lo deseado con claridad, terminé, en menos de un segundo, apoyado sobre las puntas de mis pies mientras era levantado de una oreja y sostenido con fuerza descomunal, demasiado como para que viniera de una mujer, tanto así, que sus uñas se hundieron en mi carne y sentí el calor de una pequeña cantidad de sangre comenzar a brotar; pensé que me la arrancaría y agradecí el siguiente acto violento, que evitó que aquella mano de rojas uñas y aún empuñada se quedara con una parte de mí. Víctima de la misma brutalidad, terminé tres metros hacia dentro de mi sitio, ahí la oscuridad borró todo rastro de lo que quizás pude haber visto.

Era tanto el miedo que ni siquiera me preocupé de las heridas y el ardor que me causaban las marcas detrás de mi resentida oreja, el sonoro portazo se sintió como un fuerte y profundo golpe en el estómago. Ana, con lentitud alzó un poco la lámpara que delataba su furia a través de su diabólico rostro, su negro cabello parecía estar aún más ondulado, como si cobrara vida y cual Medusa la hubiera poseído.

―¡Tú! ―dijo en un grave tono sepulcral y guardó silencio por dos segundos que se hicieron eternos, respiró hondo y continuó con su voz enfurecida, aunque esta vez un poco más normalizada―. Pequeña mierda ―dijo con aquellos ojos encendidos que se manifestaban cada vez que se enojaba.

―¿Qué hice, tía Ana?

―Sabes que no puedes acercarte ahí ―dijo mientras se acercaba a paso lento y firme.

Por más que rogué y pedí perdón, no conseguí una réplica a mi argumento. Me arrastró de un brazo hasta llegar abajo y, sin soltarlo, me tumbó sobre la cama al tiempo que se sentaba sobre ella, de modo que quedé expuesto boca abajo sobre sus rodillas. Como si fuera una máquina de tortura viviente perfectamente sincronizada, usó una mano para jalarme el cabello y con la otra me golpeaba de manera sistemática, así, recibía la pesada palma en mis nalgas, espalda y a veces hasta en a cara con total coordinación, mientras que sus rodillas se clavaban en mi estómago, esto último me impedía gritar, incluso respirar.

Una hora después de haber sido golpeado y posteriormente regañado con dureza, permanecí boca arriba en la cama por horas. Y aunque el dolor había sido tan intenso que durante toda la noche y hasta el día siguiente mi oreja todavía ardía y mi cuerpo aún se resentía, aquella estrecha cercanía con ella mientras me azotaba, junto al aroma femenino de su cuello y el roce de sus rulos cuando me gritaba de cerca, iniciaron en mí un atisbo de placer.

Catacumba

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