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CAPÍTULO III: Enséñame
(LA EMPERATRIZ) Miércoles 15 de Marzo de 1820 Una vez más se abrió el portal mientras permanecía tendido sobre mi cama con la mirada perdida y absorto entre mis pensamientos. De inmediato agudicé el oído para sentir sus pasos, a esas alturas ya me era fácil distinguirlas por el solo caminar. Era ella, Matilde, qué alegría saberlo, hacía varias visitas que no aparecían las otras dos tías.

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Sobre la mesa alumbraba la lamparilla, cerca de esta, el pan con un vaso de leche que justificaba su visita y dentro de un saco, un montón de piedras, todas muy parecidas que representaban el primer cimiento de mis conocimientos. Guardé silencio observándolas, en la catacumba había unas pocas así, pero nunca las había visto reunidas en tan grandes cantidades, mi primer impulso fue coger una de ellas.

―Te enseñaré a contar, aprenderás los números primero y luego los escribiremos ―dijo luego de sacar otra piedra del saco y mostrarla, yo asentí con gran entusiasmo―. Uno ―dijo y la dejó sobre la mesa―. Significa que es una piedra, así como aquí hay un pan, una lámpara… un niño hermoso. ―Apuntaba cada cosa y cuando llegó a mí, me miró fijo y sonrió.

―Entiendo.

Matilde tomó la piedra que yo había sacado y aún tenía en mi mano, la puso cerca de la primera, apuntó primero una y luego a la recién incorporada.

―Dos, así como tú tienes dos manos.

―Y dos coquitos acá tengo también ―dije apuntando hacia abajo y reí, mi maestra entonces no pudo evitar soltar una pequeña risa―. Y también, así como tía Ana les dice: “Ustedes dos, hagan esto… Ustedes dos, hagan lo otro…”.

―Exacto, aprendes muy rápido, corazón ―guardó silencio un segundo y prosiguió―. Ahora, si sumamos a tu tía Ana, somos tres. ―Incorporó la tercera piedra de la bolsa―. Uno, dos y tres ―dijo al momento que las apuntaba.

―Sí, entiendo, ¿y conmigo?

―Cuatro.

La fila se alargó con una cuarta piedra.

―Uno, dos, tres, cuatro ―repetí tres veces esos números y de inmediato me di cuenta de que en mis manos tenía una poderosa arma, más efectiva que las cuatro piedras, miré ambas con una amplia sonrisa y noté que tía Matilde sonreía con el mismo semblante de satisfacción en el que se podía apreciar el brillo de sus ojos intensificado por la danzante llama de la luz.

Levanté la mano empuñada y, por instinto, comencé a levantar los dedos uno por uno a medida que repetía los números correspondientes mientras me amparaba su voz.

―Uno, dos, tres, cuatro ―dijimos a la vez.

Esa noche terminé sobre la cama con total satisfacción, el tiempo que tuvimos fue suficiente para conocer del uno al veinte, mi tarea asignada era recordar la mitad y, a medida que desplegaba los dedos de una mano, llegaba al cinco sin problemas. No obstante, al comenzar con la otra, me di cuenta de que había olvidado los siguientes dos números, sabía en qué lugar estaban, así que los consideraba en mi contabilización manual sin mencionarlos y continuaba con el ocho, el nueve y el diez, de ese modo, terminaba por descubrir ambas palmas como dos abanicos abiertos. Repetí el ejercicio hasta quedar en un sueño profundo.

Para el resto de la semana ya sabía contar hasta cien, mi obsesión por aprender superaba cualquier interés que había tenido en el pasado, si bien no podía salir físicamente de ahí, mi vía de escape era mental y después de muchos años había sido abierta.

Catacumba

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