Читать книгу Catacumba - Jorge Rivas Tride - Страница 11

La Maldad Varias bromas pequeñas fueron las que hice a la pobre Clotilde, entre ellas, vaciarle el vaso sobre la falda y hacerlo pasar por accidente, ¡era tan gracioso y placentero verla irse agachada, con las piernas abiertas y rabiando en el camino! Otra de las jugarretas que me gustaba hacerle, aunque un poco más arriesgada, consistía en estornudar encima de su rostro cuanto tenía la boca llena y disculparme de inmediato, ella se quedaba pétrea por unos segundos con los ojos cerrados al momento que arrugaba su cochambrosa cara y presionaba esos delgados labios con intensidad hasta ponerse blancos. Muy de vez en cuando recibía una bofetada, pero el golpe, cosa que casi nunca ocurría, era compensado con creces al verla de ese modo. Por otro lado, el hecho de colocar objetos cerca de la escalera, de plano no funcionaba y aparte me obligaba a ordenar todo. Esconderme mientras la veía rodear la casa era algo bastante trillado y había perdido la gracia hacía mucho tiempo.

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Fue entonces cuando en mi mente se gestó la idea: estaba todo preparado, me escondería bajo la cama y la vería caer en mi trampa. Sin embargo, debí estar muy seguro de que ella sería la víctima y actuar con rapidez.

Había terminado de comer, de seguro vendría para llevarse el balde con su fétido contenido, las últimas veces que la había oído bajar, en lugar de esconderme, me quedaba esperándola para prestar atención a cada uno de sus movimientos. Como yo ya sabía la mujer era vieja y acorde a ello, su desplazamiento era lento y torpe, pero muy cauteloso. Mientras me llamaba se dirigía a las plantas, se llevaba algunas en un saco y reponía otras cuando regresaba con el balde limpio. Aquella estantería vegetal estaba siempre en constante movimiento y yo disfrutaba oler y morder las hojas de las mentas cuando estaba solo; siempre amé ese aroma. Luego se sentaba y me daba de comer, o me revisaba para ver si requería de un baño.

Mientras me encontraba recostado en mi escondite, mi cabeza comenzó a maquinar la manera de hacerla caer, pero ¿cómo?, ¿cuándo y de qué modo podía lograr que su cauteloso paso no advirtiera el obstáculo?, quizá no sería bueno hacerla tropezar, pero sí sería más fácil hacerla resbalar. Podría cubrir aquella cosa que haría el milagro, pensé de inmediato en una cáscara de plátano, pero sería muy evidente. No tendría sentido poner una prenda de vestir o un paño encima, ya que jamás lo pisaría; su minucioso carácter la obligaría a recoger y acomodar dicha ropa o, lo más probable, sería que me obligara a hacerlo dejando en evidencia, ante sus ojos, mi burlesca intención.

El agotamiento mental comenzó a hacer estragos en mi cabeza, hace mucho había venido Clotilde a vestirme con la ropa de cama y aún estaba en pie, ya era hora de irme a dormir, pero no sin antes orinar en el balde para evitar amanecer mojado. Hace muchos años no me ocurría aquello, pero ante el temor de que volviera a suceder siempre fui al baño antes de acostarme hasta que se generó un hábito en mí que, a la fecha, aún mantengo. Cuando sentí el mal olor, le puse un poco de tierra como ellas me enseñaban, y mientras esta caía dentro del balde, supe al instante la respuesta: nada más asqueroso, gracioso y resbaloso que las heces y qué mejor camuflaje que la misma tierra.

En sus últimas visitas, me dediqué a prestar atención de la distancia que tomaba respecto a la silla, debía resbalar estando en una postura en la que se encontrara en total desequilibrio para que la caída fuese infalible. Luego de un par de pruebas, llegué a la conclusión de que debía hacer dos hoyos paralelos y precisos en el lugar donde de manera obligada apoyaría sus pies. Observé la mesita con las sillas, el cálculo estaba listo.

Pero el balde estaba ya cubierto de tierra, debía juntar una buena cantidad para la noche, dejar los hoyos listos y, cuando adivinara sus pasos actuar rápido; era la broma más sofisticada que se me había ocurrido hasta entonces, pero para ser un niño, requería tiempo, observación y práctica, así que los días venideros simulé la situación para saber cómo llevar a cabo mi cometido.

Aclarado todo, aproveché el descuido de una de las visitas que me hizo tía Matilde para sacar la cuchara y guardarla bajo la cama, apenas cerró la puerta me dirigí al escondite secreto en virtud de su ausencia y ahí la arrojé. Como era de esperar, al no hallar la cuchara en la bandeja, regresó a los pocos minutos preguntando por el objeto en cuestión. De manera hipócrita le ayudé a buscarla bajo la cama y los alrededores en donde pensaba que se pudo haber caído o extraviado, hasta que finalmente se dio por vencida y volví a estar solo; ya tenía con qué hacer los hoyos para hacer caer a la vieja fea.

Durante esa tarde me dediqué a escarbar y ablandar el suelo, el hoyo era poco notorio, aun así, cubría con tierra para luego pisar sobre aquella huella sin dejar mayor rastro y, cada vez que una de ellas se sentaba en la mesa, tenía más certeza acerca de la exactitud del punto escogido; ni siquiera notaron con sus pesados zapatos la pequeña diferencia que había en la solidez de la superficie.

Llegó el día en que pude concretar mi venganza, la había practicado bastante, incluso experimenté con heces agregándoles tierra y tomando el tiempo en que tardaban en cubrirse, pero de manera que quedaran lo suficientemente húmedas; de ese modo pulí mi artilugio. Sin embargo, cuándo limpiaba quedaba un poco hediondo, pero tenía suficiente tierra acumulada para evitar mayor fetidez, lo más cerca que estuve de ser descubierto fue cuando notaron el leve el olor y a causa de ello, me gané un baño caliente, de esos clásicos que Ana daba con tanto “amor”.

―Matías ―dijo apenas cerró la puerta.

El destino estaba a mi favor, Clotilde bajaba y ni siquiera tuve a oír sus pasos para adivinarla, lo que me había dado una ventaja imperdible. Estaba listo y, por ende, actué como un rayo: cogí el balde con las manos y me dirigí a la mesa, me tiré de rodillas al punto trabajado, saqué la blanda tierra y rellené las huellas paralelas con la pestilente viscosidad, de inmediato cubrí la emboscada con la tierra que tenía a pocos metros. Quedó así bastante bien cubierta, parecía una verdadera obra de arte, acomodé la mesa y las sillas como lo había calculado.

Como era de esperar, dejó la bandeja sobre la mesa, su zapato derecho estuvo a cinco centímetros de pisar el punto minado, de haber ocurrido, la broma se hubiera arruinado, se dirigió a las plantas, las observó con la lámpara y esta vez decidió que no era necesario hacer cambios.

―¡Siéntate!, a comer ―dijo mientras acercaba la luz a su rostro, donde relucía su blanco ojo.

Me dirigí a la silla con lentitud, Clotilde se aproximaba, de repente mi corazón se aceleró hasta sentir que se detuvo el tiempo. La mujer se acercó a la silla y cuando puso ambos pies justo en las huellas, perdió el equilibrio tal como lo pensé: cayó de espaldas sobre la silla, sus inmundos botines dispararon gran parte del excremento hacia arriba, este cayó directo en su cabeza y su frente arruinando aquel horrible peinado. Debo confesar que aquello no me lo esperaba, la broma resultó ser mucho más exitosa de lo que imaginé, apenas cayó exploté con una risa incontenible.

Sin embargo, quedó inmóvil unos segundos con los brazos abiertos y las piernas levantadas, suspendidas y sostenidas por la silla. Pensé por un instante que había muerto y no pude seguir riendo, se quejó por su cadera al sobarse la espalda, pero al poco tiempo se incorporó y se levantó con los ojos desorbitados e inyectados en furia; parecía que el blanco globo ocular hubiera cobrado vida. El excremento de su frente se escurrió sobre su cara y recorrió sus mejillas como si fueran verdaderas lágrimas colosales de mierda.

―¿Cómo se te ocurre?

Como nunca la había visto actuar con rapidez, no reaccioné de inmediato; me alcanzó de un brazo y con la otra mano me nalgueó con fuerza.

―¡Mocoso infeliz! ―gritaba iracunda sin dejar de golpearme hasta que sus huesos no dieron más y se vio obligada a quedar sentada en la cama para recuperar la respiración.

Aunque la broma había salido bastante mejor de lo que esperaba, pensé que reiría como las otras veces, pero luego de su reprimenda y un fuerte regaño posterior de Ana, sentí gran pena por Clotilde y desde entonces, nunca más volví a molestarla con jugarretas de ese tipo, dejé de odiarla con tanta intensidad y el sentimiento hacia ella fue reemplazado por lástima, aquello me ayudó a tolerarla.

Catacumba

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