Читать книгу Catacumba - Jorge Rivas Tride - Страница 10

Valparaíso, Agosto de 1903 – EL PRESENTE Cuando la recuerdo me siento mal por ella, no por lo que sufrió, sino por la repulsión que me generaba su aspecto. La mujer no era mala, no era irascible, no me daba miedo en lo absoluto, pero el rechazo que le tenía era tal que prefería la brusca presencia de Ana ante la trémula apariencia de Clotilde; lo único agradable de su aspecto era su prolijo cabello gris peinado en un tomate. La odiaba por varias razones: por ser débil, por acusete, por estar siempre observando todo de manera solapada mientras ponía aquella burlesca sonrisa estúpida, pero esa no era la razón principal, el verdadero motivo de mi rechazo era más simple aún, más superficial: la odiaba porque era fea. 1820 No me importaba quién fuera. Podía demorarme al descartar de inmediato a Ana por los pausados movimientos que lograba oír, luego de tres o cuatro segundos deducía de inmediato la llegada de tía Clotilde, y una de las buenas cosas era que podía quedarme todo el día sin que lograra descubrirme; me divertía torturarla, deseaba que tropezara con algo para verla caer. Si hubiera podido adivinar quién entraría, a ella sin dudas la habría llenado de trampas y obstáculos.

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Dos factores me hacían aparecer de mi escondite, uno era la piedad que a veces lograba tenerle, y el otro, más poderoso y que se aplicaba con todas, incluso con Matilde, era el miedo de que mi escondite secreto quedara al descubierto. Desde hacía años había hecho gala de mi astucia para lograr mantenerlo oculto y, como gran ironía, por ningún motivo me iba a arriesgar a perder el único lugar en el que tenía verdadera privacidad, que era un pasaje a mi total aislamiento; el único sitio donde no me sentía observado y vulnerable.

―¡Matías, a comer! ―dijo y alzó la cuchara sentada en una banquita con su plato en la endeble mesa y la tenue luz de las velas, todo parecía estar acorde a la visitante.

Me senté en la otra banca mientras la miraba, ella no hablaba mucho, pero sonreía de un modo demencial e inquietante. Pese a ser la más vieja y padecer de ceguera en su ojo izquierdo que brillaba ante la penumbra, y verse como la más débil incluso, poseía una audición increíble.

Cómo la odiaba, por eso la reconocía, porque paso a paso avanzaba como si temiera caer. En la mano llevaba la canasta de comida con extrema prudencia, como si calculara cada uno de sus pasos, y se equilibraba con la luz en su otra mano. La puerta demoraba bastante en ser cerrada, pero con la experiencia de lo ocurrido con tía Ana años atrás, no me asomaba ni siquiera para bromear. Se oía su pesada respiración y agotamiento a distancia.

Qué asco me daba su cara arrugada que apenas se estiraba con ese impecable moño de tomate, ¡guácala! Mientras comía, a veces se me pasaba por la mente lo horrible que sería si no tuviese pelo, y ese perfume tan empalagoso y vomitivo; de seguro lo había hecho ella misma con sus hierbas, lavandas, narcisos, agapantos y quizás cuantas cosas más que ella conocía, plantaba y cosechaba arriba, y guardaba en un escaparate de madera ubicado en la pared del fondo ocupado con frascos o macetas. Mejor hubiera sido que usara solo la menta para oler bien, ese sí que era un aroma agradable.

Ese ojo derecho verde saltón y el izquierdo de blanco que me escrutaban como si fuera un insecto; deseaba sacárselos con el tenedor y pisarlos para que se reventaran y no quedara rastro de ellos mientras los desparramaba en la tierra. Fantaseaba a menudo con esa idea, con lograr que ya no me pudiera ver de esa manera.

―¿Rico, no?

Asentía con los ojos bien abiertos al momento que me daba otra cucharada. Pero eso no era lo peor, lo peor eran esos dientes hediondos, podridos y de color café; tía Ana era una hija de puta por mandarla a la hora de las comidas, la pestilencia de su boca podía percibirla a un metro de distancia y era tan desagradable que prefería oler mis propios pedos.

―¿Te gustó? ¡Qué rápido que comes, tenías hambre! ―decía con entusiasmo mientras yo asentía con la boca llena, cerrada y sonriendo con total falsedad.

¿Cómo no iba a comer rápido?, si la quería lejos de mí cuanto antes.

Luego de tragar ese alimento, tía Clotilde me revisaba los ojos, los oídos y me acariciaba el cabello entre torpes y débiles movimientos tremulentos para terminar oliéndolo, era claro que verificaba si estaba limpio o no, si olía bien o no, pero qué descaro de su parte.

Cuando terminaba conmigo, regresaba con su misma meticulosidad llevando además el fétido tarro con mis desechos ubicado lejos de mí, el cual regresaba limpio a los pocos minutos. Me alegraba de verla salir por segunda vez, pero que mal me sentía a causa de la culpa, la que llegaba cada vez que la veía irse, la culpa por odiarla.

Mientras observaba su figura desaparecer, subiendo por las escaleras y ya fuera de mi alcance, agudicé la vista imaginando el anhelado exterior.

―Yo deseo tanto saber ―susurré para mí

―¿Cómo? ―preguntó de inmediato Clotilde al tiempo que me tomaba por sorpresa su excelente oído, como si la carencia de sus otras funciones vitales fueran compensadas de manera generosa en ese sentido en cuestión.

―No dije nada, tía Clotilde ―respondí de modo apresurado.

―Escuché claro lo que dijiste, jamás lo repitas, esta vez no le diré a Ana.

Un silencio mortal invadió la catacumba cuando la puerta se cerró dejando a Clotilde del otro lado, el lado deseado, el lado anhelado, el mundo que yo quería ver. No obstante, una inquietud comenzó nuevamente a escarbar mi mente, aquella pregunta que hace tiempo había aparecido en mi cabeza y poco a poco fue borrada por el polvo del tiempo.

Si Clotilde era la mayor, ¿por qué le tenía tanto respeto a Ana?, por supuesto que en fuerza física era más débil. Matilde por su parte, si bien era menor, dado su contextura podría doblegarla y ser ella quien estuviera al mando, pero no ocurría así, ninguna de las dos cuestionaba su autoridad y por su parte, Ana se sabía la dueña y señora y estaba dispuesta a ejercer su voz de mando cada vez que se le antojase.

Catacumba

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