Читать книгу Catacumba - Jorge Rivas Tride - Страница 12

MATILDE Matilde, cuánto cariño le tenía, cómo la quería, era la única en quién podía confiar casi de manera plena… casi, una y otra vez me cuestionaba en silencio si acaso ella hubiera podido derrotar a Ana de un solo golpe. Si bien, Ana era un poco más alta, la diferencia era muy poca, casi medían igual, pero Matilde era más gruesa, más contundente y podría ser más fuerte: ese era mi deseo.

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Deduciendo por su físico un mayor nivel de potencia, nació una segunda pregunta: ¿y si Matilde mandaba?, quizá en silencio, aún no me debía confiar de buenas a primeras. A lo mejor ella esperaba o deseaba ver mis verdaderas intenciones y, al descubrirlas, su tempestad sería más fulminante que Ana; quizás me podría golpear mucho más duro y ahí conocería a la verdadera Matilde.

Sin embargo, estas preguntas perdían como por arte de magia su poder cuando se presentaba con sus mejillas rosadas y su mirada iluminada. No podía ser mala, estaba muy lejos de ser algo maligno, apenas lograba descifrar sus pasos acudía de inmediato a su presencia.

―¡Tía Matilde! ―Corría con los brazos abiertos.

―Mi amor, calma que estoy con las manos llenas. ―Apenas liberaba sus manos respondía a mi abrazo.

―¡Me alegra tanto cuando vienes tú!

―Lo sé, mi vida, lo sé ―solía decir mientras acariciaba mi cabello con dulzura.

Poco después de la maldad realizada, hubo un tiempo en el que su presencia comenzó a ser más recurrente, como si ella misma quisiera bajar por su propia voluntad. De vez en cuando aparecía Ana y, por razones obvias, mucho más a lo lejos venía Clotilde, pero durante esos maravillosos días comencé paulatinamente a estrechar lazos. Hablaba con ella de manera sutil respecto a la idea de salir, pero su temor hacia Ana la bloqueaba de manera rotunda, no obstante, no fue un impedimento para llevar a cabo mi misión, sabía que debía esperar el momento preciso.

Una tarde, ella apareció con un mendrugo, queso y algo de leche, yo estaba en cama y permanecí quieto al sentir la puerta rechinar. Con la certeza de que Matilde se acercaba, tanto por sus pasos como por su reincidencia, me llevé una grata sorpresa al ver que me acompañaría con otro vaso para ella, cosa que las demás jamás habían hecho, sin embargo, de seguro Matilde actuaba con algo de temor.

―¿Cómo están las otras dos tías? ―pregunté algo extrañado por ver los dos jarrones con leche.

―Bien, tu tía Clotilde un poco resfriada, pero Ana la está atendiendo. Come, amor ―dijo con esa dulce sonrisa a medida que acomodaba la luz en medio de la mesita que hacía mucho, ella insistió en bajar para mí. Luego de tragar el primer trozo me aventuré.

―¿Cómo se hace el queso? Es tan rico, me gusta más que la mantequilla.

―La vaca da leche y de ahí el queso y la mantequ… ―Matilde abrió los ojos como platos y se tapó la boca a medida que sus mejillas normalmente rosadas se volvían rojas

―¿Qué es una vaca? ―pregunté ya bastante confundido.

―Un animal ―respondió de inmediato―. Pero no preguntes más cosas y come el queso que está delicioso.

―Felicita a la vaca por mí ―dije con cierto grado de malicia.

―Por favor, no digas esa palabra, no digas que lo sabes ―respondió Matilde aún nerviosa, pero con un tono más controlado.

En ese minuto guardé un incómodo silencio que, no iba a dejar escapar la oportunidad de obtener más información, mi curiosidad llegó a su nivel más álgido y de manera irónica, sus comportamientos no hacían más que mantenerme intrigado. En ese mismo instante, descarté por completo la idea de que Matilde fuera la jefa larvada del clan, pero de ella podía conseguir más cosas, así que de manera astuta la retuve el máximo tiempo que pude.

―¿Podrías acompañarme siempre a tomar leche y comer pan? ―pregunté al fin con tal de romper el hielo.

―No sé si siempre, pero podemos repetirlo.

―¡Me encantaría! ―dije con una gran sonrisa y ella respondió con el habitual brillo bondadoso de su mirada.

―Pero me tienes que ayudar a pensar cómo ―Movió la cabeza a ambos lados para evitar cometer algún error―. No pienses tanto en eso, mi amor, las cosas se darán, ahora come.

Mantuve la conversación mientras degustábamos aquellos manjares, hasta que me sentí con un poco más de confianza y repetí de manera intencionada aquella oración que escapó accidentalmente en forma de susurro a varios metros de la aguda Clotilde.

―Yo deseo tanto saber ―dije sin titubeos con mi vista fija en sus ojos, actitud que dejó atónita, pero no sorprendida a Matilde, como si en algún momento lo esperaba venir, pero no tan de sopetón.

―¿Saber qué? ―respondió una Matilde pausada con clara intención de ayudarme.

En ese momento pude sentir al fin mi primera conexión con el exterior y no había dudas al respecto, Matilde era la perfecta vía de escape, fue el análisis junto con la intuición y la tenacidad para dar con la persona indicada y el momento justo y correcto para obtener aquella llave a otro mundo.

―Cómo es afuera

Listo, lo dije.

―Sabes que no puedo llevarte allá.

―¿Por qué?

―Nosotras, todas nosotras no estaríamos más contigo

Mis ojos se abrieron ante el terror de aquella posibilidad, temía incluso que Ana desapareciera.

―Matías, hay tantas cosas que no sabes ―dijo mientras tomaba mi mano con total dilección, posterior a ello me miró―. ¿Saber qué?, puedo ayudarte, pero no puedes salir.

―¿Cómo me puedes ayudar?

―No lo sé aún, mi amor, pero apenas tenga una idea te ayudaré… una cosa más, y muy importante.

―¿Qué? ―pregunté sabiendo lo que me diría.

―Esto es entre nosotros, nadie, NADIE. ―Abrió los ojos y al instante los volvió a la normalidad―. Puede saber esto, y por ningún motivo te acerques a la puerta. Ana y Clotilde no pueden sospechar.

―Está bien.

―Adiós, amor, he pasado mucho tiempo acá. ―Besó mi frente y se fue sin antes repetir que buscaría la manera de ayudarme a conocer el exterior sin el peligro de salir.

Me pasé pensando aquel día entero el modo en que tía Matilde pudiera hacer algo al respecto, me inquietaba el modo en que pudiera hacerlo, en especial cuando no fue ella quien se hizo presente durante el día siguiente; su hábil y sutil mente de seguro urdía un perfecto plan para conspirar sin levantar sospechas, en especial de la perspicaz Clotilde.

Al día siguiente se repitió lo mismo, Clotilde bajaba con su acostumbrada prudencia y comenzaba a mojar sus famosas plantas, unas fragantes y otras hediondas como ella. Aunque ya no la odiaba tanto, mantuve mi recelosa distancia y, al verla partir, dejando mis alimentos en la mesa, agradecí no tener que soportarla mientras tragaba; su aspecto dejaba en claro que venía saliendo de un resfrío.

Más tarde Ana llevó los trastes, actuaba rápido sin dirigirme más palabras que unos escuetos “hola” y “chao”. Desapareció casi de inmediato y sentí gran alegría de que aquellas visitas fueran tan breves, sin embargo, la inquietud ante la incertidumbre de la ayuda prometida me estaba matando; si se repetía lo de ayer, Ana me traería comida más tarde y me quedaría pensando en Matilde toda la noche sin lograr conciliar el sueño.

Me quedé a la espera de su llegada, dejé la cama para permanecer en mi habitual escondite. Esos dos últimos días me ayudaron a dejar la culpa atrás; la próxima vez las haría sufrir, esas dos viejas merecían ser torturadas y me daría el gusto de hacerlo, ya que sabía con precisión cuánto aguantaba cada una antes de perder la paciencia, y no iba a permitir que mi espacio oculto corriera el peligro de ser descubierto.

La puerta se abrió un par de horas más, sus pisadas no eran firmes como las de Ana ni temblorosas como las de Clotilde. Como si un alfiler clavara mi trasero, salté disparado del lugar y me dirigí a Matilde con los brazos abiertos y el corazón palpitante. Comprendí entonces que mientras no encontrara respuesta, Matilde no iba a bajar con tal de evitarme una desilusión.

Aparecí de manera intempestiva y ella ahí permanecía de pie, tan contenta, ansiosa y controlada al mismo tiempo, tal cual como lo hacen los padres en navidad al ver la reacción del esperado regalo de sus hijos. No dije una sola palabra, solo sonreí al ver ese rostro.

―Lo tengo, si no puedes presentarte al exterior, te lo traeré al interior.

―¿Cómo?… no comprendo ―dije y Matilde soltó una suave risa.

―Está bien, vendré y te enseñaré a leer, a contar, te haré dibujos y te diré lo que hay afuera. En ese minuto mi corazón se ensanchó de felicidad.

―Pero solo puedes aprender cuando esté yo, porque me llevaré todo.

―¡Oh!, está bien.

―Incluso la lámpara, no podemos hacer nada que despierte sospechas. ―Asintió con la vista fija en mis ojos y cuando respondí del mismo modo continuó―. Conocerás la pluma y la tinta, aprenderás a leer y a escribir ―hizo una pausa―. y a dibujar.

―¡Te quiero tanto, tía Matilde, pero tanto, tanto! ―dije y la abracé, era la única a quien abrazaba.

―Yo también, mi pequeña criatura. ―Besó mi frente.

Agradecí el hecho de haber formado el tacto y la astucia necesarios para poder deducir en quién confiar, en quién no, cuándo hablar, cuándo callar, cuándo aparecer. Para tener un espectro tan reducido de gente conocida hasta entonces, era sorprendente la gran divergencia que mostraban sus personalidades, las que me aleccionaron y desarrollaron en mí aquella capacidad magistral a tan corta edad.

Recostado sobre mi cama, alcanzaba a ver a través de la oscuridad el cóncavo diseño del techo terroso o, más bien, lo trazaba en mi mente gracias a la imagen que la lámpara enseñaba cada vez que bajaba con sus portadoras. Con gran exultación, llegué a pensar que nada importaba entonces, ni siquiera me preocupaba que pasara el resto de mi vida encerrado, en ese minuto no tenía conciencia de la muerte, nunca nadie conocido había fallecido y tenía entendido que al ocurrir eso, uno se duerme, no se vuelve a despertar y luego desaparece con el tiempo.

Antes de caer rendido, presa del sueño, estuve mucho tiempo despierto sin poder evitar cierta ansiedad por la próxima llegada de Matilde, una y otra vez me repetía en la mente: “enséñame, tía Matilde, enséñame todo lo de afuera”. Sin tener plena conciencia de ello, había sembrado la semilla para lo que se vendría.

Catacumba

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