Читать книгу Catacumba - Jorge Rivas Tride - Страница 35

19 de Mayo de 1820. Visita de Otra Era Un rancio hedor me despertó, no era aquella hermosa y misteriosa, mujer estaba claro, entonces pude notar que, en una de las sillas ubicada a los pies de mi cama, permanecía sentada una gran sombra negra que, debido a la oscuridad, apenas lograba distinguir; sin embargo, cuando abrió su boca para esbozar una inquietante sonrisa el brillo de sus dientes se reflejó abriéndose paso.

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―Hola, Matías, me costó llegar hasta acá ―dijo una voz ronca como nunca había oído―. Los sueños son un medio maravilloso para comunicarse y, en verdad, admiro la inteligencia de Matilde, en verdad que la admiro― replicó en un pausado, pero contundente tono agrio.

El pánico me volvió la piel de gallina, tanto así que las protuberancias formaban una textura más pronunciada que aquellas producidas cuando tenía frío o miedo. Me cubrí bajo las mantas y volví a mirar; el olor aún permanecía en el ambiente y la catacumba estaba iluminada por una extraña luz fría y blanquecina casi celeste, que rodeó aquella sombra mientras que la temperatura descendía sin piedad hasta revelar su identidad.

Nunca había visto a alguien así, su cara estaba rodeada de mucho pelo negro que parecía haber escapado de su cabeza, porque estaba calvo, y su piel era estremecedoramente pálida; sus ojos verdes reflejaban una ira incontenible, como si estuviera a punto de explotar en mi contra; las oscuras ojeras bajo sus ojos contrastaban con dicha palidez. Nunca había visto a un hombre, solo a mis tías, a la mujer del sueño y a la otra aparecida que nunca más volví a ver. Mientras permanecía impactado ante lo que estaba presenciando, noté que el visitante se levantaba de su silla y, una vez de pie, descubrí que era más alto, más formado que mis tías; él sí que podría derribarlas de un solo golpe.

―¿Qué quiere? ―pregunté con la voz entrecortada.

―No pienses ni por un segundo que podrás salir de acá ―replicó en el mismo tono a medida que se acercaba a mi cama―. No vas a destruir un linaje que lleva más de doscientos años, tú jamás debes salir de aquí.

―¡Fuera, no! ―Me senté en la cama para aprontarme a la huida, pero su gran mano me retuvo.

―¡Mírame! ―alzó la voz con dureza, yo no podía dejar de ver esos verdes ojos desorbitados. Sin soltarme, continuó―: Tú no vas a acabar con lo que he hecho, soy yo el creador de todo. ―El hombre tenía una nariz delgada, pero prominente de la que sobresalían algunos pelos, sus cejas espesas también presentaban cierta desprolijidad―. Ya han matado a muchos y son muy poco los que van quedando.

De pronto, se quedó paralizado por cinco segundos, pero permaneció sin soltarme el brazo. Su fuerza era notable y, pese a resentir la presión, mi mente estaba aún bloqueada y no me permitía reaccionar. Cuando regresó de su estado catatónico dibujó una diabólica sonrisa con los dientes apretados y comenzó a reírse como un desquiciado; su cabeza comenzó a tiritar con frenesí y fue ahí cuando me percaté que estaba ejerciendo una presión aún mayor en sus piezas dentales.

―¡Basta! ―grité, asustado, pero el hombre negó con la cabeza y continuó en lo que estaba.

Por entre sus dientes emergió un líquido espeso y viscoso como la sangre, pero negro como el alquitrán que a los pocos segundos llenó su boca y se esparció por sus labios. Unos goterones comenzaron a caer mientras sus dientes se hundían poco a poco en sus encías, daba la impresión de que en cualquier comento se iban quebrar, pero no fue así; en un punto medio se detuvieron, no así el líquido de su boca. Dejó de reírse para hablar.

―Me costó encontrarte, pero lo logré gracias a estos. ―Dejó sobre mi mano un par de ojos putrefactos que tenían un leve brillo, mi mano apenas los podía sostener. Algunos de los oscuros goterones que caían de su boca aterrizaron en mi apresado antebrazo; desperté con un agudo grito de horror.

Estaba todo de regreso a la enceguecedora normalidad y me hubiera quedado tranquilo en cama, solo con el pensamiento de ese mal sueño, de no ser porque aquellos ojos aún permanecían en mi mano y su leve fulgor me permitía ver un poco alrededor. Por mi parte, no lograba dar crédito a la aterradora experiencia. Si bien, mis otros sueños terminaban en lo físico al momento de despertar, nunca se habían materializado. Únicamente pude concluir una cosa: o esa persona se había colado y entrado, o su poder era tan grande que podía materializar algunas cosas.

Mi vientre pétreo entorpecía mi respiración, tragué saliva y mi garganta cerrada apenas la dejó pasar, sentía que las funciones de mi cuerpo estaban parcialmente paralizadas y no podía desprenderme de aquellas fétidas cosas que aún sostenía. Cuando tomé por fin conciencia de lo ocurrido, mi primera reacción fue arrojarlas lejos de mi cama, luego me olí la mano y comprobé que el sueño había sido más real de lo que temí y, lo peor, aquellos ojos aún podían avistarse entre la oscuridad con total facilidad como si fueran dos luceros.

Temí por Ana, por Clotilde e incluso por Matilde, si ellas se daban cuenta del hallazgo vendrían golpes, regaños y otras reprimendas; se culparían entre ellas por lo sucedido y quizá Ana dictaría a Matilde la prohibición absoluta de bajar a verme. Me levanté antes de que aparecieran con el desayuno y pensé en enterrarlos en las macetas, no obstante, Clotilde podría hacer uno de sus habituales cambios y quedarían al descubierto. Recorrí la catacumba y pensé en el lado extremo de la pared, lugar donde Ana y Matilde habían chocado en una feroz pelea que confinó arriba a la derrotada por varios días.

Los dejé por encima y di media vuelta sin mirar atrás, solo lo hice antes de girar en dicha curva de la catacumba y ahí estaban, resplandeciendo con la poca intensidad que les quedaban, pero que, en contraste con la oscuridad, era bastante notoria. Por un segundo me odié por haber dado aquella última mirada, pero era necesario, así que regresé y sentí una especie de pánico mientras me acercaba a ritmo pausado, lo atribuí entonces a la angustia de no poder deshacerme de aquello que estaba a poca distancia de mí, peor aún, aquello que estaba atrapado en el mismo lugar donde estaba yo. Con el palo que escondía en mi lugar oculto, comencé a picar el suelo en una esquina, al inicio me costó un poco, pero al final la tierra cedió para que pudiera ocultar la evidencia, “menos mal no trajo un caballo”, pensaba al minuto que lo hacía. Cuando me desplazaba o giraba, las luces me distraían, me daba la sensación de que se movían por cuenta propia y el terror junto a la desesperación por desparecerlos cuanto antes, se apoderaron de mí. Aquellos ojos, prácticamente me estaban mirando y eran más grandes que los de una persona. Cuando estaba todo listo, los miré con asco; como no quería volver a tocarlos, me ayudé del palo para desplazarlos hacia el hoyo que de inmediato cubrí con tierra y presioné esta con mi pie. Mi calma regresó cuando no quedó señal alguna de su inquietante brillo.

Mi mano todavía apestaba, me fui a las hierbas de tía Clotilde y las hojas de las mentas fueron las primeras en ser aplastadas, luego fue el turno de las lavandas, después un pequeño romero y al final acudí incluso a un narciso, sin embargo, cualquier cosa que mitigara esa putridez se agradecía.

Había un poco de agua en la mesa por si me daba sed, usé un poco para lavarme las manos y, aunque se había mitigado, todavía quedaba una estela de aquel mal olor. Pronto bajó Clotilde con las cosas, se sentó y esperó que comiera mi desayuno.

―¿Qué pasa?, dijiste que podías comer solo ―preguntó.

―Tía, hoy quiero que tú me des con tus manos… ¡Estoy regalón! ―Ni yo me creía eso, porque obviamente no iba a tocar los alimentos con mis manos, al menos no durante ese día.

―Por Dios, Matías. ¿Quién te entiende?

Traté de mantenerla por más tiempo conmigo, pero como solía ocurrir, llegó el momento de estar solo, no obstante, antes de que se fuera le dije: “Tía Clotilde, hoy me quiero bañar, por favor”, pero se fue de todos modos y tras su desaparición el miedo retomó su lugar. Mientras permanecía sentado en mi cama, la inquietud seguía atormentando mi mente; esos ojos estaban aún allí, por más que hubieran salido de una pesadilla, entonces se podría decir que aquel hombre era real también.

Poco a poco, aquello se transformó en una obsesión, quizá era un regalo para poder ver, como lo hizo Matilde al darme la lámpara, pero él la conocía, había su nombre, todos querían que me quedara ahí, todos, excepto la mujer de mis sueños. De inmediato recordé el collar y lo relacioné con la bella luz blanca que rodeaba su figura, quizás aquellos luceros me sirvieran para verla, como un resorte salté de la cama y fui a contemplar el preciado objeto.

Cogí la cadena y el palo, luego caminé cuatro metros hacia la esquina y escarbé. Traté de sacarlos junto al montón de tierra para no tocarlos y ahí estaban, les soplé la tierra y noté que su brillo era más tenue, pero de igual modo me sirvieron y pude al fin contemplar aquella imagen una vez más. Cada detalle de sus facciones estaba perfectamente plasmado y mientras las contemplaba noté una textura especial, era un grabado en el borde, una palabra de cinco letras que comenzaba con una cuya pronunciación no recordaba; durante varios minutos traté de hacer memoria mientras repasaba el abecedario en voz baja y noté de pronto que la luz comenzó a menguar. Empecé a tener dificultad para distinguir la imagen hasta que por fin pude recordar qué letra era debido a lo que me había dicho aquella mujer, pues me había prohibido hablar de lo que había visto y del lugar al que me había llevado; en otras palabras, yo debía ser mudo al respecto: “la H, la letra que no se pronuncia”, susurré, luego seguí leyendo las otras cuatro que la sucedían y verbalicé “elga”, aquella grabación tenía entonces el nombre de Helga y así descubrí cómo se llamaba la misteriosa mujer que me visitaba.

Pero me acechó el pánico una vez más cuando noté en mi brazo, producto del apretón que me había dado aquel hombre, unos moretones y unas tenues marcas color ocre, vestigios de aquellas negras gotas que su boca derramó sobre mí. Mi respiración se entrecortó y, sin creer lo que veía tatuado en mi piel, acerqué mi antebrazo a la luz, pero al poco instante lo globos oculares perdieron su fulgor por completo y tras ello los enterré para siempre.

Catacumba

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