Читать книгу Catacumba - Jorge Rivas Tride - Страница 33

Valparaíso, Agosto de 1903 – EL PRESENTE No me canso de mirarlo a través de mi ventana cuando se oculta en el mar y deja el horizonte con ese vigoroso color anaranjado, no me aburro de ir a la plaza para recibir su calor y luminosidad. Cuando joven aprovechaba los momentos de descanso y ahí, sobre la cubierta, me henchía de toda su energía mientras me acariciaba la brisa marina, y pareciera que ese hábito me hubiera otorgado beneficiosos frutos para mi salud, puesto que todos mis compañeros de entonces hoy están fallecidos. Claro está que considero al verano y a la primavera las más bellas estaciones del año, en las que aquella fuerza vital se hace presente por más tiempo y con mayor intensidad; en verano por su calor, y en primavera porque las calles se repletaban de aquellas maravillosas flores silvestres que adornaban todo con mi color favorito, el amarillo, y los niños jugaban con ellas para ver su suerte: “Me quiere, mucho, poquito, nada”. Soy un agradecido de haber accedido a su presencia, porque pese a su negación durante gran parte de mi niñez, el resto de mis años fue compensado con creces.

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A mediados de marzo, me encontré una grata sorpresa mientras caminaba por las calles de Valparaíso. Una de las casas tenía un amplio patio con muchos árboles frutales, entre ellos, rojas manzanas, naranjos y limoneros que de seguro en invierno darían frutos. También tenía algunos perales, pero justo cerca de la puerta principal, se presentó imponente un gran árbol repleto de hermosas y rojas granadas, muchas de ellas de aspecto jugoso y sabroso al estar partidas a causa de la madurez y la exposición al sol. Hacía años que no veía una y, por ende, me quedé contemplándolas hasta que vi salir a un hombre de la puerta; me sentí intimidado, pensé que el dueño me creería un ladrón o un vago, pese a que siempre me he vestido de manera impecable, hábito formado gracias mis años en el barco. Cuando me animé a la retirada, este me habló en un tono amable.

―¿En qué le puedo ayudar, buen hombre?

―¡Disculpe, no quise molestarlo!, es que estaba admirando lo lindas que están esas granadas.

―Tranquillo, hombre, llévese unas cuantas, acá se dan muchas y lamentablemente se pierden. Estamos hasta el cuello.

―Se lo agradezco, si no es molestia, porque hace tantos años que no veo una y de niño era mi fruta favorita.

―¿No ve? ―se dirigió a su mujer―. Dolo, trae una bolsa para que el señor se lleve unas granadas.

A los pocos segundos, la aludida salió de la casa con lo pedido por su marido y me saludó a la distancia.

―Hola señor.

―Hola, le doy las gracias, dígame, ¿cuánto es? ―Me llevé las manos al bolsillo para pagar, aunque fuera un poco.

―No se moleste, por favor, llévese muchas, es una pena que se pierdan ―respondió.

Esa tarde, en casa, me deleité con el dulce sabor de antaño. Mis labios y encías se tiñeron de rojo al instante y pensé en el triste hecho de que a esas alturas de mi vida hubiera encontrado en esa familia una linda amistad, que por mi estado de salud no duraría. Esperaba al menos pasar una navidad y un año nuevo con ellos.

Catacumba

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