Читать книгу Catacumba - Jorge Rivas Tride - Страница 34
12 de Mayo de 1820. Luna Nueva Una vez más, tuve la satisfactoria visita de aquella mujer, quien me llevó de nuevo a la superficie para contemplar el estrellado cielo en el que estaba estampada la luna, que lucía muy diferente a la recordada en mi anterior experiencia onírica. Al pensar en ello tomé conciencia de que, además, de estar en un sueño, los recordaba y relacionaba como si fueran sucesos reales ya vividos, era algo similar a estar en un universo paralelo.
ОглавлениеLa luna prácticamente había desaparecido, esta vez se veía debilitada, de un color azul casi transparente, aun así, seguía siendo hermosa. Sentí una vez más el viento suave en la cara y el pasto tan blandito y agradable que me despojé del calzado para sentirlo bajo mis pies. Mientras seguía a la mujer, veía cómo el largo cabello le caía por la espalda. De repente, entre los árboles, descubrimos un espacio libre y, cual hada nocturna, corrió ligera como una gacela justo en medio del lugar. Me detuve en la periferia para observarla iniciar una bella danza y permanecí varios minutos hechizado por tan sublime espectáculo, no quise interrumpirla, pero volví en mí.
―¿Qué haces? ―pregunté al fin.
―Celebrar la luna nueva y te quise invitar ―respondió sin cesar su baile.
La dulce sonrisa en su rostro reflejaba pura felicidad, y el firmamento se rendía ante sus gráciles movimientos; la luna parecía corresponderle y le mostraba su gratitud al enfocarla solo a ella, pese a la poca luz que podía otorgar en ese entonces.
De pronto, comenzó a girar sobre un punto fijo, parecía más ligera cuando demoraba en aterrizar y, por cada salto, se elevaba más y más mientras giraba suspendida en el aire, haciendo que el viento y sus movimientos alborotaran su cabello; sin embargo, mayor fue mi sorpresa al notar que sus pies ya no tocaban el suelo y de ese modo comenzó a ascender y a alejarse. Por cada salto se apartaba de mi lado y salía del lugar con la misma ligereza bajo una luna que no la alumbraba como hacía poco, de ese modo, se dirigió al espeso bosque. Angustiado, la seguí, pero no lograba alcanzarla y con cada impulso la distancia se hacía cada vez mayor.
―Aún no puedes, pero no importa lo que suceda, cuando sea el tiempo debes salir ―dijo sin dejar de hacer su repetida rutina.
―¡Quiero salir de día y ver el sol! ―grité al verla tan lejos y pequeña.
―Aún no puedes, pero cuando lo hagas, todo lo que te retiene desaparecerá ―respondió hasta perderse en la nada, entre giros, el cielo y la noche.
Me quedé entonces contemplando el paisaje estrellado y, confiado en el pasto, me dejé caer sobre él; estaba húmedo y desde ahí respiré con profundidad, miré al lado y arranqué una de las flores que llamó mi atención, era tan delicada y frágil que el brusco movimiento del corte la desintegró de manera parcial y la hizo botar algunas de sus partes, entonces me animé a soplarla por instinto y el tallo quedó sin esas pequeñas partículas de color blanco que, por lo que alcancé a ver debido al tenue resplandor lunar, se esparcieron alrededor y demoraban en aterrizar.
No podía dejar de admirar el espacio libre y la inmensidad que inundaba todo. Luego de estar tendido, caminé sobre la blandura del pasto húmedo y silvestre en dirección a donde había desaparecido la mujer, así di con otras flores que ya conocía; los narcisos estaban ahí, erectos, con su amarilla corola y blancos pétalos al lado de otras flores aún más grandes que una vez vi de la mano de Clotilde y supe de inmediato que eran calas. Quedé ubicado entre dos árboles y muchos más arbustos que me guiaron hacia pastizales más altos y frondosos. Continué mi expedición hasta llegar a un río, mis pies quedaron mojados al instante que me acerqué y observé esa agua que corría haciendo un ruido agradable por el que me sentí invitado a entrar, no obstante, dada la fuerte corriente, llegué solo hasta la cintura, me di media vuelta y salí empapado. Noté una vez más, el radiante blanco de otros narcisos que estaban en la orilla, cogí uno y, pese a que su olor no me agradaba en absoluto, siempre me causaba cierta obsesión sentir su aroma. Lo llevé a mi nariz e inspiré con los ojos cerrados, para mi infortunio, una de las semillas de aquella flor que se disipaba por los aires había quedado en mi mejilla y, sin advertirlo, ingresó a una de mis fosas nasales.
Desperté con fuertes estornudos que no lograba controlar, sentía que me estaba ahogando y resoplaba mi nariz con fuerza. Cuando logré calmarme, tomé conciencia de que estaba en mi cama y, al llevarme una vez más la mano a la cara, noté la suavidad de aquella etérea flor que nunca había observado ahí abajo y la pasé un rato entre los dedos, sorprendido de que aquel objeto se hubiera pasado de un sueño a la realidad, sin embargo, al meter la mano bajo la cama me di cuenta de que durante la noche me había orinado. “Qué vergüenza cuando vengan”, dije en voz baja, porque mucho tiempo atrás había solucionado mi problema y ya tenía siete años.
Ana bajó esa mañana con el desayuno, observó la cama deshecha y yo vestido.
―¿Qué pasó acá? ―preguntó acercando la lámpara.
―Tía, me hice pipí.
―¿Pipí? ¿Volvimos a lo de antes?
La mujer movió la cabeza con un gesto de desaprobación, pero no estaba de ánimos para ejercer más violencia ni reprimendas. Bebí el desayuno con rapidez y ella se fue con las sábanas inmundas para bajar con otras.
Por supuesto, antes de almorzar me gané un intenso baño con ella, pero era algo que había asumido al minuto en que Ana vio todo. Aun así, agradecí la sensación de limpieza que mi cuerpo tenía.
―Ayúdame a hacer la cama por lo menos―reclamó.
―Sí, tía.
Si no había recibido la tunda correspondiente, al menos debía ayudarla a hacer la cama, por ello puse todo el entusiasmo; para que pudiera notar mi arrepentimiento.
―Quizás extrañas a Matilde, le diré que venga, pero no te acostumbres.
Aquel fue el regalo más maravilloso que me pudo haber dado. Sin dejar de cumplir su promesa, durante los días venideros vi a tía Matilde al menos una vez cada tres días, y estaba preparado para esperarla y sacar el máximo provecho de su presencia. Repasamos los números, las letras y la escritura, y ella corroboró, después de mucho tiempo, mi retención del aprendizaje.
Eran tan pocas las veces que se le permitía bajar, que yo sentía la fuerte necesidad de explotar y contarle en detalle los maravillosos sueños que tenía acerca de aquella mujer, cuya imagen permanecía protegida dentro del medallón de plata, pieza que, por accidente, Clotilde dejó bajo mi cama. Pero cuando iba a hacerlo ella lo presentía de manera casi mágica y me paralizaba con una mirada seria, esos ojos decían: “Ni lo menciones”, por lo que me veía obligado a refrenar mi lengua con presteza antes de cometer algún error estúpido, como había ocurrido con la lámpara.
Tenía dos fuertes razones para no aclarar las dudas: una, era la petición de aquella visitante nocturna que me regalaba esas maravillosas experiencias oníricas; y dos, si tía Matilde hubiera manipulado de alguna manera el modo de cumplir mis anhelos, aun desobedeciendo las reglas de Ana poco después de haber recuperado una fracción de su confianza cuando ambos nos encontrábamos en una situación de vigilancia, se exponía a grandes peligros y reprimendas, y dentro de ellos la posibilidad de perderla de manera definitiva y no volver a verla era alta.