Читать книгу Catacumba - Jorge Rivas Tride - Страница 30

12 de Junio de 1812 ―¿Qué mierda significa esto? ―gritó Ana haciendo retumbar con un fuerte eco las paredes de la cueva, sus ojos que ardían en llamas armonizaban con su desfigurado rostro.

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―Ana, ¿qué haces despierta? ―dijo Matilde aterrada y sorprendida al verse descubierta por su hermana, quien se presentaba escoltada por Clotilde y Graciela.

―¿Cómo pudiste?, sabiendo que estamos más debilitadas, ¿y ahora qué? Si nos descubren nos matarán de inmediato, sin dudarlo. Justo en el momento más difícil haces esto ―dijo Ana con una voz pausada y llena de rabia que aumentaba su volumen de manera exponencial.

―Fue la voluntad de Helga ―replicó Matilde con un nudo en la garganta perceptible en su voz.

―Ella sola no decide esto, y lo sabes, ninguna de nosotras decide esto sola ―forzaba su garganta mientras mantenía los dientes apretados―. Cometiste un error estúpido ―dijo mientras apuntaba su larga uña al rostro de la acusada.

―Ana, no tiene caso, ya está hecho ―dijo Clotilde.

―Pásamelo, lo haré yo ―dijo extendiendo aquellos brazos que terminaban en esas garras temblorosas por la ira― ¡Pásameloooooo! ―su garganta carraspeó con mayor gravedad y sus ojos empequeñecidos se vieron completamente blancos al quedar cubiertos en su parte superior por el marcado entrecejo. En contraste con su colorado rostro, aquello le dio una aspecto demoniaco y aterrador que heló la sangre de todas las demás.

―¡No! ―respondió Matilde.

―Ana, no tiene sentido ―replicó de inmediato Clotilde para evitar una catástrofe.

―Señora ―dijo Graciela y cerró su boca de inmediato apretando los labios.

―¿Queeeeé? ―preguntó mientras gritaba otra vez con aquel furioso tono carraspeado sin dar crédito a la negación de Matilde.

―Ana, escucha lo que dice Clotilde, ya pasaron los siete días, a estas alturas no tiene sentido ―replicó Matilde en tono de súplica con Matías en su regazo. De repente, en un acto temerario, cambió su postura y con una mirada desafiante se dirigió hacia Ana―. Sabes bien que debemos cuidarlo, ocultarlo y su muerte debe ocurrir de manera espontánea, ¿acaso olvidaste eso? ―Levantó las cejas al realizar esa última pregunta.

―¡Te mato a ti! ―gritó Ana abalanzándose en contra de Matilde.

Clotilde intentó frenarla, pero todo resultó en vano, parecía un muñeco arrastrado del brazo por su hermana menor; terminó en el suelo para luego fracasar en el intento de coger su pie. Matilde, por su parte, reaccionó con rapidez y dejó con cuidado al bebé para enfrentarla por primera vez en su vida, ambas mujeres de fuerte contextura chocaron en una pelea feroz, Ana intentaba alcanzar a Matías y Matilde lo impedía con la misma intensidad, de ese modo, quedaron tomadas de los antebrazos, lo que reflejó en sentido figurado, un enfrentamiento de polos opuestos: Ana/Matilde; aries/libra; marte/venus; guerra/paz.

Ana, sorprendida ante aquella rebeldía que Matilde jamás había mostrado, medía sus fuerzas físicas ante un verdadero tanque; como era de costumbre no iba a dejarse doblegar ante ella, su impulsividad en el actuar la obligó a caer en esta situación de matar o morir, a estas alturas no importaba la vida de Matías, ya que, por el plazo, el sacrificio quedaba sin efecto. Clotilde logró levantarse pesadamente del suelo con las rodillas ensangrentadas e inmundas de tierra y tomó al lactante que no paraba de berrear en sus brazos, caminó agachada en la oscuridad, Graciela le extendió su mano y la guio a un lugar seguro donde quedaron los tres resguardados en una esquina, mientras que la fuerte lucha continuaba ante la débil luz de la única vela que soportaba el triple candelabro.

El delgado, alto y atlético cuerpo de Ana superaba por muy poco al de Matilde, quien comenzaba a resentir la fuerte presión ejercida en sus brazos y que minutos antes había ignorado a causa de la adrenalina. La batalla se terminó por definir cuando la resistencia de Ana no se doblegó como la de Matilde y esta última cayó hacia atrás sobre una silla que terminó destruida, pero el potente fuego de Ana estaba lejos de extinguirse, se arrojó sobre ella y hundió sus largas uñas en el cuello de su presa, la fuerte presión que había dejado sus brazos morados, ahora le quitaba el aire. Matilde no lograba zafarse y, por más que quisiera sacudirse, las manos de Ana no se movían un centímetro, como si hubieran sido atornilladas a ese cuello.

―¡Ana, para, por favor! ―suplicó Clotilde desde la penumbra.

Pero Ana no estaba dispuesta a escuchar, parecía haber perdido la consciencia de su ser, era como si hubiera estado poseída, invadida de rabia hasta la última célula de su cuerpo. Matilde sintió que sus oídos comenzaban a taparse, su visión se nubló y poco a poco comenzó a perder la consciencia hasta irse a negro.

―Tú cortas, hija mía, tú decides las cosas cruciales. Ana puede mandar y organizar todo como quiera, pero tú eres el aire que piensa, juzga y corta.

―No te entiendo todavía papá ―dijo la niña Matilde ante un comprensivo padre, quien decidió explicar algo más fácil para una niña de su edad.

―Debes cuidar a Helga, ella es la menor y necesitará de ti ―respondió Dante en un tono dulce, pero firme. Le tomó el mentón y miró a los ojos―. Más te vale que lo entiendas cuanto antes, ya tienes seis. Y si una comete un error, todas morirán.

“…Morirán”, fue la palabra que regresó a Matilde de su recuerdo, aún tenía su cuello presionado, pero con menor fuerza debido a que Clotilde, en un desesperado gesto de hacer recapacitar a Ana, la golpeaba repetidamente en la espalda con la pata de la destruida silla. Graciela, por su parte, no intervino y se limitó a coger en sus brazos al lactante que seguía con sus alaridos.

Sin advertirlo, Ana soltó a la derrotada mujer y se levantó de manera torpe entre tambaleos, Clotilde dejó de golpearla y sostuvo el madero con fuerzas para defenderse en caso de que Ana arremetiera en su contra, pero esta no reaccionó; una vez que se hubo incorporado, se quedó ahí, parada e inmóvil como un zombie y observó de manera detenida a Matilde, quien poco a poco regresaba de su desvanecido estado. De inmediato se levantó, su cuello delató las evidentes marcas rojas que de seguro en la mañana siguiente pulularían entre el púrpura, el café y el verde. De ese modo se dio por terminada la primera batalla entre las dos hermanas, una épica pelea que no había sucedido ni siquiera cuando eran niñas, en gran parte por respeto y cierto temor a su padre, a quien honraron hasta el último día de su vida.

Matilde se dirigió hacia Graciela, cogió a Matías en los brazos y le agradeció a la aterrada mujer haberlo protegido, luego agregó “Adaptaremos el lugar, mañana mismo empiezo”, miró a Ana cuyos ojos que estaban más calmos, pero seguían aterradores ante la frágil luz de la vela. Clotilde asintió y con ese gesto asumió la nueva vida que iban a tener, como iban a funcionar las tres madres.

A medida que lo acomodaba para dormir, regresaba en su mente el pasado que recién había visitado gracias al desmayo. Pensó en las palabras de su padre durante aquella conversación que tuvo con él a solas y esbozó levemente una sonrisa: “Tú cortas hija mía, tú decides las cosas cruciales. Ana puede mandar y organizar todo como quiera, pero tú eres el aire que piensa, juzga y corta”. “Debes cuidar a Helga, ella es la menor y necesitará de ti”, estaba satisfecha de haber cumplido su parte. Pero poco le duró la alegría: “Y si una comete un error, todas morirán…, todos moriremos quemados”.

Mientras Ana se retiraba, temió por ella misma al pensar en lo fuerte que era Matilde, y consideró que debía pensarlo dos veces antes de volver a atacarla con tanta vehemencia, ya que, de presentarse otra situación similar podría ser derrotada y, de ser así, perdería el respeto y miedo que ella usaba como arma de poder.

Catacumba

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