Читать книгу Catacumba - Jorge Rivas Tride - Страница 27

Reivindicándome con Tía Clotilde El incómodo silencio invadió el cuarto y, lo que era peor, hacía más ruido en mi cabeza. La cama temporal se hallaba en el suelo, mañana de seguro sería reemplazada como ocurrió con las dos sillas y la mesa, donde Clotilde puso una pequeña fuente con una crema verde y semillas de color café; tenía un olor pestilente, pero según ella, era lo mejor para lograr una rápida mejora.

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―Tía Clotilde, ¿por qué le dijo a tía Ana que recordaba que usted quedó así?, ¿cómo? ―pregunté al fin

Clotilde, ya lastimada, comenzó a llorar sin lograr contener sus lágrimas, levantó la mano para pedir que me detuviera de hacer más preguntas y terminó acariciando mi cabeza; verla así me provocó el llanto y una gran culpa.

Tenía muchas más dudas y aún muchas preguntas más por hacer a Matilde, pero de seguro Ana no permitiría que bajara por mucho tiempo, quizá jamás la iba a volver a mandar a verme, era muy probable que esa fuera la última visita que me haría. A lo mejor ella también estaba enojada conmigo, porque al desobedecerla se sentía traicionada y no me querría ver nunca más, ni siquiera se pudo despedir, no me di cuenta cuándo salió de manera abrupta junto con las demás. Cuando pensé aquello también me desbordé, con tal sentimiento, que el llanto infantil sonó por todo el lugar. Clotilde, al pensar que lloraba por ella, y que en parte era cierto, me abrazó con dulzura y quedamos así por uno o dos minutos, fue el momento más humano y cercano que recibí de su parte.

Al día siguiente, mi herida estaba mágicamente sana en un noventa por ciento. En el lugar donde ayer la carne latía viva, ahora se mostraba la piel con superficie enrojecida y un poco hinchada. Clotilde bajó con el desayuno, revisó la herida y, satisfecha, sonrió mostrando su deforme dentadura. “Te dije que iba a resultar”, de inmediato volvió a cubrir con otro poco de crema. La satisfacción que generaba la eficaz medicina me ayudó a soportar el hedor de la pomada y traté de ignorarlo mientras engullía con entusiasmo el pan con mantequilla y la leche; no pude evitar volver a abrazarla: “Te quiero mucho, tía Clotilde”, le dije y ella, complacida, respondió que también me quería.

Hoy ni rastros de aquel suceso quedan en mi brazo; sin dudas ella era quien manejaba a la perfección las artes de la naturaleza, su elemento era la tierra.

Durante la segunda visita, Ana y Clotilde bajaron con el almuerzo y, antes de comer, armaron la cama en un santiamén. Ana dio las órdenes, como siempre, y Clotilde se mantuvo distante, supuse que temía correr la misma suerte que mi querida tía Matilde, cuya ausencia comenzaba a preocuparme, pero no me atrevía a preguntar.

Catacumba

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