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4. La cobertura europea
ОглавлениеEn contraste con lo sucedido en el escenario de la Gran Recesión, cuando tanto el BCE como la Comisión Europea tardaron en asumir la hondura de la crisis y adoptar medidas consecuentes, ahora tanto la autoridad monetaria –tras una tibia fase inicial– como el órgano que encarna el poder ejecutivo en la Unión Europea –tras una primera etapa poco resolutiva– han dado pasos firmes, mostrándose abiertamente beligerantes frente a la crisis. Más aún, puede decirse que casi todo el entramado institucional de la Unión Europea con competencias financieras participa en ese empeño.
De entrada, la Comisión Europea procede a sancionar la adopción de las medidas de apoyo público a empresas y trabajadores, al autorizar a todos los Estados miembros el abandono temporal de la disciplina fiscal a la que están sujetos, a la vez que asume el compromiso de ser flexible con los ajustes fiscales durante un tiempo. Debe subrayarse que tal reacción contrasta enteramente con la que la Unión Europea afrontó la Gran Recesión, cuando la respuesta fue austeridad y recortes del gasto público, aunque es cierto que ambas situaciones –Gran Confinamiento y Gran Recesión– presentan marcadas diferencias en su gestación y en sus componentes (Recuadro 3).
Recuadro 3
EL GRAN CONFINAMIENTO FRENTE A LA GRAN RECESIÓN
España, como otros países desarrollados, ha vivido en poco tiempo dos recesiones de gran relieve, la denominada Gran Recesión, que tuvo lugar entre 2008 y 2013, y el Gran Confinamiento, provocado por la COVID-19. Se trata de dos recesiones completamente diferentes y que las autoridades han combatido con distintas armas, aun cuando comparten los rasgos comunes a toda recesión.
La Gran Recesión fue una crisis financiera, derivada de un exceso de endeudamiento del sector privado, familias, empresas no financieras y bancos. Este exceso de endeudamiento se originó principalmente por una descontrolada expansión de activos financieros con base hipotecaria, emitidos por los bancos o por entidades de inversión creadas directa o indirectamente por ellos. La demanda de estos activos creció exponencialmente, incrementando sus precios y generando una burbuja inmobiliaria muy sensible a subidas en los tipos de interés –que tienden a reducir el valor de los activos–, la disminución en el precio de los inmuebles o el aumento de la morosidad en el pago de las hipotecas de las personas con menor renta. Como ha señalado un gran conocedor de la economía financiera, Hyman Minsky, cuando se genera una burbuja, la inversión en los activos se hace relativamente independiente de su rentabilidad, siendo solo sensible a su revalorización, y alerta a cualquier variación de esta.
La desaceleración de los precios de los inmuebles y el aumento de la morosidad en las hipotecas de la población con menor renta ocasionó una considerable falta de confianza en esos activos, que condujo al desplome de su valor, afectando negativamente a los balances de los bancos estadounidenses. La quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008 hizo que la desconfianza se dirigiera hacia los bancos, obligando a las autoridades estadounidenses a rescatarlos.
A partir de ese momento, los mercados financieros de todo el mundo se cerraron, de forma que aquellas entidades financieras, como las españolas, que habían financiado gran parte de la demanda de crédito hipotecario endeudándose en los mercados financieros mayoristas, se quedaron sin posibilidades de refinanciar las inversiones que habían cubierto con ellos. Este hecho trajo consigo dos efectos: por una parte, la paralización de la inversión inmobiliaria, que en España tuvo un efecto de arrastre muy negativo sobre la producción y el empleo, dada la desmesurada dimensión que había adquirido en los años anteriores; por otra parte, la contracción del crédito de los bancos, con el fin de equilibrar sus balances, algo que afectó a la supervivencia de muchas empresas y a sus tasas de inversión.
La desaceleración económica llevó a las empresas a ajustar sus plantillas y a reducir sus inversiones. Las amenazas de paro o de ajustes salariales, y las pérdidas de valor de sus activos inmobiliarios indujeron también a las familias a tratar de aumentar sus niveles de ahorro, reduciendo su consumo.
En definitiva, la Gran Recesión fue el fruto de los excesos de endeudamiento de los agentes económicos, que debieron ajustar sus posiciones patrimoniales para que de nuevo el consumo y la inversión pudieran crecer, y el empleo con ellos.
En cambio, la recesión creada por la COVID-19 no tiene su raíz en ningún desequilibrio económico. El consumo y la inversión han disminuido por la súbita paralización de las actividades productivas y el confinamiento de las poblaciones en sus casas. La caída de la oferta y la demanda ha sido, por eso, simultánea y abrupta.
La corrección de los desequilibrios financieros que justificaron la Gran Recesión exigió tiempo para que bancos, empresas y familias aminorasen sus deudas, en un marco de restricción financiera. Muchas pequeñas empresas desaparecieron porque no pudieron obtener créditos de unos bancos endeudados, ni auxilio de un sector público que no debía ni podía contribuir a un mayor endeudamiento de la economía.
En cambio, si no se prolonga más allá de lo esperado hoy, la crisis de la COVID-19 no debería exigir grandes ajustes en los balances de los agentes económicos, salvo en el caso del sector público, que recibirá la asistencia de las instituciones comunitarias. Por esta razón, cabe esperar una recuperación más rápida.
Muy diferente ha sido, en fin, la respuesta de la Unión Europea en una y otra crisis. En la Gran Recesión se optó por forzar la austeridad, provocando recortes en servicios públicos y bienes preferentes, con marcado reflejo en los niveles de desigualdad dentro de los países más afectados. Y solo se produjo un giro radical en la actuación del BCE algo después de asumir Mario Draghi su presidencia, en el último trimestre de 2011. Ahora, por el contrario, la Unión Europea ha optado por aliviar al máximo los efectos que sobre las economías ha provocado un factor exógeno a ellas, facilitando la expansión del gasto público y articulando propuestas para la recuperación, primero, y las reformas estructurales, después. La resuelta actuación del BCE, desde temprano, y de la Comisión Europea, con posterioridad, marca en este sentido una honda diferencia con lo acontecido diez años antes. Con resultado final que revela igualmente un claro contraste: Europa necesitó siete años para recobrar el PIB tras la Gran Recesión, y la previsión es que ahora lo consiga en solo dos (en 2022).
Por su parte, el Banco Europeo de Inversiones (BEI), de titularidad conjunta de los países que forman la Unión Europea, articula sin tardanza un programa, por valor de 220.000 millones de euros, dirigido a facilitar la liquidez de las pequeñas y medianas empresas, garantizando los préstamos que estas reciban.
A su vez, el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), organismo intergubernamental creado por el Consejo Europeo en 2011, ha dotado con 240.000 millones de euros un fondo para agilizar la compra de material médico y la ampliación del equipamiento sanitario en los diferentes Estados miembros.
También sin tardar se aprueba el programa específico de la Comisión para apoyar, una vez desencadenada la emergencia, los seguros de desempleo nacionales (SURE, por sus siglas en inglés: Temporary Support to Mitigate Unemployment Risks in an Emergency), con una dotación de 100.000 millones de euros.
Con todo, son las actuaciones del BCE las que han resultado más decisivas a partir del final del mes de marzo de 2020. Eso aconseja relacionarlas aquí con cierto detalle. Convencido, visto lo ocurrido en la Gran Recesión, de que el inevitable deterioro de las finanzas públicas ocasionado por la pandemia acabaría poniendo en cuestión la capacidad de pago de algunos de los países de la Eurozona y con ello sus primas de riesgo, el BCE no solo amplia la potencia de fuego de los programas de compras de títulos ya existentes, sino que pone en marcha un nuevo programa de compras de Emergencia frente a la Pandemia (PEPP por sus siglas en inglés) por un importe de 1,3 billones de euros. Y tanto o más importante: tales compras se realizan con flexibilidad, esto es, adquiriendo más bonos de aquellos países (España e Italia, por ejemplo) que más lo necesiten.
Para garantizar el mantenimiento de los flujos crediticios en la Eurozona, el BCE ha aumentado asimismo considerablemente el volumen de fondos puesto a disposición de las entidades bancarias, relajando además los requisitos en materia de colaterales o garantías exigidos como contrapartida a la citada provisión de liquidez. Igualmente, el supervisor ha permitido a las entidades bancarias operar con niveles de capital inferiores a los exigidos normalmente. Se trata en definitiva de liberar recursos, bien para absorber pérdidas, bien para conceder préstamos.
Por último, ante la incertidumbre existente sobre la duración y la intensidad de la crisis actual, el BCE ha recomendado explícitamente a los bancos que en sus estimaciones de pérdidas esperadas sobreponderen las perspectivas a largo plazo. Y, en la misma línea, ha flexibilizado la forma de contabilizar los créditos dudosos, retrasando así la constitución de las obligadas provisiones.
Más aún, volviendo a poner ahora el foco en la Comisión Europea. Una respuesta solidaria y eficaz exige también de algún instrumento de mutualización de la deuda pública de los Estados miembros, es decir, de asunción colectiva de una parte del endeudamiento de estos, de forma que ninguno sobrepase límites que pudieran obligarle a aplicar costosos programas de consolidación fiscal. Esta solidaridad se fundamenta en los beneficios que todos los países perciben de la Unión Europea, también los más reticentes a dicha mutualización, hay que señalarlo.
Pues bien, consecuentemente con tal planteamiento, la Comisión, además de impulsar los programas antes citados, ha aprobado el proyecto del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia para Europa –Next Generation EU– (véase el Recuadro 4). Es un ambicioso plan en dotaciones materiales y sobre todo cualitativamente, al suponer un avance sustancial hacia una política fiscal común, objetivo largamente anhelado en el proceso de construcción europea. Inspirado por Alemania y Francia, se propone apoyar a los países más dañados por la pandemia, no solo con préstamos sino también con subvenciones, para ahorrarles una crisis de deuda, además de reforzar la competitividad del conjunto de la economía europea, y fortalecer la cohesión interna. La financiación de tal fondo se hará a través de deuda común emitida por la Comisión, pudiendo constituir un precedente decisivo hacia la Unión Fiscal: un instrumento excepcional de financiación que sitúa a la Unión Europea a las puertas de un momento crucial de su historia.
Señala, pues, una dirección del todo esperanzadora, particularmente para los países más directamente beneficiarios, con Italia y España a la cabeza. Queda, no obstante, por ver si su cuantía será suficiente para recuperar la economía europea e impulsar su transformación con la necesaria ambición, buscando mayor resiliencia y competitividad. La sospecha de que podría no serlo proviene del marcado contraste que ofrece el ambicioso plan de ayudas puesto en marcha ya en 2021 por la nueva Administración norteamericana, presidida por Joe Biden. Se trata de un nuevo plan que añade 1,9 billones de dólares a los 900,000 del primer plan aprobado en 2020 bajo la presidencia de Donal Trump. Y aún está en marcha, pendiente de tramitación y aprobación, un nuevo programa de infraestructuras inicialmente valorado en 2 billones de dólares más. Europa se juega su futuro si no avanza en la integración y la solidaridad de sus economías.
Recuadro 4
EL PLAN DE RECUPERACIÓN PARA EUROPA
El 27 de mayo de 2020, la presidenta de la Comisión, Úrsula Von der Leyen, presenta ante el Parlamento Europeo la propuesta de creación de un Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia para Europa, bajo el título Next Generation EU, concebido como impulso temporal extraordinario frente a la crisis económica inducida por la pandemia de la COVID-19. Su objetivo específico es la recuperación económica pero también la transformación a largo plazo y la resiliencia de las economías. En palabras literales de la Presidenta: el plan de recuperación convierte el enorme desafío al que nos enfrentamos en una oportunidad, no solo mediante su apoyo a la recuperación sino también invirtiendo en nuestro futuro: el Pacto Verde Europeo y la digitalización darán impulso al empleo y el crecimiento, a la resiliencia de nuestras sociedades y a la salud de nuestro medio ambiente. Este es el momento de Europa. Nuestra voluntad de actuar debe estar a la altura de los retos a los que todos estamos haciendo frente. Con Next Generation EU, les damos una respuesta ambiciosa.
Dotado con 750.000 millones de euros y para un periodo de cuatro años desde 2021, se incorpora al presupuesto de la Unión Europea (Marco Financiero Plurianual del periodo 2021-2027). Esa cantidad total resulta de la suma de transferencias (433.000 millones), de préstamos (250.000 millones) y de provisión para garantías (67.000 millones). Para su financiación se emitirá deuda extraordinaria a largo plazo con cargo al presupuesto comunitario.
La distribución por Estados miembros no se hace en función de las respectivas capacidades de estos, ni atendiendo a los criterios ordinarios de reparto de los fondos presupuestarios, sino en función del mayor o menor impacto de la pandemia en las distintas economías. España, por ello, es uno de sus destinos preferentes, pudiendo recibir una ayuda de enorme importancia (en torno a 140.000 euros, más de la mitad en ayudas directas), no solo para paliar los efectos de la emergencia sanitaria, sino también para acomodar un amplio programa de reformas que fortalezcan la competitividad de las empresas y permitan reducir los desequilibrios macroeconómicos.
A efectos de aplicación de esos recursos a unas u otras atenciones, cabe distinguir dos grandes grupos. Por una parte –el que absorberá la mayor porción: 684.000 millones de euros–, los gastos para la recuperación económica y resiliencia de las economías, junto con los gastos destinados a la transición hacia una economía verde y digital. Por otra parte –con una cuantía menor: 66.000 millones de euros–, los gastos requeridos por la búsqueda de la autonomía estratégica y sanitaria, así como los destinados a la cooperación en este ámbito.
El Plan de Recuperación para Europa supondrá, en definitiva, un impulso de primera magnitud para la propia cohesión interna de la Unión Europea y para su crédito ante el resto del mundo.
Aportará también una magnífica oportunidad para acometer reformas estructurales de gran calado en la economía española. Y dado que los fondos se otorgarán únicamente a proyectos bien definidos y de alta rentabilidad social, siendo objeto de evaluación sistemática por parte de la Comisión, sobre el Gobierno de España y la dirigencia política recaerá la responsabilidad de acertar en la definición y gestión de tales proyectos.