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4. Componentes y rasgos fundamentales: el siglo xx

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Con un procedimiento análogo al del anterior epígrafe, al hilo también ahora de las etapas más arriba enunciadas, cuatro puntos servirán para destacar los hechos más sobresalientes en el itinerario de la modernización económica de España durante el novecientos.

1.º La extensión y diversificación del tejido industrial es un primer rasgo novedoso que acompaña al crecimiento económico español desde los comienzos del siglo xx. Responde, por una parte, a la inicial difusión de las innovaciones técnicas que, fruto de una ampliación ya más sistemática de la ciencia a la producción fabril, son propias de la denominada «segunda revolución industrial»: tecnologías eléctricas, química y las derivadas del motor de combustión interna, junto a nuevos procedimientos en la siderurgia y en algunas otras industrias con larga tradición.

Responde asimismo a la ampliada capacidad inversora que proporcionan, en un primer momento, la repatriación de los capitales formados en las colonias ultramarinas que se independizan al terminar el ochocientos, así como la renovada intensidad del flujo de capitales franceses, belgas, ingleses y alemanes hasta la Primera Guerra Mundial; después, los beneficios extraordinarios derivados de la neutralidad española durante ese conflicto.

Responde también a la mayor movilidad de los recursos de capital nacionales que facilita la formación de una gran Banca privada, que va a mantener fuertes y duraderas relaciones con las empresas industriales.

Y responde, finalmente, a la más decidida voluntad del Estado de «fomentar» la producción nacional, estimulando la sustitución de importaciones a través de medidas que, más allá de la protección dispensada por los aranceles aduaneros, sitúen en condiciones ventajosas –crediticias, fiscales, administrativas– a las industrias propias, esto es, a las empresas españolas. La suma de los efectos que provienen de todo ello se traduce, ya se ha dicho, en un tejido industrial que no solo agranda sus proporciones, sino también su densidad y diversificación.

Tanto sectorial como territorialmente, y desde la óptica de las iniciativas empresariales, el fenómeno es bien perceptible ya a lo largo de los primeros decenios del siglo xx. Se afianzan, crecen o se renuevan, según los casos, las empresas eléctricas, químicas, de automoción, de construcción de buques, de construcción residencial y de obras públicas, así como de una amplia gama de industrias transformadoras, desde las de maquinaria a las de reparaciones y construcciones metálicas; todo, al tiempo que también se modernizan las empresas de seguros, telecomunicaciones, hostelería y transportes por carretera, entre otras del sector servicios.

Desde la perspectiva territorial, la difusión de la actividad productiva es también muy notable. Madrid, probablemente la ciudad más representativa de esa segunda oleada de innovaciones fabriles en España, se afirma en su condición de capital industrial, además de administrativa y financiera, y gradualmente durante el siglo xx como centro de las nuevas redes de transporte. La industria valenciana demuestra asimismo renovado vigor, con una variedad grande de producciones. Y cobran simultáneamente mayor fuerza los núcleos industriales de Guipúzcoa, Santander, Zaragoza o Valladolid, entre otros.

Desde el punto de vista, en fin, de los proyectos de inversión, de la creación de empresas y del movimiento asociativo patronal, el panorama ofrece igualmente más variedad e intensidad: la tasa general de inversión –y con ella la destinada a actividades directamente productivas– crece hasta cifras próximas a los niveles medios europeos; se multiplican las iniciativas fundacionales de sociedades mercantiles con predominio ya de las sociedades anónimas; se intensifican las relaciones interempresariales a través de vínculos personales o institucionales (integraciones verticales y horizontales, consorcios, cárteles, grupos de empresas...) y se aviva el proceso de asociacionismo patronal, tanto con base sectorial como por razón del domicilio social.

La economía española, en suma, no parece llegar tarde a la cita de las novedades tecnológicas que se suceden desde el comienzo mismo del siglo xx. Todo lo señalado anteriormente contribuye a pensar de este modo, argumento que encuentra también otro punto de apoyo en la aceleración del ritmo de crecimiento económico desde la Primera Guerra Mundial hasta el final del decenio de 1920 (véase de nuevo el cuadro 1), con cierta reducción de la distancia respecto de los estándares europeos occidentales. Una primera España económica del siglo xx queda así perfilada.

2.º El corte que en esas tendencias provocan la Guerra Civil (1936-1939) y la década posterior es tajante. El colapso económico de esos años pone fin al apreciable incremento de la renta por habitante que, por encima de fluctuaciones más o menos pronunciadas a corto plazo, caracteriza la evolución de la economía española durante los decenios anteriores. Y de nuevo se ensanchará la brecha que nos separa de otros países europeos en términos de bienestar económico. Repásense, a estos efectos, los datos antes ofrecidos (cuadro 1), y el muy negativo balance final que expresan.

Será entonces, en los quinquenios que siguen a la Guerra Civil, cuando se pongan más palmariamente de manifiesto las limitaciones últimas de esa variedad de nacionalismo económico que acaba conformando en España la superposición de medidas frente a la competencia exterior, políticas de apoyo o auxilio a la industria nacional, y disposiciones reguladoras y de ordenación sectorial o general de los mercados. Un sistema de protección e intervención que aspirará, en el límite, al autoabastecimiento nacional. Pretensión que, si bien viene de atrás, quizá desde Cánovas mismo, solo pasa a escribirse con mayúscula (la Autarquía de que hablará con ironía Estapé) precisamente durante el primer franquismo, maniatado entonces el régimen por condicionamientos externos (la Segunda Guerra Mundial, la marginación política y diplomática de España) y por sus propios postulados doctrinales.

Alcanzan así máxima expresión todos los inconvenientes y disfuncionalidades del proteccionismo integral, objeto de agudas críticas desde mucho antes por Flores de Lemus, Bernis y Perpiñá. Las consecuencias negativas de su intensidad y prolijidad; de su carácter escasamente coordinado, fruto de concesiones hechas a un grupo de interés tras otro, con neutralización final de los resultados perseguidos. Las limitaciones que se derivan de producir solo para un reducido mercado interior, con baja densidad demográfica y escasa capacidad de compra, desaprovechando muchas de las ventajas de la producción en gran escala y de la especialización. Los costes que para todo el sistema generan las tensiones inflacionistas así alimentadas, y el sacrificio que ello comporta para las empresas exportadoras. Las consecuencias perversas, en fin, que para la actuación de la Administración y de los empresarios tiene un sistema generalizado de autorizaciones previas y discrecionalidad interventora.

No se exagera, por consiguiente, al situar en ese periodo que va desde la mitad del decenio de 1930 hasta el final de los años cuarenta –la segunda España económica del siglo xx– el pasaje más negativo, también en el plano económico y social, de la historia contemporánea española. La Guerra Civil sumó a sus propios efectos distorsionadores y destructivos el impedir que la economía pudiera incorporarse a la recuperación que entonces conocían la mayor parte de los países europeos, tras los años de aguda crisis que siguen al «crac del 29»; y luego, durante la década de 1940, con una situación política interna que impide aprovechar tanto los posibles beneficios de la neutralidad como los del programa paneuropeo de recuperación posbélica (Plan Marshall), el estancamiento económico corrió paralelo al cercenamiento de las libertades y a la pérdida de un capital humano irrecuperable.

3.º Cuando el siglo llegue a su ecuador, se abrirá un panorama muy distinto para el crecimiento económico español. Durante el decenio de 1950, y sobre todo durante los años sesenta y primeros setenta, en el marco de una etapa también excepcional de crecimiento de las economías desarrolladas, España alcanza ritmos de expansión hasta entonces inéditos, recortando en más de veinte puntos la distancia que nos separaba de alemanes, franceses e ingleses: nada menos que un incremento medio anual superior al 5 por 100 de la renta española por habitante, en términos reales, entre 1950 y 1975 (cuadro 1), y no se olvide que es ese el cuarto de siglo que conoce a la vez nuestro mayor crecimiento demográfico. Una tercera España económica puede distinguirse, pues, sin dificultad: la que se abre, repítase, con la década de 1950 –un «decenio bisagra» entre los sombríos cuarenta y el brillo de los ritmos expansivos posteriores al Plan de Estabilización y Liberalización de 1959–, para terminar con el propio régimen franquista, al concluir el primer quinquenio de los años setenta, cuando se aúnan dos finales de época, económico y político.

Tercera España económica que, alejándose de aquellos años de posguerra en que pareció bloquearse el curso evolutivo, afirmará el proceso de cambio económico y social anticipado en el primer tercio del novecientos: disminución de la población activa agraria, creciente urbanización, extensión y renovación del tejido industrial y despunte de lo que será después un acelerado proceso de terciarización. En particular, durante los años sesenta y primeros setenta, todo ello adquiere una intensidad sin precedentes, aunque el régimen dictatorial, subida la economía española a la ola de prosperidad que se difunde por Europa occidental, trate entonces de pagar el menor peaje político posible, desembocando en ese final dramáticamente simbólico del franquismo que componen las renovadas medidas represivas y el derrumbe de los indicadores económicos a lo largo de 1975. Como fuere, la economía, la sociedad y la cultura españolas del final del régimen franquista, profundamente transformadas, estarán prestas a abonar el terreno del cambio político que consumará la transición a la democracia.

4.º La democracia marca también el inicio de la cuarta España económica que cabe distinguir en el itinerario del siglo xx. Con el recobramiento de las libertades, en efecto, comienza un nuevo trayecto de la realidad contemporánea española; el trayecto que primero conoce –ya se apuntó antes– años difíciles de crisis económica y ajuste industrial, para registrar después, desde la integración en Europa mediado el decenio de 1980, sucesivas etapas de expansión, la más duradera de las cuales saltará la barrera del siglo, completando catorce años de notable crecimiento (entre 1994 y 2007), antes de adentrarse en la Gran Recesión al cerrarse la primera década del siglo xxi.

Reténgase, en cualquier caso, que la economía de la España democrática ha hecho un recorrido muy apreciable. Logrará situar su ritmo medio de crecimiento algo por encima del registrado en otros grandes países europeos (cuadro 1), lejos ya para todos la larga onda de expansión posterior a la Segunda Guerra Mundial. Y durante casi treinta años –del comienzo de la década de 1980 hasta la Gran Recesión, ya adentrado el siglo xxi– conseguirá recuperar terreno, si bien modestamente, respecto de alemanes, franceses e ingleses en renta per cápita, aunque se mantengan todos ellos claramente por delante. Además, se ha dado continuidad a los grandes cambios estructurales que el desarrollo posterior a 1950 desencadenó, en particular la desagrarización, una apertura exterior acompañada de notable internacionalización empresarial, y una larga cadena de transformaciones en la estructura social –la incorporación de la mujer a la actividad laboral, muy principalmente–, y en la estructura productiva. Y el afianzamiento de la democracia ha traído consigo la construcción de un sistema de bienestar social de corte europeo, con un volumen acrecido de recursos públicos, más de la mitad ya competencia de las Administraciones territoriales del Estado.

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