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3. Componentes y rasgos fundamentales: el siglo xix

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Los dos segundos tercios del ochocientos no son, consecuentemente con todo lo hasta ahora expuesto, un periodo perdido para la modernización económica en España. No lo son desde la óptica del crecimiento, aunque este fuera insuficiente para compensar las distancias que con anterioridad se habían marcado respecto a Gran Bretaña y Francia. No lo son tampoco desde la perspectiva de preparar o «despejar el camino de la industrialización del siglo xx», como ha escrito Tortella, eliminando obstáculos y creando las condiciones necesarias para facilitar luego una mayor extensión e intensidad del fenómeno industrializador en España. Tres hechos de especial trascendencia pueden destacarse aquí, en correspondencia con las etapas antes distinguidas:

1.º Pieza fundamental al comenzar el segundo tercio del ochocientos es la creación de precondiciones institucionales para el surgimiento del capitalismo. Se trata de una tarea que exige toda una amplia serie de disposiciones y actuaciones legales: desde las desamortizadoras y las que ponen fin al régimen señorial y liberan los bienes vinculados, hasta las que decretan la abolición de la Mesta; desde las que eliminan aduanas interiores y privilegios gremiales, hasta las que ponen los jalones iniciales del sistema bancario y societario moderno, o las que unifican el sistema tributario. Todas apuntan, por unos u otros derroteros, a ganar cierto campo de maniobra para la libre circulación de propiedades rústicas e inmobiliarias, de trabajo, de capital, de productos y servicios; es decir, de factores y bienes que pueden adquirir así la condición en sentido estricto de mercancías, incorporadas al mercado, categoría esencial de la sociedad capitalista.

Es verdad que el cambio institucional que implica ese conjunto de actuaciones no se completará durante el periodo aludido, recortando su impacto positivo sobre el crecimiento y el cambio económico, de modo que el atraso relativo de la economía española durante el siglo xix encuentra también elementos explicativos en «causas institucionales»; es decir, en una modernización inconclusa del marco institucional, en el arranque mismo del curso de la industrialización. Sin embargo, la amplitud de la remoción que en todos esos ámbitos se consigue entonces, principalmente a partir de la década de 1830, es incuestionable, y constituye sin duda uno de los pasajes sobresalientes de la historia española contemporánea.

2.º En los decenios de 1850, 1860 y también en el de 1870, resulta decisiva la conformación de algunas de las bases materiales que permitirán la ampliación de las capacidades productivas de la economía española. Algo inseparable en esos años de la entrada de capitales, técnicas y proyectos empresariales procedentes del extranjero (de Francia e Inglaterra, mayoritariamente). Recursos financieros y tecnológicos e iniciativas empresariales que impulsan la construcción de la infraestructura ferroviaria, la explotación a gran escala de recursos del subsuelo, la formación de una red de entidades bancarias sensibles a la inversión industrial y ciertas innovaciones también en el campo de la gestión y la organización de empresas.

Otra extensa revisión del marco jurídico-mercantil animará tanto los movimientos de los inversores extranjeros como las propias iniciativas domésticas: la Ley de Ferrocarriles (1855), la de Sociedades Anónimas de Crédito (1856), la de Bancos de Emisión (1856); hasta enlazar con las novedades legislativas de la revolución septembrina: Ley de Bases de la Minería de 1868, Arancel Figuerola en 1869 y de ese mismo año la Ley de Sociedades Anónimas (que sustituye la restrictiva norma equivalente que databa de 1848), otorgándose también a la peseta su condición de moneda nacional de curso legal (octubre de 1868).

Se ha insistido siempre en las costosas contrapartidas que impusieron los inversores extranjeros. De manera particularmente sugestiva, NADAL ha puesto en relación las condiciones exigidas por el capital foráneo con la «quiebra de las arcas públicas»; esto es, con la escuálida y siempre apremiada Hacienda española, que no dudará en compensar indirectamente a los acreedores extranjeros que acuden en su auxilio, franqueándoles la entrada que conduce a la toma de posiciones dominantes o privilegiadas en los ferrocarriles, en las sociedades de crédito, en la minería. Pero lo que no conviene olvidar nunca es que una parte sustancial del capital social fijo y del equipamiento industrial del país, en la segunda mitad del ochocientos, no habría sido factible sin el concurso de capitales extranjeros, como en su día apuntaran VICENS y SARDÁ. Y es difícilmente rebatible esta última afirmación, por más que pueda argumentarse la parvedad de los efectos en una u otra dirección («efectos de arrastre» y «efectos hacia adelante») de la construcción de la infraestructura ferroviaria y de la expoliación de las reservas metalíferas de España, al considerar la escasez de pedidos a las plantas fabriles nacionales, la casi nula transformación de los minerales o la reducida demanda de transporte años después de haberse completado los primeros ejes radiales ferroviarios.

Comoquiera que fuese, con el tendido ferroviario se abrirá definitivamente un capítulo crucial en la formación del mercado nacional en el territorio peninsular español. No es hiperbólico, desde luego, atribuir esa importancia al ferrocarril en España: mientras no se dispuso de ese medio de transporte, teniendo el tráfico comercial terrestre que depender del transporte tradicional (carretería y arriería por los «caminos de rueda»), el relieve y los accidentes geográficos imponían la división del mercado interior en compartimentos más o menos estancos: «una agregación de células rurales aisladas, con un tráfico insignificante entre ellas», ha resumido Fontana.

Dicho de otro modo: más que en casi ningún otro país europeo, o como en Rusia y en ciertas zonas del territorio alemán, la red ferroviaria en España –con el cambio revolucionario que trae consigo en la relación de tiempos, distancias y costes de transporte– acabó siendo una condición necesaria, aunque no suficiente, para la efectiva articulación unitaria del mercado nacional. No fue, desde luego, la panacea que algunos contemporáneos pensaron, pero su contribución resultó trascendente; siendo desde luego muy apreciable el «ahorro social» que reportó al sistema económico ese nuevo medio de transporte (la cantidad equivalente al coste extraordinario de movilizar el tráfico ferroviario de un año por los medios alternativos entonces disponibles, manteniendo invariables volúmenes y distribución geográfica).

3.º La marcha hacia el proteccionismo, ya claramente delineada desde 1890, terminará situando en primer plano la conquista por parte de la producción española de ese mercado nacional con ampliadas posibilidades de comunicación interior (10.000 kms de vía ferroviaria y también ya tendida la red telegráfica). El revulsivo de partida en esa dirección proteccionista lo proporciona la crisis agraria que desatan las importaciones masivas de cereales americanos y rusos, hundiendo los precios y las rentas de los agricultores europeos occidentales. La extensión de las superficies de cultivo en Estados Unidos y Rusia, y las revolucionarias innovaciones en los transportes (por tierra y por mar, esto es, por ferrocarril y por un transporte marítimo que incorpora el vapor y la quilla de metal), sumarán sus efectos competitivos frente a los bajos niveles de rendimiento de una agricultura, como la castellana, que ha aumentado las roturaciones a lo largo del siglo hasta afectar a tierras marginales.

La respuesta proteccionista que ello suscita no se demora, como tampoco la petición de que las medidas defensivas cubran también a otros sectores (textil, siderúrgico, hullero...). Así, en un caldo de cultivo especialmente propicio, como respuesta a la situación previa de dominio foráneo sobre recursos y actividades económicas interiores, la demanda patronal y social de protección irá ganando adeptos e intensidad en la España intersecular. Movimiento defensivo para reservar el mercado nacional a las empresas y a los productos aquí producidos, que no es, por lo demás, sino la versión española de una tendencia de alcance europeo. Extremo este último que tampoco conviene olvidar, pues con ese «viraje proteccionista en la Restauración» –en expresión acertada de SERRANO SANZ– España lo que hace es participar de un movimiento general, en igual sentido, debiéndose descartar, en consecuencia, cualquier consideración de la política comercial española de la época como «exótica», esto es, insólita o al margen del rumbo más compartido a escala continental europea.

La vía nacionalista del capitalismo español quedará en todo caso ya afirmada desde los últimos compases del siglo xix, restando probablemente capacidad de crecimiento –al mantener muy reducida, en contraste con Italia, la integración de la industria en los mercados exteriores–, aunque tal vez también aportando un cierto componente de estabilidad general, con el apoyo a determinadas actividades industriales.

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