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La brevedad

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Otro rasgo del microrrelato sobre el que obligadamente se detienen los críticos reside en su brevedad, aspecto sobre el cual sí parece existir un mayor acuerdo. Para Lagmanovich (2006), inicialmente la brevedad estaría emparentada con el desarrollo y maduración del cuento, género que ya gozaba de una enorme popularidad y prestigio a fines del siglo XIX:

Cuando los críticos comenzaron a interesarse por el fenómeno del microrrelato, la principal noción que se manejaba era la de la brevedad. Ese rasgo de las narraciones estudiadas no podía pasar inadvertido, pues contrastaba en forma explícita con los hábitos literarios del siglo XIX y de gran parte del siglo XX. La referencia al cuento es aquí indispensable, pues esta forma tan antigua y prestigiosa había llegado a un nivel de maduración muy importante en los años en que se producía el tránsito entre aquellos siglos mencionados. (p. 33)

Lagmanovich (2006) centra su atención en las transformaciones que se producen en los “hábitos literarios” de la época señalada —y reconoce el papel central que cumplen las convenciones o normas que prevalecen en determinado periodo histórico en la comunicación literaria—; por otra parte, insiste en que, desde sus orígenes, el microrrelato se sitúa en una relación de proximidad con el cuento —más allá de la diferencia obvia en cuanto a su extensión— y toma prestados de él algunos de sus rasgos. Uno de ellos —el más importante— sería la narratividad, rasgo sobre el que volveremos más adelante. Finalmente, Lagmanovich (2006) afirma que toda formulación acerca de la brevedad de un texto literario reviste un carácter relativo pues se enmarca siempre dentro una determinada época:

… hay que tener en cuenta que los conceptos de lo que es extenso (o largo) y breve (o corto) se entienden de distinta manera según los momentos históricos y los gustos predominantes en una sociedad. Hoy encontramos larguísimas ciertas obras literarias que, probablemente, en su siglo no llamaban la atención por su extensión: la Divina comedia, de Dante Alighieri, o el Paraíso perdido, de John Milton, por ejemplo. Inclusive si nos fijamos en épocas relativamente recientes, como en el siglo XIX, advertimos que las novelas de antaño eran mucho más largas que las de hoy. Así ocurre no sólo con las que tienen una extensión desmesurada, como La guerra y la paz, de Tolstoi, sino también con otras que gozaron de parecida aceptación sin llegar a tales extremos, tal es el caso de La Regenta, de Leopoldo Alas, o Moby Dick, de Herman Melville. (p. 22)

La noción de “brevedad”, por lo tanto, es contingente y se plantea al interior del sistema literario como producto del diálogo entre los diversos géneros que lo conforman en una determinada época; es decir, no cabe referirse a una “brevedad absoluta” sino más bien a una de carácter circunstancial en función de las transformaciones que ocurren dentro del sistema por efecto de factores extrínsecos o intrínsecos. La brevedad, sin embargo, reviste obvias limitaciones como rasgo definidor del microrrelato pues, en primer lugar, su determinación resulta sumamente problemática al aplicarse a cualquier tipo de texto literario. Por otra parte, como ya ha señalado Norman Friedman (1997) en un ensayo canónico sobre la brevedad del cuento, el problema de la extensión no es meramente cuantitativo. Para el crítico norteamericano, en primer lugar, existen dos razones fundamentales a través de las cuales ha de considerarse la brevedad de una forma narrativa: “… o el material mismo es de alcance reducido, o el material, siendo de mayor amplitud, es susceptible de ser reducido con el objeto de lograr el máximo efecto artístico. La primera razón tiene que ver con distinciones en el objeto de la representación, mientras que la segunda tiene que ver con distinciones en la manera como ese objeto es representado” (p. 89). Así, se hace necesario examinar, en palabras de Friedman (1997), la “dimensión de la acción” —la cual no debe confundirse a su vez con la dimensión del relato—, “así como el carácter estático o dinámico de su estructura. Además, el número de sus partes constitutivas, que pueden ser incluidas u omitidas, la escala en la cual éstas son representadas, y el punto de vista de la narración. Un relato puede ser corto en los términos de cualquiera de estos factores o en cualquier combinación de ellos (1997)…” (p. 89).

Aun cuando los ejemplos estudiados por Friedman (1997) pertenecen exclusivamente a novelas y cuentos, algunas de sus observaciones en relación con las elecciones de las que dispone el autor de un texto narrativo resultan pertinentes al ser aplicadas al microrrelato; según el crítico, es necesario primero considerar que la brevedad no se define en términos de la extensión de la acción sino de acuerdo a la omisión que realiza aquel de algunas de las partes de esta. Continúa Friedman: “una vez que el escritor ha decidido, entre las partes que son relevantes, las que va a incluir, se le presenta como segunda opción la escala en la cual las representará” (p. 101). En el caso de la escala, Friedman (1997) distingue dos tipos, la “reducida” y la “expandida”:

La escala reducida abstrae retrospectivamente a partir del evento central lo que es necesario para que la historia se desarrolle y lo presenta de manera condensada; la escala expandida, en contraste, trata de dar la impresión de que una totalidad es presentada de manera directa y detallada a medida que los acontecimientos tienen lugar. La escala reducida tiende a cubrir la acción de un extenso periodo en un espacio relativamente breve, mientras que la escala expandida tiende a cubrir la acción de un periodo corto en un espacio relativamente largo. Y todo eso es, por supuesto, una cuestión de grado. (p. 101)

El concepto de “escala” empleado por Friedman permite entender mejor las estrategias narrativas de las que dispone el autor, más allá de la extensión de la acción que se busca narrar. El concepto ayuda a establecer una relación de contrapunto entre “aquellas partes de la acción que son más importantes […] [que] deben ser naturalmente enfatizadas por medio de una representación expandida, y las menos importantes [que] deben ser condensadas” (p. 102). Finalmente, Friedman (1997) señala cómo la adopción de un determinado punto de vista en una narración también se relaciona decisivamente con el problema de la extensión. Para ello, cita el caso del uso del narrador omnisciente cuyas consecuencias pueden ser de doble signo: “[Un] narrador podrá hacer comentarios […] y esto, por supuesto, añadirá un volumen considerable a la obra. Un narrador omnisciente puede también analizar los motivos y estados de ánimo de los personajes con cierto detalle y tales comentarios también aumentarán el volumen de la obra” (p. 103); sin embargo, por otra parte, la omnisciencia puede contribuir a la brevedad:

Un narrador que existe y está situado por encima de la acción misma estará en capacidad de ejercer, podría decirse, amplios poderes discrecionales en materia de escala y de selección. Como no está atado por “lazos mortales” puede manipular su material a voluntad. Así que puede cambiar el foco de la acción en tiempo y lugar y, más importante aún para el asunto que nos concierne, puede omitir o resumir partes de la acción que no ameritan un tratamiento más explícito y detallado. (p. 104)

Por último, resulta también cierto que un narrador personaje o un punto de vista dramatizado pueden contribuir a la extensión, en la medida en que el primero podrá dar pie al comentario y la especulación y, el segundo, a una mayor amplitud, tal como sucede en una escena teatral. Una vez más, se hace necesario subrayar que las ideas planteadas por Friedman acerca de la brevedad de un texto narrativo suponen una reflexión acerca del modo en que esta influye en el poder expresivo y articulación de los significados en él. En tal sentido, la brevedad es un mecanismo que puede contribuir significativamente a acentuar y potenciar aquellos contenidos que un determinado autor pretende comunicar a su lector, pero no constituye en sí misma un problema central en la tipificación genérica del microrrelato.

Un modo diferente de plantear la discusión consiste en analizar no necesariamente la cantidad de insumos utilizados en el microrrelato (sean palabras, líneas, etcétera), sino el papel que cumple su signo contrario —el silencio—, a través del empleo sistemático de la elipsis (la llamada “omisión”, referida por Friedman), mecanismo de omisión intencional de información que, a su vez, obliga al lector a una participación más activa en la interpretación del texto. Resulta evidente que el microrrelato se presenta como una forma narrativa en la que lo “no dicho” adquiere una importancia aún mayor que en el caso del cuento y otras formas discursivas que hacen uso de este recurso, pues si en el cuento, como señala Julio Cortázar (1997), “[e]l tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condensados, sometidos a una alta presión espiritual y formal” (p. 385), en el microrrelato esta presión deviene en una mayor potenciación de los vacíos u omisiones que el texto presenta, así como la intensificación de las relaciones de intertextualidad de las que se vale para producir nuevos sentidos apoyándose en la eventual competencia de los lectores. De este modo, el microrrelato se presenta como una modalidad en la que la literariedad —entendida como el conjunto de características que diferencian y oponen el discurso literario a otros tipos de discurso— adquiere un protagonismo aún mayor que en el resto de los géneros literarios en la medida en que el texto exhibe su propia condición de artificio textual a través del empleo de recursos tales como la reescritura, la ironía, la parodia y muchos otros más que hacen explícito su diálogo con el resto del sistema literario12.

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