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ASALTO A LA JOYERÍA

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A Pepe Bresciani, juglar

Dios salve al relojero que piensa sobre las piezas mohosas de su almuerzo y salve también a su mujer, la del ojo de vidrio, la tonta que vive en la cocina. Dios salve a sus dos hijos enterrados. Dios salve al canario que pica noche y día los filamentos del cucú, los pequeños tornillos, las pulseras, los diamantes, los oros que trabaja el relojero. Dios salve, en todo caso, al abuelo diabético que gime hinchado y solo junto a los claveles.

Los diarios lo dicen y lo repite el cochero al fraile, el fraile al hombre permanente, al algebraico, al tímido, al cómico que baila en las aceras. Todos lo saben y de continuo lo sospechan los policías sensatos, mustios, silenciosos. Los amigos del delincuente también lo juzgan con aprecio.

Pero quién sabe qué percance, qué novedad se encierra en el letrero, qué oculta ocasión los burla y se interpone. Caminan con sus hachas lentamente los asesinos detrás de los avisos luminosos. Lentas andan sus piernas, lentas sus manos, lentas sus dos pupilas no ven nada sangriento en el proyecto. Andan los malhechores sin compás, sin ritmo. Se tropiezan, golpean las paredes, cantan quedo, a veces silban en el entreacto o se abrazan con gozo.

Dios salve a aquella gente. Pobres sus tristes mesas inconclusas, sus billetes, sus ademanes simples. Dios salve al relojero de la muerte que acostumbra a espiar la joyería. Dios salve a la ciudad de tanto miedo.

En Mar del Sur (1949)

Extrañas criaturas

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