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VISITA A MI PROPIA ESTATUA

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Ha transcurrido un siglo desde la triste fecha de mi muerte, ocurrida afortunadamente a los 100 años de edad, y he retornado, tras la prestigiosa apariencia fantasmal, con una sola finalidad al tedioso mundo de los vivos: ver mi propia estatua y regocijarme con ella. Debo aclarar, no obstante el honor que significa ser objeto de un tan notorio homenaje público, que me hallo un tanto decepcionado.

Nunca fui un individuo semejante a esa absurda figura. Jamás, en primer término, me peiné con raya al medio, ni mi cabello constituyó esa flotante pelambre que pide a gritos un eficaz peluquero. Luego, y simplemente por comodidad, frecuentemente rehusé a caminar con libros voluminosos bajo el brazo. Además, siempre me jacté de no usar esa ociosa prenda llamada chaleco.

Todo ello, sin embargo, pudiera ser pasable en mérito a que el Estado es regularmente torpe en la elección de los escultores oficiales, pero, ¿a quién diablos se le ocurriría que alguna vez adopté una postura tan convencional y ridícula? La mirada altiva, el mentón arrogante, el pecho explosivo, el brazo derecho recriminatorio y el izquierdo moderadamente amenazador. A fin de cuentas, un horror. Y más abajo, para completar el esperpento, una pierna tensa y la otra, en flexión, colocada en un subpedáneo que fluctúa entre piedra y almohadilla. La boca, por cierto, entreabierta, como sorprendida en el instante de pronunciar un portentoso discurso electoral.

Puedo disculpar todos estos dislates estatuarios, mas creo imposible mostrarme indulgente con dos detalles falaces de esta réplica de mi ser terreno: aquellos que aluden a mis más sobresalientes características físicas. El artista —si así puede llamársele a tan conspicuo animal—, abusando de la libertad creadora y de la ignorancia general, de la cual participan, a lo que parece, mis nietos y sus hijos, me ha presentado calumniosamente flaco y aparatosamente narigón. Ello demuestra en las nuevas generaciones una falta estrepitosa de sentido reverencial hacia la dignidad del pasado.

Afortunadamente, la leyenda grabada al pie, en una visible placa situada en la base del monumento, se refiere a uno de mis más notables aciertos. No hago sino transcribirla, pues todo comentario personal a dicho texto puede resultar demasiado inmodesto. Dice así:

“A Sebastián Salazar Bondy, autor del excelente artículo ‘Visita a mi propia estatua’”.

De Cuaderno de Composición (1955).

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