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ARETES DE LA ESPOSA IMPÍA

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Solo recuerdo de ella el clamor de extranjería y sus aretes rojos sobre el paño de la mesa. Solo recuerdo a su antecesor, margrave de umbría tez, altivo y cejijunto, de ñorbo entre los dedos al morir sin yelmo ni castillos. Solo recuerdo de esta amiga fugaz el doble arete, el doble casco, el heno y el alcohol entre la ropa. El pesado calor de su peluca. Lo demás se demuda ante mis ojos, funerario.

Si hubiera estado junto a mí más de un rato, un poco más que un dado o un cubierto, me valdría el haberla conocido en sus arroces y en sus trigos, en sus palomas cúpricas sin posible vuelo, detenidas. Pero la hallé buscándola en el agobio diario, al dar el cruel paseo matutino, postrero, pascual, dueño del frío.

No importa en estos casos de extravío, en estas circunstancias naturales, haberle dado mi llavero de cromo, mi juguete, la cuerda floja que a los juglares llena la boca de belleza. No importa. Lo que importa es que uno juzgue por sí mismo y sin ayuda del aire, del acuario, de las ventanas que al acuario ponen su sol tierno.

Hoy los aretes están manzanos, están frescos, están crecidos, desayunados, míos. Ella sigue en su fleco y su monillo, y espanta aún a los cansinos, a los tristes, a los locos del alba con sus botijos plenos de crin y de alimañas. Sus aretes, su recuerdo, su buen vientre sin moscas, están de fiesta porque mi cuerpo los inventa. Los inventa esta vez bajo su encierro.

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