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Introducción

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Este libro recoge las Conferencias sobre Arbitraje Hugo Grocio pronunciadas en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación española durante el periodo 2008-2019, y que fueron organizadas por el CIAMEN (Centro Internacional de Arbitraje, Mediación y Negociación) de la Universidad San Pablo CEU. Desde su fundación en 2004 el CIAMEN ha actuado como un centro académico promotor de la “cultura del arbitraje”, poniendo en marcha toda una serie de actividades –seminarios mensuales, conferencias y Jornadas con las principales Cortes arbitrales, publicaciones, y la edición de la revista “Arbitraje”– dirigidas a promover el debate y las buenas prácticas entre la comunidad de arbitraje española e internacional (con particular atención a los países latinoamericanos), en abierto diálogo con las empresas y los sectores implicados en los métodos de resolución alternativa de conflictos.

Cada uno de los años de este periodo, en los meses de mayo o junio, y en el incomparable marco del Salón de Plenos de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, institución que fue fundada por el conde de Floridablanca en 1763 (y fue designada como patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1998), un ponente de gran prestigio internacional en el mundo del arbitraje, expuso una lección magistral sobre un tema libremente elegido por su actualidad o interés ante un grupo de juristas expertos en materias de arbitraje. De esta manera, muy conocidos árbitros internacionales, algunos de ellos, verdaderos “padres fundadores” del derecho contemporáneo del arbitraje y el derecho internacional económico, junto a presidentes, expresidentes o secretarios generales de algunas de las principales Cortes arbitrales (CCI, CIADI, CPA, LCIA), tuvieron oportunidad de expresar sus opiniones, en algunas ocasiones con gran apasionamiento, como se puede leer en los textos que componen el volumen, sobre las cuestiones que les parecían particularmente oportunas en el momento de su conferencia. Ha surgido así con el tiempo este libro, que es como un compendio o visión general de múltiples asuntos relacionados con el arbitraje nacional e internacional, y que constituyen como exquisitas miniaturas o aperçus a través de los cuales se contemplan los vastos paisajes del arbitraje en el marco del derecho internacional económico. Ello incluye tanto cuestiones relacionadas con el arbitraje comercial, como con el arbitraje de inversiones, con el arbitraje entre Estados, o el arbitraje con la participación de entidades o empresas estatales.

Se ha querido mantener el texto original de las conferencias, con un mínimo de trabajo editorial, con la intención de preservar la viveza y frescura de la exposición oral, así como la originalidad de los temas propuestos. Y de esta manera el lector puede disfrutar de la lectura de unas exposiciones que en muchas ocasiones –y más allá de su contemporaneidad– destilan la sabiduría y la práctica de muchos años dedicados a la resolución de casos complejos, en ocasiones sometidos a una variedad de legislaciones y normas de procedimiento, con diferentes partes actoras o demandadas, con diversidad de reclamaciones y decisiones arbitrales, como es habitual en el arbitraje internacional.

El recorrido comienza con el árbitro y abogado norteamericano David Rivkin, quien fue así mismo presidente de la International Bar Association, con una propuesta innovadora en relación al arbitraje comercial: volver a los orígenes, recuperar el supuesto modelo (ideal) de los árbitros o mediadores primitivos que resolvían las disputas de sus comunidades sobre la base del sentido común, la experiencia y los equilibrios de intereses, lo que Rivkin denomina el Town Elder Model. Y ello desde la convicción de que los desafíos actuales del arbitraje proceden de su indiscutible éxito, de una expansión global inusitada en las últimas décadas del arbitraje como método de resolución de disputas comerciales internacionales.

Desde esta perspectiva, Rivkin, al analizar los desafíos, va sugiriendo también propuestas de mejora, muchas de las cuales han ido siendo adoptadas por las principales Cortes arbitrales y constituyen el conjunto de normas que conforman hoy la práctica del arbitraje en el mundo. Ello va desde los problemas que se suscitan en la selección de los árbitros, en las discovery documentales y sus límites –como técnica originariamente anglosajona (y, en particular, norteamericana) de obtención de documentos–, el uso cada vez más frecuente de documentos electrónicos como prueba, a las cuestiones de eficiencia en los tiempos, costes y carga de trabajo de los árbitros internacionales, o a los problemas más sustanciales referentes a las cuestiones de política pública que cada vez se plan-tean con mayor intensidad en relación a los arbitrajes. Rivkin se aventura a proponer soluciones “radicales” y proponer la vuelta a los principios básicos, en una metodología algo similar a lo que los economistas llaman el “presupuesto cero”, y así realizar al inicio del procedimiento arbitral una decisión de raíz, según la cual las partes y el tribunal arbitral se concentren en aquellas fases e instrumentos del proceso arbitral que verdaderamente son esenciales para llevar a buen término el arbitraje con un laudo que dé satisfacción a las partes en sus reclamaciones. En la tensión que se establece entre la aplicación de los diferentes métodos para mejorar radicalmente la eficiencia y la obtención de una decisión correcta, Rivkin opta claramente por un rol más pro-activo de los árbitros, a los que ve asumiendo un mayor control sobre el procedimiento.

En el segundo capítulo, escuchamos la voz de un gran maestro del derecho mercantil español, el profesor Manuel Olivencia, a quien tanto recordamos. Con su inigualable dicción y precisión jurídica, Olivencia se ocupa de un tema central del arbitraje, el laudo, su contenido y su variada tipología, y desde un análisis exhaustivo de la ley española, avanza soluciones a los problemas que ésta y el tratamiento genérico del laudo plantean. Ello incluye la definición del laudo, la diferenciación entre laudos parciales y laudos “definitivos” y firmes, el contenido de los laudos parciales, el laudo por acuerdo de las partes, así como las cuestiones relacionadas con el contenido de los laudos: régimen de su regulación, motivación, fecha y lugar, costas, firmas necesarias, y pareceres discrepantes. Por último, Olivencia detalla los requisitos no exigidos por la Ley de Arbitraje española.

Seguidamente es otro gran árbitro internacional español, Bernardo Cremades, quien se adentra en la cuestión de la participación de los Estados en el arbitraje internacional, temática cuya evolución doctrinal desgrana como alguien que ha participado personalmente desde décadas en su progresiva configuración, incluyendo muy ilustrativas anécdotas personales que tienen su origen en la ratificación por España del Convenio de Washington de 1965. El detallado y muy interesante recorrido que lleva a cabo el profesor Cremades nos lleva desde la protección de la soberanía estatal en el plano internacional, a través del abandono de la doctrina Calvo, hacia la creación de un derecho administrativo globalizado y la práctica del arbitraje internacional como consecuencia y, a la vez, como catalizador de la internacionalización de los contratos administrativos. Cremades constata la creciente presencia de los estados en el arbitraje comercial internacional, la expansión del arbitraje de protección de inversiones y del arbitraje con participación de entidades estatales, para arribar a un punto de llegada: la constatación de las críticas de que ha sido objeto en los últimos años el sometimiento de la soberanía estatal al arbitraje internacional. Y la pregunta que deja planteada es si, quizás irónica o paradójicamente, lo que se esté buscando con esas críticas no sea si no una vuelta a la trasnochada doctrina Calvo.

El cuarto capítulo es una brillante exposición del entonces Secretario General de la Corte Permanente de Arbitraje de La Haya (CPA), el embajador Christian Kröner, sobre la actualidad del arbitraje con participación de los Estados en sus múltiples dimensiones, y ello desde una permanente referencia histórica a la obra de Hugo Grocio y a su significado, no solo como uno de los padres fundadores del derecho internacional, sino como abogado y defensor de casos, como fue el que dio origen a la argumentación grociana sobre la libertad de los mares –Mare liberum–, el derecho de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales en romper el monopolio comercial de los portugueses (y los españoles) en los mares de los territorios por ellos descubiertos.

En la medida en que la globalización –afirma Kröner– transforma el contenido de nuestras interacciones y genera nuevos interrogantes, e inevitablemente también nuevas fuentes de conflictos, y ello de forma más rápida a la adaptación de las instituciones encargadas de administrar justicia, la flexibilidad inherente al arbitraje contribuye esencialmente a la protección y el avance del orden internacional. Esta capacidad de innovación y de ajuste al cambio se manifiesta en el terreno del procedimiento, pero también en el del desarrollo sustancial del derecho internacional, sin que ello suponga reconocer al arbitraje una función legisladora.

En los conflictos de un mundo interconectado –añade Körner–, el derecho puede quizás no siempre aportar la solución, pero sí ofrece un vocabulario universal –un léxico– de principios y entendimientos sobre cuya base los conflictos pueden ser negociados, o resueltos por un laudo arbitral. El arbitraje es sin duda imperfecto y necesitado de permanente corrección y mejora, pero –de acuerdo con el modelo grociano de un mundo abierto– también constituye, en su continua adaptabilidad y experimentación, una de las mejores respuestas posibles a los desafíos de la globalización.

En el capítulo quinto, el que fuera presidente de la CCI, John Beechey, realiza una aproximación original a varios elementos relacionados con el arbitraje –la prueba y el argumento forense– a través de la figura del gran escritor inglés, crítico literario y abogado oficioso Dr. Samuel Johnson, el editor de las obras de Shakespeare en 1756 y autor del prefacio con el que comenzó la moderna crítica literaria sobre el dramaturgo. Como dijo Lord Bingham, considerado uno de los jueces británicos de mayor prestigio de los últimos cien años, “Dr. Johnson dijo más cosas inteligentes sobre el derecho que cualquier jurista que haya existido jamás”.

Johnson, dotado con una insaciable curiosidad de conocimiento intelectual, nunca obtuvo un diploma que le cualificara para la práctica del derecho, pero sí dos doctorados honorarios, concedidos respectivamente por el Trinity College de Dublín y por la Universidad de Oxford, además sobre todo de una extraordinaria biblioteca de textos jurídicos, incluyendo las obras de Hugo Grocio. Con este bagaje, no son infrecuentes las agudas observaciones que hizo sobre la abogacía y los jueces en sus escritos, y los consejos que dio a abogados y parlamentarios, resaltando sobre todo las características de un buen estilo forense: exactitud, precisión, y justeza en la analogía.

Fue también Dr. Johnson quien redactó muchos de los escritos utilizados por James Boswell –noveno Laird Auchinleck y el autor de la celebérrima biografía sobre Johnson–, en sus intervenciones ante los tribunales. Para John Beechey, los principios sustentados por Dr. Johnson siguen teniendo hoy plena vigencia, también en la práctica arbitral. Su relación con Grocio y lo que Grocio representaba fue tan empática que llegó a decir que no se cambiaría con nadie en el mundo excepto con él, y añadió que cualquier persona interesada en el conocimiento humano siempre aprendería algo del tratadista holandés.

En la conferencia del año siguiente, Meg Kinnear, la Secretaria General del Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), nos deleitó con una disertación sobre las innovaciones actuales en el arbitraje de inversiones. Comenzó señalando las ventajas que ofrece la inserción de mecanismos de resolución de disputas en los tratados entre inversores y Estados: son instrumentos útiles para despolitizar los conflictos al apartarlos de las relaciones diplomáticas, y proveen a los inversores futuros con la garantía de que existe un sistema imparcial y efectivo para resolver las posibles violaciones de estos tratados. Al aprobarse la Convención CIADI y crearse el Centro en Washington en 1966, se aplicaban así también los principios favorecedores del desarrollo económico que habían llevado a la constitución del Banco Mundial, esto es, crear una atmósfera de confianza entre los Estados y fomentar el flujo privado de inversiones en los países que desearan atraer inversión extranjera. Las consecuencias en términos del número de tratados de inversión (BITs, por Bilateral Investment Treaties) en vigor han sido muy exitosas, pasando de 385 a finales de los años 80 a más de 3200 actualmente, con un aumento correspondiente de los casos.

La parte central de la exposición de Meg Kinnear se ocupó, como no podía ser de otra manera, de las críticas a las que se ha visto sometido el arbitraje de inversiones en los últimos años. Frente a los comentaristas que opinan que no resulta evidente una progresión de los flujos de inversión gracias a los BITs, la Secretaria General del CIADI señaló cómo la mayoría de los Estados evalúa positivamente estos Acuerdos, no solo desde la perspectiva de la inversión, sino también de la buena gobernanza. En relación a los argumentos de falta de uniformidad en los laudos y en los estándares sustantivos aplicables, Meg Kinnear subrayó el alto grado de consistencia existente en el sistema en su conjunto y en las sucesivas reformas que se han ido introduciendo para delimitar en mayor medida los estándares sustantivos a aplicar, también en lo que se refiere al ámbito regulatorio y a los objetivos de política pública de los Estados.

Así mismo, la Secretaria General de CIADI incidió sobre algunas de las innovaciones recientes de su institución, en relación al acceso a los documentos, el acceso a las audiencias, la intervención por escrito de terceros, y las nuevas normas que posibilitan a una parte objetar desde el inicio frente a una reclamación con manifiesta falta de contenido. Por último, la Sra. Kinnear resaltó otra serie de nuevas reformas tendentes a hacer más eficiente los tiempos, los costes, los procedimientos, y la selección de los árbitros.

En el capítulo séptimo se recoge la muy completa exposición que Juan Fernández-Armesto realizó sobre el tema de la lucha contra la corrupción desde el arbitraje.

La visión que prevaleció inicialmente, que entendía la lucha contra la corrupción excediendo de la misión de los árbitros, dejando las alegaciones de corrupción a la exclusiva competencia de los jueces y fiscales nacionales en el orden penal, ha cambiado en los últimos años, de manera que hoy en día los actos de corrupción son unánimemente considerados contrarios al orden público internacional.

Desde el punto de vista del Derecho privado –afirmó Fernández-Armesto– la constatación de actos de corrupción puede llevar consigo la nulidad del contrato. En los arbitrajes comerciales, el caso más frecuente afecta a contratos que encubren pagos corruptos, y cuya finalidad es dar una ficción de legitimidad a dichos pagos; otro grupo de casos concierne a aquellos contratos que han sido obtenidos por medio de pagos corruptores. Respecto a los arbitrajes de inversión, el primer grupo de casos son aquéllos en los que el inversor incurre en actos de corrupción para así poder realizar su inversión u obtener una concesión; y otro conjunto de situaciones, menos frecuentes, son aquéllas en las que el inversor alega haberse negado a realizar pagos corruptos y haber sido represaliado por el Estado con la expropiación o un trato injusto e inequitativo.

Sobre la base de esta tipología, el prof. Fernández Armesto realiza un análisis exhaustivo de los cuatro grupos de casos posibles, planteando toda una serie de cuestiones, como es la de si tiene el tribunal arbitral competencia para enjuiciar los actos de corrupción y sus efectos, o cuáles son los estándares de prueba, y sobre quién recae su carga. Tras realizar el estudio de algunos de los asuntos de referencia, Fernández-Armesto concluye que, aunque la corrupción sea difícil de probar, ello no implica que se deba de exigir un estándar de prueba excepcional. El convencimiento del tribunal puede también obtenerse a través de pruebas indiciarias o de inferencias ante la negativa de una parte de aportar las pruebas solicitadas.

Concluye Fernández-Armesto afirmando que actualmente el arbitraje internacional ha asumido una postura altamente combativa contra la corrupción, y así nadie cuestiona que los pagos corruptos suponen una violación del orden público internacional, con el resultado de que el contrato es nulo (salvo que la parte in bonis prefiera convalidarlo), que el contratante carece de acción, y que el inversor no posee legitimación activa.

En el capítulo octavo, Charles Brower realiza una encendida defensa del arbitraje de inversiones, al que ve bajo una falsa “crisis de legitimidad”. Brower revisa de nuevo los argumentos críticos y fundamenta por qué en su opinión no son correctos y revelan una visión parcial, en muchas ocasiones ideológica: los tratados de inversión no son inefectivos o perjudiciales; el arbitraje no tiene una sola cara, pro-inversores y anti-Estados; los procedimientos no son secretos; el arbitraje de inversión no amenaza la soberanía estatal ni su efecto es un “relajo regulatorio” (regulatory chill).

El juez Brower detalla los antecedentes del debate, su evolución y situación actual, y escruta las alternativas al sistema tradicional de resolución de conflictos, entrando también a la cuestión de los estándares sustantivos y su delimitación. Por último, resume en una frase del también juez Schwebel los argumentos para una movilización en favor del arbitraje de inversión: “El derecho internacional de las inversiones es un desarrollo profundamente progresivo del derecho internacional: debería ser fomentado antes que denunciado y restringido”.

El capítulo nueve recoge la conferencia de otras de las grandes figuras del arbitraje internacional presente en estas páginas, Julian Lew. El profesor Lew se ocupa de un tema de enorme calado y no menor complejidad: la noción de orden público transnacional, y su aplicación por los tribunales arbitrales internacionales. Después de definir las nociones de orden público doméstico y de orden público internacional, así como la naturaleza de las normas de obligado cumplimiento, Lew analiza lo que debe entenderse por normas genuinamente internacionales (esto es, transnacionales) de orden público, aplicables a los arbitrajes internacionales. En este contexto, constata la existencia de normas regionales de orden público, como las que se han constituido en el ámbito de la Unión Europea. Los principios de orden público transnacional, sobre la base de un generalizado consenso internacional, incluyen aquellos estándares universales y normas de conducta que deben ser aplicados en todos los foros arbitrales: reglas fundamentales de derecho natural y principios de justicia universal; reglas de ius cogens del derecho internacional público; y los principios generales de moralidad generalmente aceptados.

Seguidamente, el profesor Lew analiza el desarrollo, las fuentes y el contenido específico del orden público transnacional, deteniéndose en particular en la prohibición contra los actos de corrupción, contra el tráfico ilegal, y contra las actividades terroristas, para posteriormente examinar la aplicación concreta por los tribunales arbitrales internacionales.

Sus conclusiones son muy nítidas: el orden público transnacional es un estándar destilado de los principios fundamentales de las políticas públicas nacionales; es directamente aplicable en el arbitraje internacional, y son los tribunales arbitrales los que determinan su contenido y cómo se debe aplicar en cada caso; y, por último, el estándar y la carga de la prueba debe responder en cada caso concreto a los hechos, las alegaciones de las partes, y la composición del tribunal arbitral.

En el capítulo décimo, el actual presidente de la CCI, Alexis Mourre, trata la cuestión del soft law como condición para el desarrollo de la confianza en el arbitraje internacional. Mourre avisa sobre la ambigüedad que supone que la proliferación de directrices, reglas y códigos de soft law evidencie hasta qué punto el mercado del arbitraje internacional pueda, por una parte, haberse convertido en autónomo respecto a los Estados, pero también, de otra, pueda llegar a erosionar la confianza del público en el arbitraje. El peligro para el arbitraje es que se amplíe la brecha, la posible desconexión existente entre las expectativas del público y la forma en la que la comunidad de arbitraje se percibe a sí misma. Ello, en opinión de Mourre, aumenta la presión para que la comunidad arbitral adopte autorregulaciones significativas, en particular en lo que respecta a la conducta de los abogados y a la ética de los árbitros. En este contexto, el desarrollo del soft law es, según Mourre, un elemento de objetivación del arbitraje que aumenta la confianza y la aceptabilidad del proceso.

Mourre entiende que no puede considerarse que hayamos llegado a un punto de estabilización del proceso de estructuración del arbitraje como sistema de justicia internacional. En relación al soft law, se ha puesto en ocasiones en cuestión su naturaleza “no democrática”, señalando así mismo que la multiplicación de reglas y buenas prácticas sería incompatible con la autonomía y la libertad de las partes y del tribunal.

Estos interrogantes plantean, según el análisis de Mourre, preguntas más generales sobre la legitimidad de la creación de normas por parte de organismos profesionales como la IBA, la ICCA, o el Chartered Institute of Arbitrators, y ponen de manifiesto que las directrices y guidelines deben ser elaboradas por organizaciones con suficiente representatividad y experiencia, por grupos de trabajo a su vez suficientemente representativos y de amplia consulta, y el resultado debe reflejar la diversidad cultural de la comunidad arbitral.

En cuanto a la posible limitación de la autonomía arbitral que implicaría el soft law, Mourre argumenta que la existencia de instrumentos de soft law son en realidad un elemento de flexibilidad para los tribunales arbitrales y para las partes. Tener la posibilidad de recurrir a reglas de soft law preestablecidas, que el tribunal arbitral podrá adaptar libremente a las especificidades de cada caso, constituiría una solución mucho más satisfactoria para las partes que la imposición de reglas inesperadas por parte del tribunal.

Ciertamente las Directrices de la IBA en determinadas materias, como, por ejemplo, los conflictos de intereses, la representación de partes, o la obtención de prueba, no son obligatorias, pero han logrado alcanzar un cierto grado de normatividad. Ello no ha obstado para que los tribunales judiciales se hallan apartado en casos concretos de las mismas. Aunque las Directrices sobre Representación de las Partes hayan alcanzado menor aceptación que los otros dos códigos de la IBA, en parte por las críticas emitidas desde algunos Colegios de Abogados, Mourre señala que solo normas transnacionales adaptadas a la práctica del arbitraje internacional pueden responder adecuadamente a cuestiones éticas y de representación de las partes.

En definitiva, la forma a través de la que se genera y se consolida el derecho transnacional del arbitraje es precisamente por medio de la elaboración de guías o directrices, de reglas y normas no obligatorias, las cuales acceden a un cierto grado de normatividad por el consenso general que alcanzan y el consecuente sentimiento de obligación moral en aplicarlas por parte de los árbitros y de las partes. Sin el soft law, el arbitraje no podría progresar como sistema de justicia global y autónomo, también de cara a las nuevas regiones del mundo, como África, donde comienza a expandirse. El soft law constituye, por tanto, una condición para que el arbitraje pueda mantener la confianza de los Estados y del público, gracias a su capacidad de autoregularse, y así seguir siendo percibido como un instrumento legítimo y eficaz de resolución de controversias internacionales.

En el capítulo once, el profesor Klaus-Peter Berger, de la Universidad de Colonia, aborda la cuestión del arbitraje institucional desde un triple prisma: armonía, disarmonía, y la “paradoja de la autonomía de las partes”.

El prof. Berger argumenta que el arbitraje institucional es tan “creatura del contrato” como su contraparte ad hoc, en la medida en que, al publicar sus Reglas y cláusulastipo, las instituciones arbitrales realizan una oferta permanente (“offerta ad incertas personas”) para administrar el arbitraje bajo sus reglas. Esta oferta es aceptada tácitamente por las partes en el momento en que inician el procedimiento, típicamente con la solicitud de arbitraje dirigida a la institución. Es en el juego entre la interpretación de sus reglas por la institución arbitral y la autonomía de las partes donde se plantean las cuestiones más detalladas que analiza el profesor Berger en su contribución.

Un primer escenario, aquél en el que las partes han hecho referencia en la cláusula arbitral únicamente a una determinada institución, sin incluir sus Reglas, puede resolverse mediante una “interpretación armoniosa” del acuerdo arbitral, como una consecuencia del principio transnacional de eficacia interpretativa (“in favorem validitatis”) de las cláusulas arbitrales. En el segundo escenario, en el que las partes se refieren a las Reglas de una institución arbitral, pero no han estipulado qué institución arbitral –o siquiera si debe ser una institución arbitral cualquiera– la que deba administrar el arbitraje, la solución debería ser similar a la anterior en la amplia mayoría de los casos.

Este principio de “interpretación armónica” alcanza sus límites, según Berger, en los casos en que las partes han estipulado que el arbitraje deba ser gobernado por las normas de una institución determinada, pero las normas de procedimiento a aplicar sean las Reglas de otra institución diferente. En estos casos, allí donde existe una confusión o error en la intención de las partes, la opción pro-arbitraje de los tribunales judiciales ha sido la de recalificar el arbitraje como ad hoc, administrado por una institución arbitral, pero según las Reglas de la otra.

Los principios aplicables a estos casos pueden ser también extendidos, según Berger, a las situaciones en las que las partes no desean conducirse siguiendo las normas obligatorias de las Reglas de la institución arbitral. La función supervisora y el origen contractual del vínculo entre las partes y la institución arbitral hace que la solución lógica en estas situaciones, cuando se trata de normas esenciales para la institución arbitral, sea la de rechazar la administración del arbitraje; si las partes deciden continuar con el arbitraje, éste se transforma en un arbitraje ad hoc, mostrando de nuevo que los límites entre ambas formas de arbitraje son permeables.

Finalmente, existen escenarios en los que la institución arbitral administradora puede ignorar el acuerdo de las partes en una cuestión procedimental, como parte de su discrecionalidad en el ejercicio de su función administradora del arbitraje. Los casos en este contexto se han presentado por ejemplo cuando se aplican procedimientos de urgencia para limitar el número a un solo árbitro, en contra de los tres árbitros acordados en la cláusula arbitral. En estos casos los tribunales judiciales han decidido de forma no uniforme. Y así por ejemplo la Corte Suprema de Singapur ha adoptado “una regla pro-institucional”, en lo que constituye una manifestación de “la paradoja de la autonomía de las partes”, al acabar optándose, en virtud de dicha autonomía, en favor de la decisión de la institución arbitral. La conclusión del prof. Berger es que, sin embargo, de manera general, debe ser el acuerdo entre las partes estipulado en el acuerdo arbitral el que debe de prevalecer sobre la discrecionalidad de la institución.

El capítulo doce cierra por último esta recopilación de excelentes ponencias, con una contribución del actual Secretario General de la Corte Permanente de Arbitraje de La Haya, el embajador Hugo Hans Siblesz, en la que considera sobre cómo incide la legislación nacional sobre la libertad de información pública en los arbitrajes de inversión.

Esta cuestión se sitúa en el actual debate sobre la tensión entre los principios de transparencia y de confidencialidad en la resolución de conflictos de inversión. ¿Cómo reaccionan los tribunales arbitrales cuando los Estados conceden o deniegan el acceso a información protegida en virtud de una solicitud basada en la legislación de transparencia y acceso a la información reservada (Freedom of information legislation)? ¿Y qué ocurre cuando una obligación de transparencia colisiona con un deber de confidencialidad? Además, estas solicitudes pueden tener implicaciones procedimentales, ¿cómo pueden afectar a la conducción de los arbitrajes?, ¿y son estos efectos diferentes según el momento del procedimiento en el que se conceda la solicitud de acceso a la información reservada?

La solicitud de acceso a la información protegida, examina Siblesz, puede ser realizada por representantes de la sociedad civil con un interés en el arbitraje, o por una de las partes, que espera así obtener pruebas documentales que no hubiera conseguido de otra forma. Se constata que la mayoría de estas solicitudes en el mundo han sido realizadas por periodistas, lo que ha llevado a que los medios jueguen un papel principal en la demanda de mayor transparencia en el arbitraje.

A la hora de denegar ese acceso a la información reservada, los Estados aducen las excepciones tipificadas en la legislación sobre transparencia/ secretos: la afectación de la política exterior y las relaciones exteriores del Estado; o la necesidad de proteger secretos estatales, profesionales o comerciales. Característicamente, son muchas más las ocasiones en que los Estados deniegan el acceso que en las que lo conceden. Y en general están más abiertos a la concesión si las reglas de la institución arbitral que administra el arbitraje son más favorables a la publicidad que a la confidencialidad, o, al menos, no se pronuncian sobre esta dicotomía.

En relación a los estándares aplicables sobre la publicidad, las Reglas de UNCITRAL sobre la transparencia en arbitrajes basados en tratados de inversión, se adecúan a los niveles de protección/publicidad de la legislación sobre acceso a información privilegiada. Aquí se produce un juego de equilibrios entre el Estado y el tribunal arbitral en relación con la confidencialidad/transparencia de determinados documentos, y lo mismo ocurre si se requieren documentos confidenciales del procedimiento por un tercero.

Aunque el derecho de los ciudadanos de acceder a información reservada de sus Gobiernos es muy distinto al derecho de los inversores a obtener determinados documentos en un arbitraje de inversiones, sin embargo es cierto que existen ciertas analogías entre ambos. Siblesz se pregunta finalmente si los estándares y procedimientos requeridos para la publicidad de los documentos según la legislación de acceso a información reservada y según la normativa de confidencialidad de los procedimientos arbitrales están convergiendo, solapándose, o interfiriendo unos con otros. Tras analizar detenidamente varias de las decisiones arbitrales más relevantes, el Secretario General de la CPA concluye proponiendo no solo la necesidad de minimizar las posibles fricciones entre estos dos planos, sino también de conseguir que se complementen y refuercen mutuamente. El objetivo a alcanzar estribaría en superar la distancia entre los estándares aplicables en solicitudes de acceso a información reservada y en los arbitrajes de inversiones.

De esta manera, el libro que presentamos es una galería de interesantísimas incursiones en aspectos concretos, y a veces, relativamente micro de cuestiones que hoy atañen al arbitraje comercial y de inversiones, pero a través de estas miniaturas se consigue en muchas ocasiones una amplia visión del bosque que hay detrás.

Concluimos. Fue Erasmo de Rotterdam quien realizó la conexión entre el arbitraje y el libero arbitrio. Y Hugo Grocio, el jurista internacionalista bajo cuya aura hemos acogido a nuestras Conferencias Anuales, también gran humanista y admirador de Erasmo, recalcó que el arbitraje es el reino de la autonomía de la libertad y del equilibrio racional.

Si hubiera que resumir estas doce Conferencias Hugo Grocio, es en estas frases donde posiblemente encontraríamos su mejor expresión.

José María Beneyto

Catedrático de Derecho Internacional, Derecho Europeo y Relaciones Internacionales, y Director del CIAMEN.

Profesor Visitante de la Universidad de Harvard

Arbitraje: presente y futuro

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