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SILVIA

Un día, volviendo a la casa de Manuel después de visitar los bazares, Silvia me volvió loco. No había manera de quitarle la vista; creo que la amé desde el primer día que la vi y aún la amo. Sólo su presencia detonó mi corazón en miles de piezas que he pasado mi vida recogiendo y ensamblando. Nunca permití que alguien más entrara en mi vida; esas piezas le pertenecieron desde esos días y lo seguirán haciendo hasta el final de los míos.

Aunque Manuel no me dejaba verla –era una niña de 13 años y yo, un niño de 16– ya contábamos con la suficiente conciencia para saber que mi corazón estaba hecho un rompecabezas, sabiéndola a ella como la única con la guía para armarlo.

Yo no dejaba de pensar en Silvia, que se ponía cada vez más guapa. No había forma de sacarle una sonrisa o una mirada: ni me pelaba. Para ella, yo sólo era un amigo de su hermano. Por más que me gustaba no me atrevía a acercarme, estaba en ese casillero nefasto: amigo-de-mi-hermano.

Con parte de lo que ganábamos, le compraba cosas. Deambulaba por el bazar un rato más y, sin que ni Manuel ni Alex lo vieran, adquiría cualquier detalle para ella, ya fuera una pulsera, una libretita o esas plumas de varias tintas que tanto le gustaban.

—Pasé por el bazar y vi esta pluma. Este… es… de las que usas, ¿verdad? Mira, en la compra me regalaron esta pulserita, ¿te gusta? Quédatela…

—Sí, ¡muchas gracias! —decía, y se iba.

Nunca la vi usar nada de lo que le regalaba, aunque años después me confesó que cada vez que me veía llegar con algo en las manos, se emocionaba mucho. En ese momento no lo demostraba, qué bueno que no desistí, pues algo planté en ella.

—Estás tirando tu lana —Me regañaba Manuel cuando me pillaba comprando algo para Silvia; afortunadamente no le hice caso. Manuel era brillante para todo, excepto para cuestiones de amor. Atraía a cualquiera, pero no lograba retener a nadie; le costaba mucho trabajo. Se aislaba al poco tiempo de iniciar una relación y así perdía buenas oportunidades para formar una familia. Pensaba mucho, analizaba todas las posibilidades y concluía que su soledad era lo más conveniente para él. Su perfección fue su fiel compañera de vida. Lo acompañó hasta su último suspiro, y yo fui testigo.

Silvia

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