Читать книгу Silvia - José Memún - Страница 20
ОглавлениеADIÓS
Como dicen que no hay día que no llegue ni plazo que no se cumpla, finalmente, su avión salía esa noche. Nada de lo que había hecho durante dos años para retenerla había servido.
Estaba inconsolable. No quise ir al aeropuerto el día que se fue. Me dejó una carta en la que me decía que nos escribiríamos a diario y que la distancia no nos separaría. Me sonó más bien como una plegaria; no me la imaginaba escribiendo todos los días desde Oxford. Con nueva vida y gente diferente, seguro me olvidaría.
Manuel me sorprendió: fue más que mi hermano en esos momentos, se sentía culpable de mi sufrimiento. Aproveché para verlo más seguido. A Alex, en cambio, casi no lo veíamos, pues Maribel lo había distanciado de nosotros. Eventualmente nos dimos cuenta de que estaba saliendo con los amigos de ella, lo que hizo a Manuel rabiar de coraje, pero Alex se veía feliz, y eso estaba bien.
“Ahora sí te tengo para mí solo”, me decía Manuel, y como él no lograba retener a ninguna mujer, nos hicimos inseparables otra vez. Claro que él estaba más que ocupado en su empresa, había logrado ya inaugurar su tercera tienda mientras aún era estudiante. Nunca dejó de sorprenderme la habilidad que tenía para hacer dinero, ni la que tenía para gastarlo; lo hacía especialmente invitando al “intento de escritor de universidad pública” como me llamaba el muy canijo y, claro, con sus amiguitos pesados de la Anáhuac yo no podía competir. Siempre que se burlaba de mi carrera me hacía reír.
De Silvia, sabía que le iba muy bien. Estaba concentrada en sus estudios y yo le di su espacio. Pero, aunque salí con otras chavas, nunca me sentí cómodo; sabía que mi lugar estaba con ella. Me quedaba claro que su papá no la dejaría quedarse eternamente en el exterior. Lo que nunca contemplé fue la realidad de la participación de él en sus decisiones: educada para sobresalir y ser independiente, acatar una orden iba en contra de todos los valores que le habían inculcado. Muy dentro de mí sabía que no volvería, no acorde a los planes originales; no estaba en ella seguir un itinerario. Esto me dolía profundamente, y por más anestesias que me aplicaba la gente que me decía que tenía juventud y vida por delante, mi corazón quería vivir el futuro con Silvia. Una vez al mes le enviaba una carta en la que le contaba mis cosas y aprovechaba para incluir un pétalo, como recordatorio de su vida en México.
Álvaro nunca dejó de referirse a mí como “cuñado” y hasta me invitaba a comer de vez en vez. Le gustaba mucho leer y nos pasábamos horas discutiendo sobre algunos títulos que a ambos nos habían llamado la atención. Desde que nos conocimos me identifiqué con él, en mis épocas de videojuegos y en las tertulias en las que hablábamos de libros en su casa. Podíamos pasar veladas enteras debatiendo sobre los Aurelios Buendía de Cien años de soledad. Nos divertíamos, y de alguna manera yo aprendía mucho de él que, aunque era banquero y provenía de una familia muy adinerada, era un tipo de lo más sencillo y noble; le gustaban las cosas simples y la gente derecha.
—Cuando hayas publicado y seas un gran escritor, no pierdas tu sencillez. Hay muchos lambiscones que sólo te hacen creer que eres algo distinto… Aguas con eso.
—Que Dios te oiga, Alvarito, y que yo llegue a ser escritor… y ya luego vemos si me hago famoso o no.
—Claro que Dios te va a ayudar, pero al final Él no es tu pluma ni tu cerebro. El que tendrá que pensar y escribir letras que formen palabras, palabras que se conviertan en frases y frases que se transformen en historias, eres tú.
Recuerdo que quedé sumamente motivado con esa conversación. Con el tiempo me di cuenta de que además de tener mucha fe en mí, Álvaro era adicto a formar talentos. En su banco tenía todo un departamento de formación académica para capacitar a sus empleados. Un verdadero visionario y gran ser humano que se convirtió en mi mecenas, pues ese mismo día se ofreció para ser el patrocinador de mi primera novela. Le tomé la palabra.
Después de varios meses me llegó una carta de Silvia. La verdad, yo nunca me involucré mucho en lo que hacía o en dónde estaba, porque no quería sufrir más. Yo era muy joven y no quería desperdiciar mis mejores años en un amor de juventud. “Un clavo saca otro” –más anestesia–, me decía mi mamá a diario. “Búscate una chamaca guapa, si no, ¿a quién le vas a dedicar tus escritos? Y esa música que escuchas, no creo que sirva de mucha inspiración”. Ace of Base retumbaba en toda mi recámara; repetía miles de veces “All that she wants” y cuando tenía un poco más de melancolía cambiaba por la cinta de Richard Marx y escogía “Now and forever”. Música para mi tristeza.
—¡¡¡Mamaaá!!! ¡Qué cosas dices! No te oigo nada.
—Tienes 21 años y tu corazón es una esponja. De seguro te enamoras de otra muchacha si tu Silvia no regresa pronto. Pero eso sí te digo, a vestir santos no te quedas. No te eduqué para que seas un solterón… Tú te me sales de esta casa vestido de novio, nada de andar viviendo solo. Además, vete… andas comprando rosas a una novia que está lejos, si es que sigue siendo…
—No sé qué decirte, madre, te confieso que sí ando tronado… la extraño mucho.
—Pues ¿cómo no? Estás encerrándote en tu cuarto lee y lee todo el tiempo… ¿De verdad tienes que leer tanto para la facultad? No vaya ser que con los libros te estés perdiendo de vivir tu propia vida —Me dejó mudo—. No tengas miedo, sal a vivir y ¡aprovecha tu juventud!
—Va, te propongo un trato —Le dije ya payaseando—, si cuando acabe la carrera no he dejado de pensar en ella o no he conocido a otra chava, me invitas el boleto de avión a Oxford para ir a ver a Silvia.
—¡Qué chistosito!
Me faltaban dos años. En 1998 yo ya habría terminado mis estudios y para entonces Silvia ya estaría muy avanzada en su carrera, así que sería un buen momento para reunirnos. Claro, si nada se cruzaba en nuestro camino.