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VERANO, 1993

Llegamos hechos trizas. Nunca había estado en un vuelo de diez horas; lo único que me salvó fue la música que mi Walkman reproducía. Ninguno de los tres conocía Europa, y al bajar del avión nos ganó la emoción. Salimos del aeropuerto y, aunque estábamos cansadísimos, ese día no paramos ni un minuto.

Caminamos por todos lados sin parar, queríamos conocer todo París en un día y nada nos detuvo hasta que se hizo de noche. Ya no aguantábamos los pies y el agotamiento era tremendo. Encontramos un hotel que se veía bueno, bonito y barato, y estaba muy cerca del Arco del Triunfo. No queríamos alejarnos tanto de la zona turística porque al otro día planeábamos subir a la torre Eiffel, ir al Museo de Louvre y pasear un rato por las tiendas y cafés. Íbamos a estar sólo cuatro días en París, así que no había tiempo que perder.

Habían pasado dos días y Manuel ya no nos aguantaba. Alex y yo nos la pasábamos compre y compre souvenirs para las novias; pero Alex estaba peor, le hablaba a Maribel todos los días y se gastaba una fortuna en llamadas de larga distancia. Yo en cambio era un poco más abusivo: cuando Manuel hablaba a su casa, le pedía que me dejara hablar con Silvia, y así ya no me costaba.

Salíamos todas las noches con rumbo indefinido, a donde la calle nos llevara, y nos emborrachábamos. Tan buenas eran nuestras borracheras, que siempre que regresábamos al hotel ya era de día.

Lo que vivimos en esos días nunca se repitió. Viajé mucho a lo largo de los años, pero la sensación de libertad de ese viaje fue única. Sin duda lo considero uno de los mejores momentos de mi vida. Éramos muy jóvenes e inocentes, y con la vida por delante fuimos a vivirla sin más, a descubrir y explorar; a alejarnos de la burbuja en la que estábamos para salir al viejo mundo. Al pasar por los puestos de flores, no podía resistirme a comprar una rosa; la hacía pedazos y guardaba todos los pétalos para Silvia. Uno por cada lugar al que iba y así la sentía conmigo.

De París viajamos a Ámsterdam. Tomamos el tren y en menos de cuatro horas nos dejó en plena ciudad. No fueron en vano las advertencias que nos habían dado sobre el lugar. Fuimos a la famosa Zona Roja, como cualquier turista de la edad, y sí, fue impactante. Todas esas vitrinas con mujeres ofreciéndose eran todo un espectáculo y, entre miedo y curiosidad, Manuel preguntó quién se animaba. Alex y yo nos volteamos a ver y le mostramos a Manuel las bolsas vacías de nuestros pantalones, aunque, claramente la pregunta no estaba dirigida a mí y yo jamás hubiera soñado con hacer eso mientras tenía una relación con Silvia. Nos decidimos por dormir. Yo había leído sobre los museos en Ámsterdam y realmente quería ir, por lo menos a uno, pero entre tanta gente, bares y poco tiempo, no hubo forma de convencer a Manuel y a Alex de “perder” unas horas viendo alguna exposición. Mi mamá me había recomendado ir al Museo de Van Gogh y, cuando convencí a Alex, quien era el más renuente, la cola era tan inmensa que no hubo forma de entrar.

En Berlín estuvimos dos días caminando por las avenidas y disfrutando de la historia que la cuidad nos ofreció. Continuamos hacia Praga, por recomendación de Tomás, “no pueden dejar de conocer Praga”, nos dijo, “¡les va a encantar!”, y la verdad, no exageró. Una ciudad llena de bares y gente trasnochando en las calles. No teníamos que entrar y pagar en las discotecas para tener fiestas. Con cerveza en mano caminábamos por calles estrechas y plazas concurridas. Recuerdo especialmente nuestro paso por el Puente Carlos, que no logramos ver porque estábamos tan apretados entre la gente que no hubo manera de disfrutarlo. Aun así, para mí fue un momento formativo, donde sólo tenía que ver la gente, los edificios y las calles para tener algo que poner en el papel.

Terminamos el viaje en Roma, donde estuvimos cuatro días. Fue el lugar que más me cautivó. Sólo caminar por sus calles es suficiente para dejar marcado a cualquiera. Ver toda esa gente en sus Vespas, andando a toda velocidad, como moscas pasado tan cerca uno del otro, y sin rozarse, daba envidia. Deseaba esa libertad: tener mi moto e ir por todos lados, vestir como me diera la gana y disfrutar la vida a mi antojo. Roma me dejó marcado, algo había en ella que estaba predestinado para mí.

Silvia

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