Читать книгу Silvia - José Memún - Страница 15

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INVITACIÓN

Mis regalos seguían fluyendo con regularidad, cada semana había un detalle. Me pasaba los días decidiendo cómo invitarla a salir o decirle que me gustaba, y salirme de ese casillero de amigo. La tenía tatuada en mis pensamientos, y cualquier pretexto era bueno para ir a casa de Manuel, incluso sin él allí. Estar al pendiente de ella se volvió aire para mis pulmones. Más tarde sabría que yo me había impregnado en la mente de ella también.

Pero, ¿cómo lograr estar juntos? Había algunos obstáculos que saltar: el principal era Manuel, que, estoy seguro, me quería demasiado, pero no tanto como para entregarme a su hermanita. Ambos sabíamos que sería incómodo que Silvia saliera conmigo, ¿pero qué mejor que tu mejor amigo fuera parte de la familia en lugar de un extraño? Para mí, su aprobación era muy importante, no sólo para salir con Silvia, sino para todo. Si alguien me conocía y sabía cuándo estaba yo a punto de cometer una idiotez, ese era él. Era algo así como mi conciencia. Todos los días agradezco el tiempo que lo fue. Con su integridad y valores supo ser el amigo ideal; más que un hermano.

Para mí, Silvia era muy importante, pero no sabía cómo ponerlos a los dos en la balanza. Desafiar a Manuel y arriesgar su amistad era un precio que no estaba seguro de pagar. Ese capricho mío de salir con Silvia habría podido dividir el grupo que se había formado desde la niñez.

—Manuel, no seas cabrón y acompáñame a comprarle un regalo a Silvia, ya va a ser su cumple y no quiero que se me pase.

—¿¡Su cumpleaños!? ¡No chingues! Faltan más de cinco meses —Me contestó Manuel medio molesto y un poco en tono de burla.

—Sí, ya sé, pero no quiero estar corriendo después. Por cierto, ¿crees que si la invito a salir venga con nosotros un día de estos? —Me atreví a preguntarle para ver su reacción, ya que viendo su cara sabría de inmediato a qué atenerme.

—Uy, no se me había ocurrido. La verdad no me gustaría que mi hermana me vea en pleno ligue y mucho menos que alguien se le acerque, ya sabes que es mi consentida.

“¡Puta la madre!”, pensé, “¿ahora cómo le doy vuelta al asunto?”.

—No creo que sea incómodo, yo la puedo entretener. Tú por tu lado y nosotros por el nuestro, y así nadie se le acerca —respondí intrépidamente, a ver qué decía. Me atreví a usar la palabra “nuestro” y utilicé el “Tú por tu lado”, para que no hubiera ninguna duda y saber si eso sería un problema.

—Perdón, pero no me late nada… No mezcles las cosas. ¡Es mi hermana!

—Yo sé que es tu hermana, no jodas…

—Aparte, tiene 16 años, está chica… ¿Y qué tanto me dices a mí? Falta que mis papás la dejen.

—Y si la dejan, ¿tú tendrías bronca en que venga?

—Sí, claro que la tendría. Ya te dije, es mi hermana. No me hagas repetir. Qué flojera que venga con nosotros; es una chavita, y si sus amiguitas, que me cagan, vienen, de seguro nos echan a perder el plan.

—¿Y si sólo viene el sábado? Tenemos la fiesta de despedida de la escuela y estaría bien, ¿no? —Tenía que negociar de alguna forma, o íbamos a acabar en pleito.

—¡El sábado y ya! No me estés jodiendo cada fin con que viene. Bueno… si es que la dejan.

Unos días después de mi plática con Manuel, fui a su casa con el pretexto de llevarle a Silvia su regalo de cumpleaños adelantado. Cuando se lo di, me sonrió con naturalidad y luego dio un suspiro que aún recorre mis nervios, calmándolos cuando necesitan una anestesia o un relajante natural. A partir de allí, aceptó siempre mis regalos con tanto cariño que yo no podía esperar el momento de llegar con otro. Se me secaba la cabeza pensando qué darle, pero ella era tan trasparente que lo que le llevara lo recibía igual. Para mí, estar cerca de ella era suficiente, escuchar su respiración, verla mirar. Pero esa tarde mi regalo la emocionó más que otras veces, lo que me dio la fuerza necesaria para invitarla, y así lo hice.

—¿Entonces qué? ¿Te animas a venir con nosotros a la fiesta de este sábado? Digo… a menos de que tengas otros planes.

—No, no tengo ningún plan, ¡pero no conozco a nadie ahí! No creo que mis papás me dejen.

—Pide permiso y vemos, ¿no? Es más, si quieres yo hablo con ellos —Ofrecí.

—¡Seguro no me van a dejar!

—¿Ni siquiera si Manuel también va?

—No sé… además creo que tengo los 15 años de la hermana de una amiga.

—¿Qué amiga?

—¡Una!

—¿Por qué mejor no me dices que no quieres ir en vez de poner pretextos?

—No son, de verdad. Sí tengo esa fiesta. Déjame pregunto y te aviso.

Desde que era muy chica, los padres de Silvia tenían otros planes para ella, y la habían criado de acuerdo con ellos. Por ejemplo, a diferencia de sus hermanas y Manuel, la inscribieron en un colegio americano. Pretendían darle esa herramienta bilingüe, algo así como un pasaporte para poder, a su mayoría de edad, no antes, estudiar en cualquier lugar del mundo.

Dos días después la llamé, tenía pánico de que alguien que no fuera ella contestara. Lo hice a media tarde, cuando asumí que ni su papá ni Manuel estarían en casa, las restantes posibilidades serían más fáciles de sortear. Descolgué el teléfono y mientras presionaba los dígitos que me comunicarían con ella, estaba seguro de que no correría con la suerte de que ella contestara. Y así fue. Sintiendo que hacía algo malo y después de la pena de saludar a su hermana Miriam, por fin la tuve del otro lado de la bocina.

—¿Bueno? —contestó frescamente. ¡Qué bueno que no podía verme!

—Hola… qué onda. ¿Cómo estás?

—Bien —Así de seca me dejó mudo.

Contaba con que me preguntara como estaba yo y de ahí partir con la conversación.

—Mmmmmm… oye… este... eh, eh, eh… oye… este... ¿qué haces?

—Nada.

—Qué bueno —¿“Qué bueno”? ¡Qué tontería había dicho! Pero ella no daba ni media entrada.

—Silvia, ¿pediste permiso?

—Sí.

—¿Y?

—Pues no me dejaron —Después supe que ni siquiera había pedido el permiso.

—Pero… O sea… ¿No hay forma?

—Es decir, les dije, pero como que no les latió mucho que vaya a la fiesta de Manuel.

—¿No les latió por Manuel, o porque yo te invité?

—Me dijeron que era por Manuel.

—¿Crees que si yo les digo algo, te dejen?

—No sé.

—¿Quieres que les diga?

—Mmmm. Sí… si quieres, sí.

Aunque mi querido Manuel se enojara, me decidí a ir en la noche y pedirle permiso a Tomás. Lo agarré desprevenido. De entrada, no creyó que hablara en serio; él y yo vacilábamos mucho. Era un hombre de un carácter muy simpático. Pero cuando insistí, noté que miró a Manuel de reojo y que este miró hacia el piso. Sin una posición firme al respecto, Tomás dejó la decisión a su hija. Ella accedió y, para mi sorpresa, le dio un beso en la mejilla a su padre.

Manuel no me dirigió la palabra esa noche ni las que le siguieron a la fiesta.

Silvia

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