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PRÓLOGO

No llevaba ni tres horas allí. Traté de sacar el boleto de tren que, según yo, estaba en el bolsillo derecho de mi chamarra. Temblé cuando no lo encontré. Exploré un poco más; ahí estaba el maldito, burlándose de mí, al igual que el destino. Quise romperlo, pero me contuve; poco me faltó. Quería irme cuanto antes. Seguí corriendo y sentí como si el fuego persiguiera mi paso, impidiéndome volver la vista hacia ese destino que me había arrebatado el individuo que estaba con ella. Manuel no me había dicho nada sobre él… ¿Sabría algo?

Caminé por esas mugrosas calles empedradas. “Cualquiera tiene un día malo”, pensé. La neblina cubría el paisaje, corría un viento helado y una lluvia seca me molestaba la vista mientras me movía a toda velocidad de regreso a la estación. No quería que me viera. ¿Cómo explicarle que había atravesado medio planeta para verla? Me sentía solo y muy lejos de mi casa; traté de pasar por la garganta ese trago amargo. Pero, ¿cómo? Tantas ilusiones y planes. Es lo malo de los viajes largos; mucho tiempo para pensar, imaginar y revivir.

De verdad, mi mamá y sus malas ideas. ¿Qué necesidad había de exponerme a romper mi corazón? ¿Cómo no había imaginado que algo así podría suceder? Qué inocencia la mía. Debía olvidarme de una vez y para siempre de ella, dejarla ir.

Pero ahí estaba, en Oxford, persiguiendo a alguien que, por lo visto, se había olvidado de mí. Me fui con la firme idea de huir de ella y de todos. No quería saber de nadie.

Al regresar a Londres no me quedaría más alternativa que llamar a mi padre y confesarle lo que me había pasado. Me tragaría el orgullo y soportaría el “te lo dije” que perforaría mis oídos y quemaría mi alma. Aun así, sabía que sin su apoyo no podría llegar a ningún lado más que a su casa, con la cola entre las patas.

Venía el fin del milenio. En uno de esos días se acabaría el mundo y con él, mi sufrimiento. Esa idea me perturbó aún más; me vinieron a la cabeza varias reflexiones: la primera, y más grave, fue que no viviría ni treinta años. La segunda, que no tendría un hijo. La tercera, y más dolorosa, que ya nunca más estaría con ella. Luego se me ocurrió una última y trágica posibilidad perdida: no escribiría un libro. Ahora sí le daría gusto a la gente que nunca había creído que lo haría, y el que encabezaba ese grupo era precisamente al primero y al único que tenía que llamar.

Deambulé como fantasma, esperando que mi tren saliera. En mi cabeza, las ideas flotaban tratando de cobrar sentido todas al mismo tiempo para convertirse en una sola: fracaso. Así, los minutos eran horas y las horas, días. Miré hacia todos los lados; no había nadie. Me estremecí.

Llegué a Londres y salí huyendo de la estación con un único destino: el aeropuerto. De ahí llamaría.

Estuve parado frente al teléfono más de una hora sin el valor de hacerlo, golpeado, melancólico, con mucho miedo y, sobre todas las cosas, sin ganas de oír su voz autoritaria y tajante.

Ya lo había escuchado antes en ocasiones similares; y, en ese momento de melancolía, estaba seguro de que yo no sería muy receptivo. Además, un rompimiento con mi padre sería catastrófico; perdería esa base sólida llamada hogar.

Mi vida había sufrido un giro completo: lo que en casa me motivaba a vivir estaba en Oxford, pero ahora, estando allí, temía perder lo que tenía en casa. Algo bueno tendría que sacar de la estaca clavada en mi pecho.

Por primera vez en mi vida experimenté la verdadera indecisión, y esta vez no se trataba de trivialidades. ¿Qué camino tomaría? ¿Derecha o izquierda? Uno era la seguridad, mi casa y el cobijo familiar… pero el otro podría ser del doble de la apuesta que acababa de perder. Recuperar o seguir perdiendo. Todo aquello que por un lado me pesaba, por el otro era sumamente ligero. No llevaba bagaje, pesas o compromisos. Nada me detenía. Esa resortera inmensa que me jalaba de regreso se desvaneció; las cadenas resguardadas con candados se abrieron. Y así, súbitamente, el agua que me ahogaba se absorbió.

Era libre.

Aún conservaba el dinero y mi boleto de regreso; cambié mi destino. Empezaría de cero, lejos de ella y de todos.

Silvia

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