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3. ÓRGANOS POLÍTICOS Y ÓRGANOS ADMINISTRATIVOS

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Como señala la Exposición de Motivos de la Ley 39/2015, «La Constitución recoge en su título IV, bajo la rúbrica “Del Gobierno y la Administración”, los rasgos propios que diferencian al Gobierno de la Nación de la Administración, definiendo al primero como un órgano eminentemente político al que se reserva la función de gobernar, el ejercicio de la potestad reglamentaria y la dirección de la Administración y estableciendo la subordinación de ésta a la dirección de aquel».

En efecto, el artículo 97 de la Constitución Española señala que «El Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado. Ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes». El artículo 98.1 señala que el Gobierno estará constituido por su Presidente, los Vicepresidentes en su caso, por los Ministros y los demás miembros que determine la Ley. Finalmente, dispone el artículo 3.3 de la Ley 40/2015 que «bajo la dirección del Gobierno de la Nación, los órganos de gobierno de las Comunidades Autónomas y de los correspondientes de las entidades locales, la actuación de la Administración Pública respectiva se desarrolla para alcanzar los objetivos que establecen las Leyes y el resto del ordenamiento jurídico».

Si el Gobierno dirige la Administración hay que concluir que no son dos realidades totalmente coincidentes. En efecto, el ordenamiento jurídico español reconoce que determinados órganos puedan llevar a cabo, al mismo tiempo, actividades políticas y administrativas, si bien la distinción entre ambos tipos de órganos resulta a veces complicada. Tal distinción tiene su reflejo en la legislación positiva, existiendo por una parte la Ley 40/2015 tantas veces citada, que regula el Régimen Jurídico del Sector Publico, y que al analizar la Administración General del Estado, regula las figuras de los Ministros desde su perspectiva más administrativista, en tanto que directores de los Departamentos ministeriales que son la estructura fundamental de la Administración central del Estado (artículo 55 de la Ley 40/2015); y por otra, la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, que regula el estatus del Presidente y de los Ministros en tanto que miembros del Gobierno de la Nación.

Así, mientras que la Ley 50/1997 hace hincapié en funciones de carácter netamente político del Presidente como representar al Gobierno, establecer su programa político, proponer la Rey la disolución de las Cortes o dirigir la política de defensa (artículo 2.2) y de los Ministros, como desarrollar la acción del gobierno en el ámbito de su Departamento, la Ley 40/2015 alude a funciones de carácter más administrativo. Así, dispone su artículo 61.1 con carácter general que «Los Ministros, como titulares del departamento sobre el que ejercen su competencia, dirigen los sectores de actividad administrativa integrados en su Ministerio»; y más en particular les atribuye, entre otras, las funciones de fijar los objetivos del Ministerio, aprobar los planes de actuación del mismo y asignar los recursos necesarios para su ejecución, proponer la organización interna de su Ministerio, revisar de oficio los actos administrativos y resolver los conflictos de atribuciones cuando les corresponda, así como plantear los que procedan con otros Ministerios, celebrar en el ámbito de su competencia, contratos y convenios, sin perjuicio de la autorización del Consejo de Ministros cuando sea preceptiva y administrar los créditos para gastos de los presupuestos del Ministerio.

No obstante, la acción política y la acción administrativa no siempre son netamente diferenciables. Así, la potestad reglamentaria constitucionalmente atribuida es un instrumento fundamental para la acción política del Gobierno, y a la vez, una herramienta fundamental para dotar a la Administración de su organización y del marco normativo necesario para desarrollar su acción.

También es complicado en ocasiones el deslinde entre los actos administrativo y los llamados actos políticos. Establece el artículo 29 de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre del Gobierno, bajo la rúbrica “Del control de los actos del Gobierno” que:

«1. El Gobierno está sujeto a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico en toda su actuación.

2. Todos los actos y omisiones del Gobierno están sometidos al control político de las Cortes Generales.

3. Los actos, la inactividad y las actuaciones materiales que constituyan una vía de hecho del Gobierno y de los órganos y autoridades regulados en la presente Ley son impugnables ante la jurisdicción contencioso-administrativa, de conformidad con lo dispuesto en su Ley reguladora.

4. La actuación del Gobierno es impugnable ante el Tribunal Constitucional en los términos de la Ley Orgánica reguladora del mismo».

Sin perjuicio de su desarrollo en el Capítulo n.º 8 de la presente obra, debemos reseñar aquí que la delimitación entre ambos tipos de actos es transcendental pues el grado de control jurisdiccional de unos y otros es diferente, si bien reseñando que no hay categorías de actos de la Administración que se hallen sustraídos del control por parte de los Tribunales (artículo 106 de la Constitución). Mientras que el control jurisdiccional de los actos administrativos es pleno, en tanto que afecta en su integridad a todos ellos y en todas sus partes y aspectos, el control jurisdiccional de los llamados «actos políticos», a los que alude el artículo 2.a) de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, es más limitado. Este artículo, que refleja un posicionamiento que ya había inaugurado la jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo, dispone lo siguiente:

«El orden jurisdiccional contencioso-administrativo conocerá de las cuestiones que se susciten en relación con:

a) La protección jurisdiccional de los derechos fundamentales, los elementos reglados y la determinación de las indemnizaciones que fueran procedentes, todo ello en relación con los actos del Gobierno o de los Consejos de Gobierno de las Comunidades Autónomas, cualquiera que fuese la naturaleza de dichos actos».

El Tribunal Supremo, por ejemplo, en Auto de 8 de enero de 2004 (JUR 2004, 16422) (recurso contencioso-administrativo n.º 122/2003), se pronunció acerca del envío de ayuda humanitaria y unidades militares a Irak. Señaló que dichas decisiones son residenciables ante el orden jurisdiccional contencioso-administrativo para que conozca de los elementos reglados, de acuerdo con el artículo 2.a) de la Ley 29/1998, pero no es dable que se enjuicie la oportunidad de la medida en cuanto al fondo, sin perjuicio, siempre, de la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos prevista en el artículo 9.3 de la Constitución.

Finalmente, cabe citar la Sentencia del Tribunal Supremo de 20 de febrero de 2013 (RJ 2013, 2202), en la que enjuiciando un indulto concedido por el Gobierno y negando que éste pudiera tener otro efecto jurídico distinto a la condonación total o parcial de la pena, señaló que el control judicial respecto de los actos del Gobierno no se limita al ejercicio de sus potestades administrativas, sino que se extiende a otros actos del poder ejecutivo, en la medida en que están sujetos a la ley, aunque no cumplan una función estrictamente administrativa. Dice literalmente el Tribunal Supremo que «los indultos son susceptibles de control jurisdiccional en cuanto a los límites y requisitos que deriven directamente de la Constitución o de la Ley, pese a que se trate de actos del Gobierno incluidos entre los denominados tradicionalmente actos políticos, sin que ello signifique que la fiscalización sea “in integrum” y sin límite de ningún género, de modo que «la decisión (conceder o no conceder) no es fiscalizable por parte de los órganos jurisdiccionales, incluido el Tribunal Constitucional» si bien «el contenido material del indulto, lo marca la Ley y este elemento reglado es el que abre la puerta al control de la jurisdicción». En este sentido se pronuncia también la Sentencia del Tribunal Supremo de 6 de junio de 2014 (PROV 2014, 163487).

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