Читать книгу Faustófeles - José Ricardo Chaves - Страница 13
La casa misteriosa
ОглавлениеYa hace mucho tiempo que los superhéroes quedaron atrás. Ahora Fausto es un joven que no hace más de tres meses cumplió quince años y que la próxima semana celebrará su primer aniversario de haber sido iniciado en la logia teosófica. Fue la tía Herminia quien lo llevó por primera vez a esa casona misteriosa de la Cuesta de Núñez, después de que una amiga de gustos esotéricos la convidara a las “apasionantes pláticas de los teósofos”, según decía la mujer con cómico rictus histérico.
Una vez a la semana estos seguidores de las doctrinas de la rusa Blavatsky –una curiosa mezcla de neoplatonismo hermético con budismo, cábala e hinduísmo– daban conferencias para divulgar sus ideas. En el gran salón de la vieja casona, entre esas paredes blancas con los rostros de la insólita fundadora rusa, de magnéticos ojos; del viejo Olcott perseguidor de fantasmas en los centros espiritistas neoyorkinos; de la Besant –primero, socialista fabiana organizadora de huelgas de modistillas en Londres, después, oradora teósofa que conmovía a su examante George Bernard Shaw y descubridora del mesías Krishnamurti–; de Leadbeater, el clarividente de vidas pasadas en la Atlántida y en Lemuria; entre estos cuadros, digo, y entre otros de personajes locales como la Pepilla de Bertheau (tía de Eunice Odio) o el caprino Povedano con su dibujo de la Esfinge egipcia restaurada, entre paredes blancas y cuadros y flores e incienso, un cejijunto conferencista expone a un público de veinte o treinta personas floridos e iluministas discursos salpicados de términos en sánscrito, pali o hebreo (la India, el Buda, la Cábala...).
Entre el público se encuentran Fausto y Herminia, quienes escuchan embelesados la oratoria mística del viejecillo teósofo. La conferencia se titula La teosofía no es una teología. El vate de las cartas de los Mahatmas del Tíbet blande seguro su bate verbal. Tía y sobrino quedan fascinados ante esa disertación a ratos casi oracular.
En el principio fue el Logos, decía el teoevangelista vidente. En el principio no fue el Caos sino el Vacío. Entonces el Espacio, el eterno padre, se llenó de luz una vez más después de haber dormido durante siete eternidades, dice el Libro de Dzyan, manuscrito misterioso que dormita en la fría biblioteca de una lamasería, en Shambala, en el desierto de Gobi. En el principio...
La búsqueda de los orígenes...
Todo origen siempre es mítico. (¿No es cierto, Edipo?)
Con un átomo de mi cuerpo creo el universo y aún así permanezco, dice Krishna al tambaleante príncipe Arjuna.
Bhagavad Gita...
Puranas...
Upanishads...
Enéadas...
Corpus Hermeticum...
Génesis...
Apocalipsis...
Sutra del Diamante...
Canon Pali...
Tao Te King...
Zohar...
Esplendores del libro de la visión: el Libro del Brillo.
Cuando la conferencia terminó, Herminia y Fausto, muy entusiasmados, se acercaron al pequeño expendio de libros. La mujer –siguiendo los consejos de la bibliografía recomendada– compró un ejemplar del grueso libro de Pavri Teosofía explicada, estructurado en preguntas y respuestas en las que el autor diserta sobre cosmos en formación, ángeles de jerarquías solares y lunares, noches y días de Brahma; cuerpos físicos, etéricos, astrales, mentales, causales, búdicos, nirvánicos, paranirvánicos, mahaparanirvánicos; karma individual y grupal que moldea individuos y naciones; reencarnaciones, samsara incesante o torbellino de cuerpos de hombres y mujeres; el gobierno oculto del mundo o la Gran Fraternidad Blanca, incesantes jerarquías angélicas vislumbradas por Dionisio el Areopagita...
Herminia paladea mientras lee el índice del libro. Tarde tras tarde devorará preguntas y respuestas pavrianas como perra pavloviana y luego, en la intimidad de la recámara, o en el pequeño parque frente a la escuela de Tibás, mientras contemplan –tía y sobrino– el estanque con pececillos, Herminia preguntará a Fausto típicos tópicos esotéricos y ella misma responderá siguiendo al mismo tiempo los discursos de Pavri y las piruetas escurridizas de un pez plateado. Fausto la escuchará con paciencia, a veces pedirá alguna aclaración; otras, con ayuda de una rama seca, trazará mágicos pentáculos en el aire, rápido, igual a como el Zorro enmascarado delinea su zeta con la espada.
Fausto ha llegado una hora antes de que empiece la conferencia. Quiere recorrer la casa misteriosa de pisos que crujen ante el peso humano, silencioso sólo al paso de un fantasma. Su tía llegará al rato. El muchacho pide permiso para curiosear por el lugar a una mujer de unos sesenta años, de pelo rojo mezclado con canas. Su maquillaje le da un aspecto estrafalario. Esa noche doña Carmila (así dice llamarse la mujer) fue la encargada de abrir la logia, de contestar el teléfono y prestar los libros de la biblioteca –para ser leídos ahí mismo–. Fausto revisa nombres: Mario Roso de Luna, Jinarajadasa, La Doctrina Secreta, El hombre: ¿de dónde y cómo vino? ¿adónde va?, Rudolf Steiner, Los chakras, Aleister Crowley, Cábala mística, Cuando el sol avanza hacia el norte, Golden Dawn, Mabel Collins, El cristianismo esotérico o los Misterios Menores...
Fausto no sabe cuál libro pedir. Quisiera poder leerlos todos al mismo tiempo, lo invade una avidez por ese supuesto saber perdido en lo más oscuro de los tiempos y del cual el viejo orador había hablado casi oracularmente en las últimas semanas, de manera parecida a como la tía Herminia lo hacía durante los paseos de la tarde. Pero no, esos minutos previos a la conferencia no los va a dedicar a la lectura sino a recorrer los pasillos y salas de la casona. Fausto más bien observará en silencio retratos, viejas fotografías, caras místicas de los escritores teósofos, expuestos en las vastas paredes, entre otros de Roberto Brenes Mesén, de Rogelio Sotela, de María Fernández de Tinoco, alias Apaikán, autora del díptico Zulay y Yontá; de Krishnamurti recorriendo esa misma casa que él ahora recorre. Fausto respira un aire antiguo, una atmósfera cargada de misterios, de sombras y de súbitas iluminaciones: el aire espeso de la tradición ocultista.
—Una tacita de té –dice doña Carmila mientras la extiende humeante al joven. Fausto se siente sorprendido en sus ensoñaciones, le parece que la mujer se ha materializado repentinamente como uno de los Mahatmas tibetanos de Madame Blavatsky.
—Sí, gracias. No la oí acercarse.
—Qué raro. Con estos viejos pisos de madera que suenan tanto... Seguramente estaba ido en las fotos de la pared. Qué linda esa fotografía, ¿no le parece? Mire, ese señor que ve en esta esquina es don Julio Acosta, el expresidente teósofo que ayudó a botar a Tinoco, el militar usurpador (aquí entre nos, qué esposo el que se fue a buscar doña Mimita, todo un hombre de mano dura, con gustos espiritistas; doña Mimita no tanto, ella siempre fiel a la logia, aunque con sus desviaciones espíritas), y esta señora de acá es la niña de Mezerville, tan buena educadora..., don Mariano Coronado, el psicólogo, y acá está don Pepe Acuña, el poeta y gurú que vive retirado pero no aislado en su casa de Curridabat.
La mujer continuó dando nombres de personas que suponía que él debería conocer. Fausto miraba los rostros diluidos por el tiempo mientras sorbía un poco de té. A su lado, la faz empolvada de Carmila continuaba con su letanía de nombres muertos, verdadera retahíla necronomicónica de hombres y mujeres ya idos del San José tinoquista de 1917 y de después y que sin embargo seguían vivos en las palabras, en las fotografías y en los recuerdos de la polvosa Carmila. En el corredor teosófico, las palabras se perdían en el aire igual que el humo del té, frente a las viejas imágenes.