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El guiño de Indra
ОглавлениеPara seguir viéndose sin interferencias, Eulogia sugirió a Fausto que la visitara más a menudo en su casa de Los Yoses. Ahí también podría almorzar, dormir su siesta, hacer sus tareas, estudiar lo profano y lo oculto, en fin, lo que más se le antojara. Tampoco era ésta una solución, argumentó Fausto: si su tío estaba en casa, igual notaría su ausencia y, al regresar, armaría camorra. En todo caso –pero esto ya no lo dijo– visitar a Eulogia en su residencia serviría para alejarla un poco de Tibás y no echar así más leña al fuego.
Una vez a la semana, generalmente los martes –día de la reunión teosófica–, Fausto visitaba a Eulogia luego del colegio. Ese día marcado lo esperaba siempre un banquete vegetariano que, una vez consumido, lo enviaba invariablemente a dormir la siesta a la recámara de la hija de Eulogia, quien desde hacía dos años vivía en los Estados Unidos con su papá. Aunque Eulogia se había casado dos veces (y dos veces se había divorciado), sólo del segundo matrimonio tenía descendencia: esa “nena” de diecinueve años que, una vez terminado el colegio, se fue a estudiar música al extranjero aprovechando que su papá vivía en los Estados Unidos desde hacía varios años –incluso había vuelto a casarse-.
Fausto aceptaba los beneficios de su amistad con Eulogia. La estimaba, pasaba ratos agradables con ella, admiraba su entereza ante las adversidades, su constante buen humor, su locuacidad. Sin embargo, a ratos tantas atenciones de su parte lo abrumaban, lo hacían sentirse como volviendo a un estado infantil, de indefensión, del que más bien quería alejarse. Sentía que Eulogia, en su soledad, se aferraba a él y, la verdad era que Fausto no quería convertirse en salvavidas de nadie. A ratos se sentía culpable por esa actitud que autotildaba de egoísta, pero rápidamente se reponía, sobre todo ante la inminencia de un pleito con Silverio.