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Dos hermanas...

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Luego de desayunar Fausto decidió hacer una caminata. Fue después de quedar huérfano cuando el entonces niño despertó a los encantos de la errancia. Ensoñaciones del paseante solitario... Sus padres habían muerto en un accidente automovilístico. El carro en que viajaban se fue a un precipicio. Si no murieron por la caída, de seguro sí por el fuego. En todo caso, con su muerte, Fausto niño tuvo que irse a vivir a casa de sus tíos solteros: Marina, Herminia y Silverio.

De las dos mujeres, Marina era la más dulce y solícita con el sobrino, siempre estaba de buen humor, aunque mejor no preguntarle por su insomnio porque entonces se desataba en un llanto de quejas. Histeria, hipocondria, ¡quién sabe! Un disculpable defecto entre tanta mansedumbre. Se ocupaba con gusto del orden doméstico y era una experta cocinera. En verdad resultaba un enigma para Fausto saber cómo esa agradable y sencilla mujer se había quedado sin marido.

La tía Herminia era otra cosa. Siempre agobiada, siempre consumida por la abulia, siempre melancólica. Hermana menor, niña consentida en cuerpo de cuarenta y cinco años, había delegado en Marina toda la responsabilidad de la casa. A veces ayudaba en las labores domésticas, cuando su humor depresivo la dejaba levantarse de la cama. Pasaba horas en su habitación leyendo libros de ocultismo, las lecciones de la logia, estudiando las cartas del tarot o elaborando la carta astral de alguna amiga. Cuando obtenía ingresos por sus trabajos astrológicos, entonces se iba de tiendas, a La Gloria, a El Globo o a El Siglo Nuevo a comprar telas para ella y Marina con las que hacer sus propios vestidos. Ah, porque se me olvidaba decir que Marina, además de excelente cocinera, era buena costurera. Cosía y cocía con mano de ángel.

Fue Herminia quien introdujo a su sobrino en el mundo del ocultismo, quien lo llevó por primera vez a la casona blanca de la Sociedad Teosófica, en la Cuesta de Núñez. Una vieja y enorme casa de madera de principios de siglo XX, antaño estilo moriscoide y ahora estilo de nada, que había sido casa de habitación del célebre pintor Tomás Povedano, teósofo fundador, no sólo de la logia, sino también de la Escuela de Bellas Artes del país. Casa que llevó al poeta Cardona Peña a escribir aquellos versos: ... “la pacífica Cuesta de Núñez/ donde vivía don Tomás Povedano con sus cuadros/ y había una logia llena de téosofos/ que deshojaban pensamientos sobre la flor del loto”. Vieja casona que lucía su antigüedad misteriosa a la sombra de un nunca terminado de construir nuevo edificio de la Presidencia, abanicada por los árboles del Parque Nacional, aturdida por el cacareo incesante de los diputa­dos en la cercana Asamblea Legislativa. ¡Ah, casa teósofa! Siempre tan cerca del poder...

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