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Virgen de medianoche, Buda de la mañana
(y montañas azules)
(y huevos con palmito)

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Fausto abrió sus ojos en la penumbra del cuarto. Ya pasaban de las ocho, la mañana estaba luminosa, pero las gruesas cortinas impedían el paso de la luz. Apenas un débil rayo lograba colarse, suficiente para iluminar el flanco de un florero de porcelana que la tía Marina había colocado en la mesa-altar de la recámara.

Del patio llegaba el golpeteo constante de un pájaro carpintero sobre la madera seca de un árbol de aguacate. El árbol murió pero su armazón continuaba, apetecida por las aves como descanso en sus vuelos, y en especial por ese carpintero que, puntual, todas las últimas mañanas se colocaba en posición de terco tamborilero.

Fausto volvió a cerrar sus ojos. Escuchó con atención el redoble plumífero. De más acá llegaban las notas de un viejo bolero de Daniel Santos, Virgen de medianoche...; procedían de la radio de la cocina: tía Marina seguramente estaría escogiendo los frijoles para el almuerzo, separando piedritas, maíces perdidos, fragmentos de ramitas, frijoles malos, arrugados, de los buenos, todo esto mientras escuchaba su programa matutino de “El baúl de los recuerdos”.

Virgen de medianoche

virgen eso eres tú

para adorarte toda

rasga tu manto azul.

Señora del pecado

luna de mi canción

mírame arrodillado

junto a tu corazón.

Fausto salió de la cama. Corrió las cortinas y la luz mañanera inundó la habitación. Se asomó por la amplia ventana, en el segundo piso, y, sí, ahí continuaba, como si nada, ese tal por cual taladro emplumado. Tras la cerca se extendían el verde brillante de los cafetos, todavía sin flor; los árboles de poró con sus flores rojas y anaranjadas, cipreses y mangos, robustos árboles para dar sombra al café, y allá, mucho más allá, la cordillera azul, montañas cercanas, casi portátiles de tan al alcance de la mano, con doméstico volcán humeante, sin nubes esa mañana, azul verdoso geológico que luego se perdía en el celeste del firmamento. Fausto respiró satisfecho, sintién­dose unido con su tierra y su paisaje.

Después se acercó a la mesa del Buda, la misma del florero iluminado, y tras hacer una reverencia ante la estatuilla de madera de Gautama, prendió una pajilla de incienso. Se sentó en postura de flor de loto sobre una pequeña alfombra, volvió a inclinarse ante el Buda. Virgen de medianoche... Buda de la mañana. Con el ojo de la mente siguió el flujo de su respiración, uno dos, uno dos, uno dos... va y viene, va y viene, como las olas en la playa, el mar pacífico de Puntarenas, la espuma atlántica de Limón, uno dos, uno dos...

Se bañó. Agua y luz.

Bajó a desayunar.

—Buenos días, Faustico. ¿Cómo pasó la noche?

—Muy bien, tía.

—¿Va a desayunar ya o más tardito?

—De una vez, tía. Hoy amanecí con hambre.

—Pues ya le sirvo, Fausto. Vaya viendo el periódico mientras tanto. Está en el sofá.

—Sí, claro.

—Estudió hasta muy tarde, ¿verdad? Anoche como a las doce me levanté a tomar un vaso de agua, tenía mucha sed, deben ser los riñones, voy a tener que tomar un poco de té de malva, y vi que había luz en su cuarto.

—Sí, tía, es que el lunes tengo examen de matemáticas y mejor me voy preparando de una vez. Pensé que como hoy es día feriado me podía levantar más tarde...

—Ay, dichoso vos que podés dormir... Qué daría yo por dormir cuatro horas seguidas por lo menos... Ay, m’hijito, qué cosa tan terrible es el insomnio.

—Tía, usted se queja tanto de que no duerme y sin embargo, cuando me he levantado en la madrugada para orinar o tomar agua y paso por su cuarto, siempre la he visto bien dormida y a veces hasta roncando. Como duerme con la puerta abierta...

—¡Cómo no!, si le tengo un gran pánico a los temblores. Y ya ve que cuando tiembla lo primero que se traba son las puertas. Pero volviendo a lo del insomnio, sí, duermo poco, a pesar de que usted y Herminia no me hagan caso.

—Sí le hago caso, tía, yo sólo hablaba... Mmmm... ¡qué ricos le quedaron estos huevos con palmito!

—Con eso de que ya no come carne no le puedo poner tocineta o chorizo a los huevos.

—Para qué más colesterol, tía, así está bien. Mírese usted con sus problemas cardiacos. Si me hiciera caso y dejara la carne...

—Ay, no, m’hijo, yo sin carne no vivo. No puedo vivir a punta de ensaladas como ustedes los vegetarianos.

—Bueno, no sólo ensaladas...

—Da lo mismo, sin carne toda la comida es ensalada.

—Qué exageración.

—Para nada. Usted lo dice porque va a las reuniones teosóficas y lee los libros que le regaló doña Eulogia o los de Herminia, o porque se sienta ahí como fakir y le reza a Buda...

—No rezo, medito.

—Casi lo mismo, y con eso de la fraternidad universal y de no hacerle daño a los animales... ya ve que en esto yo tengo mis diferencias; en lo otro no, en lo del plano astral y la reencarnación y todo eso, eso sí me parece bonito, muy interesante, como que sí puede ser, pero dejar de comer mi bistec, mi mondonguito, mi lengua con papas... ya como que ahí no. Por cierto, ¿cómo está doña Eulogia? Hace días que no se para por acá...

—Supongo que bien. La vi antenoche en la logia y estuvo muy gentil, como siempre. Parece que está trabajando mucho con las damas voluntarias del Hospital San Juan de Dios y por eso no ha venido a visitarnos últimamente, según me dijo.

—Tan caritativa que es...

—Sí, claro.

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