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El sabio inspirado
ОглавлениеAhí estás, Fausto, escuchando y tomando notas de lo que se dice en esos diálogos de logia. Ante la repentina renuncia del antiguo secretario de actas, Eulogia te propuso como candidato ante los otros miembros. En un principio algunos de ellos recelaron, que eras casi un niño, que no tenías experiencia, pero la opinión de Eulogia –dar oportunidad a la nueva generación– terminó por convencerlos. Te sentaste en esa silla ancha, al lado del presidente, y nerviosamente comenzaste a hacer tu trabajo. Tu esfuerzo no fue en balde pues a la semana siguiente tu acta, cuando la leíste en público, fue aprobada, apenas con una que otra corrección menor. Respiraste aliviado.
Y ahí has continuado, semana tras semana, oyendo y escribiendo.
Te gusta observar a los otros miembros desde tu puesto. Ver sus gestos, sus movimientos en las sillas cuando ya están cansados, los giros de sus cabezas... Oír sus palabras, sus entonaciones, sus acentos, a veces hasta un indiscreto ronquido cuando alguno se queda dormido en media sesión. Por ejemplo, observás –cuando ella no se da cuenta– el excesivo maquillaje de doña Carmila, su cabello rojo entrecano, sus argollas doradas. De las “hermanitas” (cada una sobrepasa el medio siglo) Zulay y Yontá Castro Fernández, sus movimientos nerviosos de ardilla[1]. De don Francisco, su peluquín extravagante, su gastado traje gris, su invariable corbata azul con un broche con el emblema masónico (escuadra y compás entrecruzados). De Herminia, su incesante movimiento de manos que sólo se aplaca cuando se pone un poco de música clásica para la corta meditación grupal: algo de Mozart, Liszt o Debussy; seguramente sus manos inquietas se tranquilizan durante la Meditación de Jules Massenet, con sus seis minutos exactos, justo un buen tiempo para una relajación grupal, antes y después del diálogo. En todo caso, la observación detallada de los miembros no impide que vos, Fausto, pongás atención a los discursos flotantes.
A tu lado siempre se sienta Eulogia –cuando va a las reuniones, pues ya habrás visto que no es muy puntual–. De ella observás sus zapatos que siempre parecen nuevos, sus piernas blancas, el vestido acorde con el color de los zapatos, sus manos con varios anillos que reposan mansamente en el regazo, como pequeños y coloridos pájaros de piedra.
A veces tu mirada se desliza a los retratos, a las vigas del techo, a la estrella eléctrica que está en lo alto de la pared frontal. Es el pentagrama, la estrella de cinco puntas de los rituales comasónicos. Las incursiones del ojo no descuidan el trabajo del oído.
Frente a vos está sentado Jacobo. No hay muchos judíos en la logia, por lo que te resulta un tipo interesante, distinto. Bajo de estatura, corpulento, bastante calvo, barba rabínica de judío herético, gnósticos zapatos negros con una cabalística suela alta. Nadie mejor que él para exponer los principios de la cosmogénesis, los manvántaras y los pralayas, esferas y rondas, sefirótico Arbol de la Vida, eones que contabilizados en años se traducen en números-guirnaldas, tantas son las cifras que los componen. Jacobo, el cabalista de la logia, pasa con una facilidad asombrosa de una terminología teosófica (plagada de brahmanismo) a otra hebrea, y viceversa. Parabrahman se transforma en En-Sof.
Admirás a Jacobo, te cae bien, y vos también le resultás simpático. Si no fuera así, no te hubiera invitado a su casa cerca del Paseo Colón donde, ya en confianza, se explaya en lucubraciones (¿lubricaciones?) cabalísticas. La teosofía no es sino una cábala cifrada. Y a la inversa. Ni a la derecha ni a la izquierda ni al frente ni atrás ni arriba ni abajo sino todo lo contrario. Errantes, erradas, herradas permutaciones de Abulafia. Te recibe en la sala de su casa y luego te introduce en su biblioteca. En medio de su escritorio lleno de papeles y de polvo, de símbolos, sigilos y extrañas caligrafías, ves una vieja fotografía en un portarretratos Art Nouveau: la esposa y el hijo de Jacobo, ambos muertos en un campo de concentración. Entonces el diálogo pasa de la cábala a la guerra y al exterminio, bromas pesadas de un demiurgo burlón. Jacobo te muestra en su piel blancuzca y apergaminada el sello nazi de la muerte. La elocuencia cede su lugar a la nostalgia y en vez de las diez sefirot ahora Jacobo habla de los abedules blancos de Polonia.
Su rostro ha cambiado. Sus ojos azules se han humedecido, a pesar de que verbalmente Jacobo trate de consolarse con las ideas teosóficas de karma y reencarnación. En otra vida... En otra vida... En esta vida el horror.
Te conmueve su relato, sonreís cuando él sonríe al hablar de su mujer, y de pronto te das cuenta de que cada vez habla menos en su trabado español para poblar su discurso de frases y oraciones que suponés son en polaco o en idish o en hebreo o en alemán, no podés distinguir el idioma. No importa. No es necesario que entendás. Basta con que estés ahí, junto a él, acompañando a ese viejo cabalista que, tras haber conocido en vida el infierno, de pronto se encontró solo y errante, a bordo de un buque que lo dejó en un puerto del Caribe llamado Limón, en un extraño país tropical del que ni siquiera su lengua conocía. América resultó más grande que los Estados Unidos, su destino original. Muy tarde descubrió que América era más que un país: un continente.
La fuerza con que Jacobo habla de los asuntos cabalísticos ha cedido, da paso a esa endeblez con que se refiere a su pasado, a sus muertos, a la guerra, a la errancia, hasta establecerse en ese país de adopción. Guerrancia. Adopciones recíprocas: el país adopta al inmigrante pero éste también adopta al país receptor, lo adapta a sus nuevas necesidades al precio de volverse su adepto. Adepto distante en el caso del judío, cabeza de Jano con un rostro que mira al nuevo país y con otro vuelto a la luz negra de Sión. Adepto inepto para la adopción total. Adepto adicto a una patria invisible cuyos trazos son letras: libro: Torah, Zohar, no importan los nombres, sólo ese esplendor de los signos y, más allá, ese vacío en que se fundan las letras y las cosas, en que se desfundan de su fundamento. Signos desfundacionales... No el Libro del Brillo, sino el Brillo del Libro.
Fausto, ¿viste esa reproducción de un dibujo de Rembrandt que Jacobo tiene allá, cerca de la ventana? Andá, preguntale por él, sé que te llama la atención ahora que lo has descubierto.
El dibujo representa a un melancólico personaje que ha realizado profundos estudios, como él, como Jacobo, que se vuelve sorprendido ante la visión de unos rayos de luz que atraviesan una combinación de letras en círculo y en cuyo centro figuran las letras INRI, monograma crístico.
El dibujo se llama El sabio inspirado y el círculo exterior del diagrama –te cuenta Jacobo– contiene al revés las letras AGLA, una fórmula que se refiere a las dieciocho bendiciones que se pronuncian tres veces al día en la liturgia judía. Dichas letras son las iniciales de las palabras con que empieza la segunda bendición: Attah Gibbor Le-dam Adonai. Las formas vagas que se insinúan fuera de la ventana pueden interpretarse como ángeles entrevistos que reflejan la luz celestial, como el Ángel de la Ventana de Occidente que se le apareciera a John Dee, el gran mago isabelino. Se trata, pues, querido Fausto, de la revelación del Nombre de Dios en una noche oscura de devota labor.
—¡Qué hermoso es! –exclamás.
—No sólo hermoso, sobre todo significativo. Nos habla de nuestro trabajo, Fausto, de esa espera activa en nuestra noche melancólica a que la luz brote entre los signos. Una combinación milagrosa, una permutación inspirada, el soplo del Innombrable y su santo Abulafia, permitirán la floración de esa luz que nada aclara y que sin embargo estamos condenados a buscar, a encontrar en la punta de nuestra nariz. Aquí está nuestro castigo y nuestra salvación: errar en las arenas de la letra, subir el Sinaí de la nariz.
Algo dijo Jacobo sobre la adivinación por las arenas... (¿Te acordás, Fausto, de la película con Marlene Dietrich que viste de niño con una de tus tías, El jardín de Alá –el desierto es el jardín del Inefable, Bendito sea–, en que aparece aquel adivino ciego de las arenas que tanto te impresionó?) Al no interesarte mucho el tema de la geomancia, te despediste de Jacobo. Lo dejaste sentado en un sillón, en esa amplia biblioteca de atmósfera recargada, de aire como estancado por siglos. Al fondo, la luz atravesaba los vitrales amarillos, anaranjados y azules. Los rayos crepusculares incidían lateralmente sobre el rostro de Jacobo. Nunca te pareció más sabio que en ese momento: silencioso, en medio de sombras y luz. El dibujo de Rembrandt en cierta manera duplicaba la escena, apenas con una diferencia: Jacobo estaba sentado; el otro sabio inspirado, de pie.
[1] Así fueron nombradas por sus padres teósofos para honrar los “inmortales personajes” de las noveletas de doña Mimita, autora local de simbólicos jeroglíficos literarios.