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... Un hermano

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A diferencia de sus hermanas, caseras de hueso colorado, Silverio casi nunca estaba en la casa. Por temperamento y por trabajo (agente de ventas que debía desplazarse por todo el país, a veces incluso por toda Centro América), el caso era que Silverio brillaba por su ausencia. No ganaba mal ni rezongaba por ser el real sostén de la casa. Mantener a sus dos hermanas y al sobrino no significaba para Silverio una carga sino un deber que él asumía sin chistar. Después de todo le correspondía: sólo él fue varón y lo demás tres hermanas. Una se casó, tuvo un hijo y murió. Marina y Herminia no servían para trabajar fuera de casa ni se casaron. Así que él era el llamado a sostener al resto.

Cuando Silverio estaba en casa, Marina se desvivía por atenderlo. Los mejores platillos, la ropa bien limpia y planchada, la habitación impecablemente lustrosa. Entonces Fausto notaba cómo esa sobreprotección que día a día le dispensaba su tía se desviaba para acoger gustosa al hermano pródigo. Fausto no se molestaba. Después de todo... Marina no era su madre. Entendía el entusiasmo de su tía y le parecía justo que Silverio fuera agasajado.

Contrariamente a Marina, Herminia mantenía mucha distancia con su hermano. A la menor provocación estaban peleando, por lo que se evitaban. Silverio no dejaba de echar pullas contra su hermana vaga y bruja. “Que se deje de güevadas –gritaba Silverio a Marina para que oyera Herminia–, que se deje de libritos, achaques y hechicerías, que se ponga a trabajar aquí en la casa, como vos, Marina, que te doblás el lomo, mientras esa vagabunda se la pasa como vaca en el prado, echadota en la cama con sus dichosos Madama Babaski y su Papús”. Silverio hablaba y hablaba y Herminia leía en un rincón sin hacerle caso. Ya se calmaría y ella seguiría en lo suyo y él en lo de él.

Fausto, por una cierta solidaridad silenciosa con su tía Herminia, evitaba un poco a Silverio quien, a decir verdad, nunca le había resultado especialmente simpático. Lo estimaba y lo respetaba como su benefactor, pero de ahí a quererlo con la intensidad con que quería a sus tías había un gran trecho. Silverio era recíproco en el sentimiento pues nunca se sintió muy atraído por su sobrino, ese chiquillo esmirriado que a los diez años se convirtió en su protegido. Ahora, de quince, el mocoso no le era más simpático que antes, sobre todo después de seguir a Herminia en sus delirios de bruja. “Además –le había dicho a Marina– a mí no me parece que un chamaco ande en esas cosas, está muy joven, allá Herminia que está vieja y loca, pero Fausto no. Por otra parte, yo sé que en esos ambientes hay mucha gente rara, tanto hombres como mujeres, y quién sabe, en la de menos afectan al muchacho, ¿no te parece, Marina?”

Marina, atrapada entre dos fuegos, los enigmas y gritos de Silverio y los ataques y silencios de Herminia –quien fingía, y a veces sufría, unos congestionamientos asmáticos ante la menor provocación–, optaba por dejar que las cosas siguieran su propio rumbo, tranquilizando a Silverio durante las temporadas que pasaba en casa y cuidando de Herminia y Fausto en sus excesos vegetarianos. Escuchaba las peroratas ocultistas de su hermana pero no la afectaban gran cosa. Le parecían bonitas historias en las que no había que creer demasiado... aunque tampoco dejar de creer. Le resultaba interesante, quizás demasiado interesante, aquel mundo misterioso y pleno de correspondencias ocultas descrito por su hermana. Sin embargo, ella mejor seguía con sus misas y sus rosarios, con su fe católica y su biblia Nácar-Colunga pues, si como cuenta Herminia, todas las religiones son ramas del árbol de la sabiduría divina –y nada si no esto es la esencia de la dichosa teosofía, afirmaba–, entonces ella, Marina, está bien ubicada, subida como ardilla en su rama de cristianismo, sentada en la espina católica, royendo la nuez de su rosario, sangrando por sus pecados como una llaga de santa, llorando como un ojo de Virgen o como una vagina orgásmica.

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