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2. Misionero al borde de la frontera
ОглавлениеEn noviembre de 1873, por orden de sus superiores, Salvaire dejó con profunda tristeza Luján para marchar, junto con otro vicentino, Juan Fernando Meister, a organizar la recién fundada Casa-Misión de Azul, centro destinado a promover la evangelización de los indígenas residentes en los alrededores de aquella población fronteriza, según lo establecía el compromiso asumido por la Congregación a pedido del arzobispo Federico Aneiros. Los misioneros llegaron al lugar a principios de enero de 1874, habilitando al poco tiempo capilla y escuela para los indios del cacique Cipriano Catriel.
A los dos meses del arribo al Azul, Salvaire escribió una carta al P. Chinchon, residente en París (uno de los consejeros generales), cuya lectura permite descubrir la conmoción interior que le produjo la noticia de su designación para la “misión indígena” y las graves dificultades con las que la misma tropezó, no bien intentaron dar comienzo a la obra19. La decisión de sus superiores le produjo en un comienzo un profundo desconsuelo anímico, tanto por lo inesperado de la noticia, como por las características del nuevo destino, pues se encontraba a gusto en Luján entregado con generosidad a la atención del Santuario, no sintiéndose capacitado para afrontar la nueva tarea. Pero aquella dolorosa agitación espiritual, permitió se revelara de inmediato, por obra de la gracia divina, toda la grandeza de su joven alma sacerdotal, dispuesta de ahora en más a brindarse sin condicionamiento alguno al ejercicio de la difícil misión con los indios. Al respecto, escribe esta conmovedora confidencia:
«Dejé Luján el 26 de Diciembre [de 1873]. No sé cómo expresarle el sentimiento que tuve al separarme de una obra que había visto nacer; y en la cual a pesar de las dificultades encontradas, había experimentado tan dulces consolaciones [...] Cuando recibí la carta que me anunciaba que había sido destinado a los Indios, experimenté un sentimiento inexplicable de tristeza y de abatimiento; sentí que tenía que romper con todo lo que me era más querido; y en razón de mis limitaciones, me di cuenta que el golpe era muy fuerte para mi propia fragilidad. Sin embargo, de inmediato me dije que era inútil evitar que aquel aguijón de la voluntad perforara mi corazón. Y entonces ofrecí a Dios el sacrificio de todo lo que él me pedía. Es verdad que fui un poco egoísta en aquella circunstancia, pues dije a Dios: “Señor, puesto que es tu voluntad, ¡ea pues, fiat! ¡con tal que después de mi muerte pongas mi alma en el paraíso! Mas el buen Dios, que comprende bien nuestras miserias y perdona nuestras niñerías, no me reprochó en demasía la condición con que ofrecí mi sacrificio; pues me permitió experimentar enseguida una paz indescriptible; y a lo que parece, aún no ha querido privarme de ella. Así sea [...] El 2 de enero salí de Buenos Aires, con mi digno superior el Rvdo. Padre Meister, para la frontera de los indios. Nuestra residencia actual es el Azul, pequeña ciudad de 3.000 habitantes, situada a unas 100 leguas de Buenos Aires. Por el momento pensamos quedarnos en el Azul; una vez que conozcamos la lengua de los indios, nos proponemos establecernos en medio de ellos...»20.
En cuanto a las dificultades que desde un comienzo se presentaron, la carta ofrece un lúcido y exacto diagnóstico de los condicionamientos humanos que la frontera deparaba a cualquier intento de evangelización. Allí se daban cita un sinnúmero de obstáculos, que de no ser removidos a tiempo pondrían en peligro la eficacia y continuidad de la incipiente misión lazarista, establecida por el momento entre los “catrieleros”, pero con deseos de alcanzar pronto otras tribus. Las responsabilidades recaían de manera particular sobre diversos sectores políticos y sociales que gravitaban en el Azul de la época, entre ellos: el gobierno nacional y las fuerzas militares, que habían faltado repetidas veces a la palabra dada; los comerciantes y pobladores fronterizos comprometidos en permanentes robos e injusticias, olvidándose de su condición de cristianos; y la acción de los franco masones y protestantes que obstaculizaban la labor de los misioneros. A lo que había que sumar, los impedimentos provenientes de los mismos indios, como ser: la dificultad de aprender su lengua, el inveterado vicio de la borrachera y la poligamia, extendida entre caciques y capitanejos. Motivos que lo llevan a expresarle al P. Chinchon, con marcada preocupación:
“Voy entonces a hacerle un breve resumen, de las principales dificultades contra las que tenemos que luchar en el establecimiento de nuestra obra: 1.º La lengua de los indios. Es una lengua que no tiene semejanza alguna con las ya conocidas, y para aprenderla, no podemos encontrar alguien que sea medianamente instruido como para que nos la enseñe; 2.º El comercio del Azul y de otras poblaciones de la frontera con los Indios, que no es más que un vivo robo y rapiña; 3.º La mala conducta de los cristianos establecidos en estos parajes, que se han sustraído enteramente al cumplimiento de la ley divina, y cuyos deplorables ejemplos obstaculizan el acercamiento de los Indios a la religión cristiana, que ellos no conocen más que por la vida de estos supuestos cristianos; 4.º Los franco-masones, que son numerosos en el Azul, y cuyo celo para alcanzar la extinción de la fe católica no es misterio para ninguna persona; 5.º Los protestantes, que con el dinero de la Sociedad Bíblica, se han establecido en muchos puntos de la frontera, indisponiendo los espíritus ignorantes contra la misión de los sacerdotes católicos; 6.º La tropa militar, que compuesta en gran parte de la escoria de la sociedad, como ser presidiarios, asesinos, ladrones, etc., dispersos por toda la frontera, forma centros de corrupción, donde los soldados solo se sirven los infieles como de viles instrumentos para satisfacer sus desórdenes; 7.º La introducción de bebidas alcohólicas, y por consiguiente la práctica del maldito vicio de la borrachera; 8.º La poligamia, reconocida y practicada por los Indios, sobre todo por los caciques y otros jefes indios; 9.º La falta de recursos económicos y de otros elementos necesarios para comenzar seria y eficazmente la Misión. Además de otros obstáculos que sería muy largo de enumerar en este momento...”21.
Ante este cúmulo de dificultades, Salvaire era consciente de encontrase, junto con su compañero, frente a un cuadro humano que les planteaba un dilema pastoral al que debían dar rápida solución: o abandonar la misión, ante la imposibilidad de afrontarla con cierto margen de éxito; o permanecer en el lugar por más tiempo, a la espera de que las condiciones mejoraran y se abriera un horizonte de esperanza. Conociéndolo a Salvaire, la respuesta no podía ser otra: permanecer y trabajar con ahínco en orden a remover paulatinamente los obstáculos. Es así que se plantea la pregunta, no sin un dejo de profunda preocupación, pero de inmediato la contesta por la afirmativa, manifestando una vez más su decidida vocación misionera en favor de los indios:
“En presencia de tal estado de cosas, ¿qué hacer?... ¿Renunciar a esta difícil misión? ¿Renunciar a procurar para Dios la gloria que podría seguirse de predicar su santo nombre? ¿Renunciar a poner fin a la perdición de tantas almas que permanecen en la ignorancia de Dios, que no conocen ni aman a nuestro Señor Jesucristo? ¡Oh, no!, todo lo contrario. Debemos poner en esta difícil obra un cariño particular; debemos apoyarla y favorecerla por lo que representa para nosotros; he aquí, a mi juicio, la consecuencia que debemos sacar del cuadro un poco triste que acabo de describirle. Tener en Dios, y solo en Dios, una confianza ilimitada, he aquí, el único camino que debemos seguir para comenzar la Misión ¡Oh! en circunstancias como estas, ¡qué reconfortante es tener fe! Sin la fe ¿podríamos soportar un solo día las perplejidades que nos inquietan al mirar el porvenir? A menudo yo mismo me repito: ¡Valor! Dios no conoce las dificultades; y según las enseñanzas de la historia de la Iglesia, es una características de las obras de Dios el comenzar siempre en medio de dificultades, cuyo allanamiento resulta por encima de las pequeñas fuerzas del hombre. Para recoger, es preciso sembrar; y no siempre el que recoge es el que siembra; pero nuestro Señor Jesucristo nos asegura que el uno y el otro serán recompensados. Comprendo que en estas circunstancias un verdadero Misionero será aquel que, frente a las dificultades que le aguardan, exclame [como lo hacía San Vicente de Paúl]: Omnia possum in eo qui me confortat -et- cum infirmor, tunc potens sum. Creo firmemente en esta doctrina de nuestro Santo Fundador: en las cosas espirituales menos hay del hombre, más está Dios. En los comienzos de la misión, nuestros trabajos no servirán más que para atraer algunas almas a los pies del verdadero Dios; se limitarán tan solo a preparar el terreno a nuestros sucesores; con lo que creo habremos hecho una obra grande. Estos pensamientos, sobre los que me gusta detenerme, son para mí una gran consolación. Como Ud. puede conjeturar por lo expuesto, no silencio ninguna de las grandes dificultades que nos aguardan; puede ser que Ud. me considere algo exagerado; entretanto, Dios me hace la gracia de concederme una gran paz”22.