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EL AUTOR

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Antes de que el lector recorra las páginas de este pequeño libro deseo hacerle un comentario en tono confidencial que puede ayudar a entender la razón última que me llevó a escribir sobre el P. Salvaire. Más allá del gran cariño y admiración que le guardo, hay algo muy profundo y misterioso que me une a él, y espero poder expresárselo también un día en el cielo: el tierno y filial amor a la Virgen de Luján. Por cierto el suyo, inconmensurablemente mayor que el mío, pero ambos sinceros, encendidos y misioneros de su bendito nombre.

Él, allá por 1871, al finalizar la gran epidemia de fiebre amarilla en Buenos Aires, fue llevado providencialmente a conocer la Sagrada Imagen, por entonces ubicada en el camarín del antiguo Santuario; y quedó prendado para siempre de la ternura de su rostro, particularmente de sus luminosos ojos; y para Ella vivió y trabajo desde ese preciso e inolvidable encuentro.

En mi caso, salvadas las diferencias entre personas y circunstancias, en 1946, al cumplir un año de edad, fui llevado en brazos de mi madre, Amalia Petrona, hasta el camarín de la Basílica con el propósito de consagrarme a la “Virgencita de Luján”, para contar siempre con su maternal bendición y sus inapreciables cuidados frente a los avatares y peligros que me deparara la vida.

A su vez, mi querida madre cumplió una promesa común por entonces entre las mujeres devotas: cortarse su largo cabello y en forma de trenzas depositarlo a sus pies. En esa oportunidad, de paso por Buenos Aires, la acompañó hasta Luján su hermano menor, Enrique; y de ambos recibí idéntico relato.

De allí en más, la devoción a la Virgen de Luján, recibida de los labios maternos, fue y es parte vital del tejido de mi existencia cristiana. Nunca olvidaré la profunda emoción que experimenté, allá por 1952, cuando niño de ocho años, cursando segundo grado de la escuela primaria, en la localidad bonaerense de Carlos María Naón, pronuncié una sentida poesía a la Virgen de Luján en ocasión de la colocación de su Imagen en la estación ferroviaria, campaña de difusión mariana que realizaba a nivel nacional monseñor Anunciado Serafini, obispo de Mercedes, en razón de haber sido declarada la Virgen de Luján patrona de los ferrocarriles argentinos.

Años después, al concluir el secundario en Carmen de Areco, consagré a Ella mi ingreso al Seminario Diocesano Pío XII y mi entera vocación sacerdotal. En julio de 1972, tras mi ordenación como diácono, mientras concluía los estudios teológicos, también guiado por una mano providencial, ejercí dicho ministerio en la Basílica de Luján, los fines de semana; y en su altar mayor celebré la primera Misa el 11 de diciembre de dicho año.

De allí en más, por espacio de tres años, a la par de cursar la licenciatura y el primer año del doctorado en la Facultad de Teología de la UCA, seguí colaborando en la atención pastoral de los peregrinos. Fue precisamente en estas circunstancias que descubrí la señera figura del P. Salvaire de boca de lazaristas a quienes ayudaba de viernes a domingo: Bernardo Landaburu, Juan Guerault, Rafael Carranza, Oreste dal Castagne, Horacio Palacios, Simeón Domeño, Ventura Sarasola y Juan González, entre otros.

Y reconozco que, desde aquellos inolvidables momentos, quedé cautivado por la persona P. Salvaire y fascinado de cuanto había hecho por ensalzar a la Virgen de Luján. Fue entonces que me dije a mí mismo, caminando por la inmensa Basílica: si el P. Salvaire hizo tanto por la Virgen de Luján, hasta entregarle el último aliento de su propia vida; y si me une a él la misma devoción, cómo no voy a tratar de hacer todo lo que esté a mi alcance para que otros lo conozcan y valoren entonces su emblemática obra apostólica y mariana.

Considero que ese fue el momento justo para desplegar el sueño de escribir, pues eran los años en que monseñor Carmelo Juan Giaquinta, por aquellos años decano de la Facultad de Teología de la UCA, y luego obispo de Posadas (Misiones) y arzobispo de Resistencia (Chaco), mi maestro y padre espiritual en muchos aspectos, había despertado en mí, no sin certera intuición, la vocación de historiador, poniendo a mi alcance los medios necesarios que garantizaran una buena y sólida formación.

Pero el acicate último que me decidió a escribir la vida apostólica del P. Salvaire fue la proximidad del centenario de su muerte, en 1999. Pensé que no podía pasar por alto dicha fecha sin la publicación de un estudio de cierta envergadura cuya difusión permitiera actualizar su relegada figura, prácticamente ausente incluso en la memoria de los lujanenses, con el fin de arrancarla del olvido en el que la ingratitud humana suele sumir a los grandes hombres. Fue así que a fines de 1998, apareció el primer tomo, de una “zaga” de cuatro, bajo el título El Padre Jorge María Salvaire y la familia Lazos de Villa Nueva. Un episodio de cautivos en Leubucó y Salinas Grandes. En los orígenes de la Basílica de Luján (1866-1875).

He aquí, pues, explicado el origen y el sentido de cuanto he escrito y publicado sobre el P. Salvaire, tanto libros como artículos. Y me despido del lector con la esperanza de motivarlo a realizar una próxima visita a la ciudad de Luján para contemplar una vez más la gran obra “salvairiana”, que solo apreciándola con los propios ojos adquiere la grandeza y majestuosidad que le son propias.

Juan Guillermo Durán Jáuregui

Pascua de 2016

Jorge María Salvaire, CM

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