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3. El “momento aciago”
ОглавлениеSin entrar en mayores detalles, lo sucedido en los toldos salineros puede resumirse en los siguientes términos. Desde su arribo, Salvaire fue víctima de una serie de graves acusaciones de parte de un grupo de indios exaltados recién llegados de Bahía Blanca, portadores de una abundante carga de aguardiente (emisarios de comerciantes de aquella ciudad interesados en fomentar negocios con las tribus), que dio lugar a la celebración de una borrachera general.
Según ellos, el misionero no tenía intenciones de rescatar cautivos; era un simple espía del gobierno de Buenos Aires que visitaba las tolderías para luego informar; trayendo la consigna de envenenar a los caciques y capitanejos con sus malas artes; a la vez que introducir el “gualicho” de la viruela para provocar el debilitamiento de las tribus mediante una gran mortandad. Propósitos maléficos sobre los que no cabía duda alguna, pues informaciones ciertas provenientes de Chile (donde secretamente había estado con anterioridad) lo delataban como asesino y brujo confeso. La peligrosidad que entrañaba pues su presencia en el lugar, exigía la pronta ejecución del visitante a lanzazos o mediante el empleo de algún otro recurso al efecto.
Como era de esperar, estas calumnias produjeron de inmediato una impresión desalentadora en el ánimo de los indios, de suyo desconfiados y supersticiosos, a la cual ni el mismo cacique Manuel Namuncurá (padre del beato Ceferino Namuncurá) pudo permanecer indiferente. Durante tres o cuatro días se prolongaron las fuertes presiones de los agresores sobre los caciques y capitanejos para conseguir de estos, mediante parlamento, la orden de ejecución.
El Cacique Manuel Namuncurá y su hijo el beato Ceferino Namuncurá.
Aquellas fueron para Salvaire horas interminables y amargas; que tuvo que sobrellevar solo, lejos de los suyos, soportando continuas hostilidades hacia su persona; asistiendo impotente al continuo despojo de los recursos destinados al rescate de los cautivos; y, para peor, sin contar con la amistad y protección salvadoras que reiteradamente le prometiera Namuncurá; ofrecimiento que lo había decidido a marchar rumbo a Salinas.
En tales circunstancias solamente le quedaba el recurso de invocar la protección de Dios y de la Virgen. Preciso momento en que, embargado su ánimo de honda congoja y desprovisto de todo socorro humano inmediato que lo librara de la muerte inminente, pronunció su voto a la Virgen de Luján, alcanzando de inmediato la salvadora protección, tal como lo atestigua su propia confesión:
“La expedición al seno de las tribus indómitas de la Pampa, donde me vi condenado a muerte, y, puedo decirlo, salvado por milagro, circunstancia a la que debo el haber escrito la Historia de Nuestra Señora de Luján; y, por fin, el rescate de 14 pobres cautivos, todo esto tuve yo que hacerlo absolutamente solo”29.
Con el transcurrir de las horas las agresividades se fueron calmando. Las pacientes explicaciones sobre los verdaderos fines de la misión que siguieron a los reiterados interrogatorios, fueron convenciendo de la veracidad del viaje a personajes clave del gobierno salinero.
En este sentido, causó honda impresión entre la indiada la intervención decidida y enérgica del cacique Bernardo Namuncurá, secretario y primo hermano del cacique general, quien públicamente habló en favor de Salvaire. Sumándose de inmediato, según algunos, las intervenciones del cacique Alvarito Reumay, hermano de Manuel Namuncurá; y del capitanejo Ignacio Paillán, cuñado del mismo, para quien Salvaire había obtenido del general Ignacio Rivas la libertad el año anterior30. Finalmente, tras conseguir audiencia con Namuncurá y tramitar el rescate de los cautivos, provisto de salvoconducto, emprendió sin mayores contratiempos el camino del regreso, llevando consigo entre nueve y once cautivos liberados.
Diez años más tarde, al publicar la “Historia de la Virgen de Luján”, evocó aquella tribulación de su vida misionera con estas sentidas palabras de agradecimiento:
“[Después de recordar el encuentro con la Santa Imagen en su primera visita al Santuario, en 1871, agrega] Más tarde, yo mismo, dulce Madre mía, experimenté de un modo indecible, las maravillosas influencias de vuestra tierna protección, de vuestro poder y bondad sin límites. ¡Ah! quédese yerta y sin movimiento esta mano derecha; trábese mi lengua y se haga incapaz de proferir una sola palabra, si jamás en mi vida, llegara mi corazón a olvidarse de vuestra portentosa mediación en mi favor y de la promesa que, en lance tan apremiante os hice, de consagrar todas mis facultades á haceros conocer, como merecéis, de no perdonar medios para alabaros y encomiar vuestro poder y maternal ternura, y de esparcir, en cuanto me fuere posible, hasta los últimos confines de esta República, vuestra hermosa y simpática leyenda. Este libro, amable Protectora mía, es el cumplimiento de mi inolvidable promesa; es la flor abierta al calor de vuestra dulce solicitud; es el fruto de muchos años de labores que con tanto cariño os dediqué, es el perfume de mis más íntimos pensamientos, el incienso de mi corazón, el eco sincero de mi alma agradecida y enamorada de vuestra inmarcesible belleza”31.
27. Año II. Nro. 72, Sábado 11 de diciembre de 1875, 376-377.
28. Véase, CMRP, 277-284.
29. Informe al Superior General, noviembre de 1887, I, fol. 4 (ACGR).
30. Téngase en cuenta que el tradicional relato de PASTOR OBLIGADO, en parte novelado, habla de que la intercesión de la Virgen se manifestó mediante un poncho salvador que al momento de ser decretada la muerte cubrió el cuerpo del misionero como señal de protección, arrojado por el capitanejo Ignacio Pallán, alejando el funesto peligro: «“Cúbrete cristiano –le dijo–, y no vas a morir de miedo”. El sacerdote repetía casi maquinalmente su voto: “Salvadme, Santa Madre”… El poncho había caído sobre él y su pesado tejido grueso le pareció una coraza que venía a protegerle» (LPP, N° 477, 168). En realidad el hecho salvador consistió en la repentina y decidida intervención a su favor de los caciques Bernardo Namuncurá y Alvarito Reumay, sus ángeles tutelares en aquel aciago momento. Véase, SFL, 267-297; 445-446.
31. Dedicatoria, I, X.