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Capítulo 7
ОглавлениеLIZA, DATE prisa o llegaremos tarde.
Liza se miró por última vez en el espejo de la habitación de hotel con un nudo de nervios en el estómago. Su familia se había instalado en un pequeño hotel de las afueras de Harlington para pasar la noche del baile de Navidad de Chaz.
Aquella noche volvería a ver a Fausto y, aunque lo despreciaba, no podía negar que anhelaba verlo una vez más… y, definitivamente, quería ofrecer el mejor aspecto cuando eso ocurriera.
La incomodidad que le provocaba su presencia se había intensificado cerca de un mes atrás, cuando conoció a Jack Wickley. Había estado sentada al fondo del bar saboreando una copa de vino cuando Jack entró con el grupo de amigos de Chaz y, al verla sola, se acercó a hablarle.
Al principio se había mostrado recelosa, pero a los pocos minutos había empezado a relajarse. Jack conocía a Chaz y era un tipo tan encantador como divertido. Un cuarto de hora después de animada charla, sin embargo, se había tensado de pronto. Liza había seguido la dirección de su mirada hasta que descubrió a Fausto Danti fulminándolos con la mirada desde la barra. El corazón se le había subido a la garganta, a la vez que un inequívoco placer había brotado en su pecho como una flor.
–¿Lo conoces? –le había preguntado a Jack, que soltó una carcajada sin humor.
–¿Fausto Danti? Me temo que sí. Crecí con él. Mi padre era el director de la oficina que tenía el suyo en Milán –había esbozado una mueca–. Estuvimos en el mismo internado.
–Oh –lo había mirado indecisa, ya que el hombre no había podido disimular una expresión amarga–. Yo hace muy poco que lo conozco.
–Ya. ¿Y qué piensas de él?
–Supongo que puede llegar a ser un poquito frío –había respondido, sintiéndose un punto desleal por haber hecho un comentario semejante.
–¿Frío? –había parecido como si quisiera decirle mucho más–. Supongo que sí.
–¿Por qué tengo la sensación de que no te cae bien?
Jack había apurado de un trago el resto de su copa para luego encogerse de hombros.
–No me cae bien, es cierto. No quiero influir en tu opinión sobre el hombre, aunque parece que también a ti te desagrada un poco.
–Así es –había reconocido, con lo cual no había podido menos que sentirse aún peor.
–No tanto como a mí, seguro. Fausto me estafó mi herencia. Nuestros padres eran grandes amigos. El mío murió y poco después falleció el suyo. Ambos siempre habían dado por hecho que yo heredaría parte del patrimonio de la empresa y que ocuparía una posición importante en Danti Inversiones. Yo había apostado mi futuro en ello, pero Fausto se opuso a honrar ambos acuerdos, aunque sabía tan bien como yo que su padre había deseado que yo me hiciera cargo de parte de la empresa familiar. Y no solo eso, sino que también fue por ahí hablando mal de mí para que nadie más me contratara.
Liza se lo había quedado mirando horrorizada.
–¿Pero por qué?
–Porque siempre había estado celoso del favoritismo que me profesaba su padre. Ellos dos nunca tuvieron una relación muy estrecha. Y porque es malvado y mezquino, pero seguro que eso podrás descubrirlo por ti misma. De todas maneras, no importa. Es la última persona de la que querría hablar ahora mismo. ¿Otra copa?
Liza había insistido en ir a buscarla sola a la barra, sobre todo porque deseaba ver a Fausto más de cerca, aunque no llegara a hablar con él, para juzgar qué clase de hombre era después de todo lo que Jack le había contado de él. Había flaqueado un tanto cuando sus miradas se encontraron, pero, a pesar de ello, no se había arredrado.
Para su sorpresa, Fausto le había pedido disculpas por el beso, algo que la había aliviado e irritado a la vez. Suponía que solo había querido ser amable, pero… ¿para qué disculparse por un beso, dado lo mucho que evidentemente los dos habían disfrutado? ¿O acaso se había disculpado porque ella no era en absoluto una mujer a la que habría debido besar, para no hablar de salir juntos y casarse?
En cualquier caso, había escogido dar por terminada la conversación. Con las palabras de Jack todavía resonando en sus oídos, se había dado cuenta de que todo lo que le había dicho confirmaba sus primeras impresiones sobre Fausto Danti: que era un hombre absolutamente arrogante y desagradable.
–¿Liza? ¡Vamos!
Inspirando profundamente, se apartó del espejo. La preocupaba que su vestido fuera demasiado atrevido, pero su madre se había llevado a la familia entera de compras a Hereford y todas sus hermanas habían insistido en que le quedaba muy bien. De color carmesí, tenía un corpiño de satén fruncido y una larga falda de campana.
Ya en el vestíbulo del hotel, intentó disimular una reacción de alarma a la vista del vestido de su madre: uno de noche perfectamente convencional, azul marino… solo que de una talla que hacía veinte años que no usaba. Como resultado, recordaba un tubo de pasta dentífrica bien estrujado.
El vestido de Lindsay era todavía más alarmante: una larga y ajustada falda de lamé plateado con sendas aberturas laterales que llegaban hasta la cintura y un top a juego. Mientras las contemplaba, se dio cuenta de que las estaba mirando como lo habría hecho Fausto Danti: con fría desaprobación. ¡A su propia familia! ¿Qué le importaba a ella que el vestido de su madre fuera demasiado ajustado y el de Lindsay demasiado sexy? Ellas pensaban que estaban muy guapas y Liza también. Detestaba la forma en que Fausto se había infiltrado en sus pensamientos para cambiar la manera en que miraba a su familia.
–¡Y ahora al baile! –exclamó Yvonne con gesto majestuoso. Había estado tan encantada de recibir la invitación de Chaz que, desde entonces, no había hablado de otra cosa.
Cuando Liza volvió a casa por Navidad, no había oído hablar más que de vestidos, habitaciones de hotel… y de sus esperanzas de que hasta la última de sus hijas pudiera encontrar a su verdadero amor en el baile de Netherhall. Por lo que se refería a Jenna, al menos, eso era una certidumbre. Chaz y ella prácticamente no se habían separado durante el último mes y Liza nunca había visto a su hermana tan feliz… y tan elegante con su vestido azul hielo que le dejaba los hombros al descubierto. Lindsay no se quedaría a la expectativa, desde luego, pero Liza no se sorprendería de que Marie se pasara la velada entera leyendo en un rincón. En cuanto a ella… su verdadero amor, estaba segura, no existía en ninguna parte.
Mientras seguía a su familia fuera del hotel, se quedó de piedra cuando vio la limusina blanca que había encargado su madre para la ocasión, con servicio de champán y música navideña atronando en los altavoces. Sabía que debería participar de aquel espíritu de diversión, pero una vez más se imaginó la mueca de desdén de Fausto y no pudo menos que encogerse por dentro. ¿Por qué se estaba dejando afectar tanto por él?
–¡Oh! ¿No es precioso? –exclamó Jenna poco después cuando entraban en Netherhall. Un árbol navideño de unos seis metros de altura con bolas azules y plateadas se alzaba entre la doble escalera del vestíbulo principal de la casa. Guirnaldas y ramas de acebo decoraban cada superficie disponible, mientras un cuarteto de cuerda tocaba villancicos en el salón y varios camareros ofrecían a todo el mundo copas de vino caliente. Era todo increíblemente elegante: tanto que Liza no pudo evitar pensar que su familia estaba llamando penosamente la atención.
Pero… ¿a quién le importaba eso? Irguió los hombros mientras contemplaba el atestado salón de baile con una decidida mirada de desafío. No le importaba lo que pensara aquella gente. Estaba decidida a divertirse y a pasárselo bien, sin que le importara lo que la gente pudiera pensar… sobre todo Fausto Danti.
Supo, sin siquiera mirarla, el momento exacto en que Liza entró en el salón de baile. La sintió, como una especie de vibración extraña en el aire, e interrumpió la conversación que estaba manteniendo con un conocido para barrer la habitación con la mirada.
No había vuelto a verla desde la noche del bar, hacía cerca de un mes, y, aunque había estado decidido a dejar de pensar absolutamente en ella, había fracasado del todo. Pero… ¿dónde estaba? Su mirada tropezó con una joven vestida de la forma más absurda posible. Un conjunto ajustado y plateado de dos piezas más apropiado para un club de alterne que para un salón de baile. Con un sobresalto, reconoció en ella a Lindsay, una de las hermanas de Liza. Desvió luego la vista hacia la madre de Liza, que parecía tan entusiasmada como incómoda, embutida como iba en un vestido que le quedaba demasiado apretado. Pero… ¿dónde estaba Liza?
Fue entonces cuando la vio, algo aparte, con una copa de vino caliente en la mano y una expresión ligeramente nostálgica. Y absolutamente hermosa. Lucía un vestido que no tenía nada que ver con los de su madre y su hermana, de color carmesí, estilo princesa. Se había recogido la melena en un elegante moño, con unos tirabuzones sueltos que caían artísticamente sobre sus hombros. Casi sin darse cuenta, empezó a dirigirse hacia ella.
El salón entero parecía haber desaparecido. Solo existía Liza, con sus ojos clavados en él, enormes en su pálido rostro. Las semanas que llevaba sin verla solo habían acentuado su hambre, añadiendo una especie de sabor picante al deseo que tanto se había esforzado por reprimir. Se plantó ante ella, mirándola con silenciosa admiración.
–¿Bailas? –le pidió en voz baja.
Anhelaba bailar con ella: era así de simple. Cuando la vio asentir, le quitó la copa de las manos para entregársela a un camarero y, como si le hubieran dado entrada, el cuarteto inició otra melodía.
La tomó en sus brazos. Su vestido parecía envolverlo mientras se balanceaba ligeramente al ritmo de la música, con una mano apoyada en su hombro y la otra en la de él. No hablaron: las palabras no eran necesarias. A Fausto le bastaba con la sensación de tenerla en sus brazos, apretada la mejilla contra su pelo.
La melodía terminó y empezó otra. Continuaron bailando en silencio. El deseo recorría sus venas, sí, pero también algo más profundo. Se dio cuenta en aquel momento de que le gustaba realmente Liza Benton, más de lo que le había gustado nunca mujer alguna. El pensamiento resultaba de lo más alarmante. No podía quererla tanto, no así. Con tantas cosas como estaban en juego, no podía ceder ni a los sentimientos ni al deseo. Además, su madre esperaba que se casara con alguien de su país a quien su familia conociera de toda la vida, capaz de administrar su patrimonio y de ejercer de esposa modelo de un hombre como él.
La música cesó de pronto y Fausto tardó algunos segundos en apartarse. Ella se lo quedó mirando vacilante y solo entonces se dio cuenta él de que estaba frunciendo el ceño. No había querido que el baile terminara.
–¿Quieres que te traiga otra copa?
–Dado que me quitaste la que antes estaba bebiendo… –sonrió levemente–. Sí, gracias.
El vino caliente fue reemplazado por champán.
–Parece que estás de mejor humor conmigo esta noche –comentó él mientras le entregaba la copa.
–Bueno, estamos en un baile y es casi Navidad –respondió ella tras un silencio–. Estoy de buen humor con todo el mundo.
–Es un alivio escuchar eso.
–Habrás estado muy ocupado trabajando durante este último mes, supongo –al ver que asentía, continuó–: No sé muy bien lo que haces. Eres conde, eso sí lo sé. ¿Tienes algún negocio?
–Sí, Danti Inversiones. Uno de los bancos más antiguos de Italia.
–Ah, sí, recuerdo que lo comentó Henry.
–¿Qué tal está Henry? No he vuelto a verlo desde aquella tarde en Dorchester.
–Muy bien.
–Me alegro.
Ambos se quedaron callados mientras la música volvía a sonar. El hechizo que se había apoderado de ellos durante el baile parecía haberse evaporado. Era mucho lo que quería decirle y, sin embargo, se sentía incapaz.
–Estás muy callado –observó ella de pronto.
–Nunca me han gustado las conversaciones insustanciales.
–Pues a veces pueden ser agradables. ¿Dónde piensas pasar la Navidad?
–En Londres.
–¿Solo?
Se encogió de hombros.
–Mi familia está en Italia.
–¿No quieres verlos?
–Necesito arreglar unos asuntos aquí. La sede de Londres ha estado muy desatendida desde la muerte de mi padre.
–¿No tienes un director? –arqueó las cejas.
–Lo tuve, pero se marchó hace un año. ¿Dónde pasarás tú la Navidad? –no quería hablar de negocios con ella, ni siquiera aludir inadvertidamente a la situación desastrosa de la oficina de Londres, gracias a la ingenuidad y avanzada edad de su difunto padre así como a la maldad de cierta persona en concreto.
–En Herefordshire, con mi familia.
Fausto desvió la mirada para clavarla en Lindsay, que estaba bailando con escandalosa sensualidad y una copa en la mano al otro lado del salón. Liza la miró también. Resultaba obvia la reacción de los que estaban cerca: o se reían de ella o ponían caras de desaprobación.
–Es joven –murmuró con la cara tan colorada como su vestido.
Fausto no pudo menos que apiadarse de ella.
–Tú también lo fuiste, pero dudo que te comportaras así.
–Hablas como un juez –le reprochó ella y añadió, aligerando el tono–: ¿Estás insinuando que ya no lo soy?
–¿Qué edad tienes?
–Veintitrés.
–Yo treinta y seis. Así que si hay algún viejo aquí… –sonrió, esperando disipar aún más la tensión entre ellos y también, simplemente, porque deseaba verla sonreír, cosa que hizo al cabo de un momento.
Estaba a punto de pedirle otro baile cuando una voz los interrumpió.
–¡Liza, aquí estás! Y… oh, el italiano. Donato, ¿verdad?
–Danti –corrigió Fausto mientras se volvía hacia Yvonne Benton con una fría sonrisa–. Encantado de volver a verla.