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Capítulo 5

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ABANDONARON el salón y recorrieron en silencio el largo pasillo enmoquetado que conducía al despacho. Liza temió por un momento que Fausto pudiera oír el atronador latido de su corazón.

Ella misma estaba sorprendida de la manera en que se había puesto a flirtear con él, toda confiada. Había algo en la actitud de Fausto que la había estimulado a hacerlo, además de que lo había disfrutado, pese a que había intentado reprimirse. Precisamente porque no había querido cometer el error de la primera vez…

«¿Por qué demonios pensaste que estaba interesado en ti?». Ahuyentó aquella burlona voz para concentrarse en el presente. No creía haber imaginado la subterránea corriente de deseo sexual que había percibido en su última conversación con Fausto. Cada vez que la miraba, podía sentir cómo reverberaba su cuerpo. Tenía la sensación de estar cargada de electricidad, como si las chispas volaran de sus dedos.

Sabía que si Fausto la tocaba, ardería. Y, sin embargo, tenía que hacerlo. Tenía que tocarla. No podría soportar que no lo hiciera. Por mucho que le desagradara como persona…

Finalmente llegaron al despacho y él empujó la puerta para cederle el paso. Al entrar, Liza le rozó el pecho con un hombro, cosa que le arrancó un suspiro: se sintió casi mareada de deseo.

Caminó hacia la mesa del tablero, frente al fuego: el rey de Fausto seguía en su sitio, derribado. En un impulso, se apoderó de la figura y la sopesó entre los dedos. Podía sentir a Fausto a su espalda, una poderosa y abrumadora presencia. Se volvió.

Apenas podía distinguirlo entre las sombras, pero por supuesto que podía sentirlo… La pieza resbaló de sus dedos cuando él alzó una mano para acariciarle una mejilla. Tenía la palma cálida, de tacto áspero. Maravillosa.

Por un instante permanecieron suspendidos en un tenso silencio, Fausto con una mano en su mejilla, abrasándola con la mirada. Pidiéndole permiso. Y ella se lo dio, aceptando su caricia un segundo antes de que él se apoderara de su boca. Por fin la estaba besando.

Y qué beso. Duro y tierno a la vez, exigente y suplicante. Nadie nunca la había besado así. Retrocedió hacia la mesa y él la alzó en vilo para sentarla encima, derribando las piezas mientras profundizaba el beso.

Cerró los puños sobre su blanca camisa y ladeó la cabeza mientras él empezaba a besarle el cuello, deslizando las manos por su cuerpo y ciñéndole las caderas. Soltó un tembloroso suspiro cuando Fausto bajó la boca hasta el escote de pico de su vestido. Ardía allí donde la tocaban sus labios. Sentía todo su cuerpo en llamas.

Hasta que de pronto una voz sonó en el pasillo, con tono irritable:

–¿Fausto? ¿Dónde estás?

Ambos se quedaron helados por una fracción de segundo y, en seguida, Fausto se apartó a la vez que se pasaba una mano por el pelo, esforzándose por dominar su respiración. Liza se apartó también de golpe y derribó el tablero, vergonzosamente consciente del desarreglo de su ropa, de su rostro ruborizado y de sus labios inflamados. Por no hablar de las piezas desperdigadas por el suelo.

–Perdón –dijo Fausto antes de agacharse para dedicarse a recoger las piezas. Apenas unos segundos después se encendió la luz y Kerry apareció en el umbral, con las manos en las caderas.

–¡Vaya! –soltó una falsa y sonora carcajada–. Si no te conociera tan bien, Fausto, yo diría que algo ha estado sucediendo aquí…

–No seas ridícula –replicó él, cortante, mientras Liza se esforzaba por poner la expresión más inocente posible.

Por supuesto que la situación en sí era ridícula porque, efectivamente, algo había estado sucediendo entre ellos, pensó. Seguía vibrando de pies a cabeza. «¡Pero si ni siquiera me gusta!», exclamó para sus adentros.

–Organicemos pues ese torneo –dijo de repente Fausto sin entusiasmo alguno.

Kerry lo miró con ojos entrecerrados mientras Liza desviaba la mirada, deseosa de que todo aquello terminara de una vez. Desgraciadamente, no fue así. Los tres volvieron al salón, donde todo el mundo seguía trasegando sus cócteles. Chaz había puesto una película que nadie parecía estar viendo y la idea de organizar un torneo fue desestimada de inmediato. Fausto se quedó al fondo de la habitación, con las manos en los bolsillos, mientras Liza se reunía con Jenna.

–Creo que me subiré a la habitación –susurró–. Ha sido un día muy largo.

–Oh, pero… –Jenna miró a Chaz.

Liza le palmeó un brazo, tranquilizadora.

–Tú quédate. De verdad que no me importa acostarme temprano –eran casi las once y tenía muchas ganas de meterse en la cama.

Se despidió de todo el mundo ignorando a Fausto, que la miraba ceñudo al pie de la puerta. No tuvo más remedio que pasar por delante de él para salir. Por un instante le pareció que iba a decirle algo, pero no lo hizo.

Subió a la habitación con piernas temblorosas. Sentía todo el cuerpo como si fuera de gelatina. Una vez que se dejó caer en la enorme cama, sintió el doble impulso de reír a carcajadas y estallar en sollozos. ¿Qué acababa de suceder?

Bueno, sabía bien lo que acababa de suceder, por supuesto: Fausto Danti la había besado hasta hacerle perder el sentido. Y aunque en aquel momento tenía un maravilloso recuerdo al que aferrarse, también era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que aquel beso no había significado nada. Fausto la despreciaba. En cuanto a ella, no podía desagradarla más. Un leve flirteo no podía cambiar eso, Y, sin embargo…, la sensación de sus labios en los suyos, sus manos en ella, la salvaje pasión y la sorprendente ternura de su beso…

–Oh, vamos –masculló Liza mientras ahuecaba la almohada–. Contrólate.

No iba a caer enamorada por unos ojos bonitos. No iba a cometer el mismo error que había cometido con Andrew, cuando se había creído sus halagos para terminar haciendo el ridículo. Se había prometido a sí misma que no volvería a pasar por aquello.

Sabía muy bien que Fausto no estaba interesado en ella. Con un gruñido, decidida a sacarse todo aquello de la cabeza, se levantó de la cama. Dobló el vestido de Kerry y se puso una camiseta de Jenna para dormir. El «perdón» que le había soltado Fausto significaba que se había arrepentido de su comportamiento casi inmediatamente. Anhelaba desesperadamente volverse a casa.

Por fin se quedó dormida. Apenas se movió cuando Jenna entró a las pocas horas y se despertó poco después del amanecer, con la sensación de tener un plomo en el estómago. No quería volver a ver a Fausto Danti. Ya sabía que no era una mujer particularmente deseable ni interesante. Por lo que se refería a Jenna, su hermana ardía de entusiasmo después de la velada con Chaz, así como de su promesa de que la invitaría a cenar en cuanto estuvieran de vuelta en Londres.

Para cuando Liza bajó al comedor, vestida con un conjunto de Jenna que le quedaba demasiado grande, estaba muy nerviosa y apenas picó alguna cosa del bufé. Saltaba cada vez alguien decía algo o se acercaba a la puerta. Kerry entró de pronto, bostezando y con aspecto aburrido. Chelsea y Oliver padecían claramente de resaca, mientras que Chaz se mostraba tan animado como siempre.

Liza no se encontraba con ánimos para preguntar por Fausto. Solamente se enteró de la verdad cuando el grupo de invitados se dedicó a planear sus actividades.

–Lástima que Danti tuviera que marcharse esta mañana –dijo Chaz con un cierto tono de tristeza, algo poco habitual en él–. Me había prometido que se quedaría hasta la noche.

–¿Por qué se ha ido tan rápido? –preguntó Kerry haciendo un puchero.

Liza bajó la mirada a su plato. Chaz mencionó algo acerca de que necesitaba trabajar, pero ella, mucho se lo temía, sabía la verdad. Que Fausto Danti se había marchado porque no podía soportar verla.

Fausto entró en la oficina de Danti Inversiones, localizada en un espectacular edificio georgiano con vistas a Mayfair, sin detenerse siquiera para despojarse del abrigo. Lógicamente estaba vacía un domingo por la mañana, lo cual le convenía perfectamente porque deseaba trabajar. Trabajar y olvidarse de la existencia de un tentador duendecillo llamado Liza Benton.

Durante el trayecto de vuelta a Londres, había dispuesto de tiempo más que suficiente para reflexionar sobre lo estúpido que había sido besarla. Con aquella pasión, además. En el instante en que se vio consumido por el deseo, había enloquecido por completo. Solamente después, cuando Kerry lo interrumpió y se quedó mirándolo desconfiada, con Liza absolutamente aturdida y abrumada, había tomado conciencia del error.

Lo último que necesitaba era un rumor de aventura, del tipo que fuera. No quería comportarse de manera deshonesta con Liza, como tampoco deseaba hacerle daño alguno, cosa que temía haber hecho al enviarle una señal completamente equivocada. Y, sin embargo…, se recostó en su sillón, clavada la mirada en la preciosa vista de Mayfair, pero con el pensamiento puesto en una única mujer. Quizá le estuviera atribuyendo a Liza unos tiernos sentimientos hacia él de los que en realidad carecía. El cielo sabía que ya había cometido antes aquel error… con Amy.

Amy… Por un instante volvió a ver sus ojos de mirada risueña, su larga melena dorada, la manera que solía sonreír, bromear y animarlo… como si por una vez la carga de su mundo y de toda la responsabilidad que soportaba no pesara tanto sobre sus hombros. Pensó luego en su expresión cuando lo despachó de su vida, con el cheque de su padre en la mano. Sí, tenía una buena experiencia con las cazafortunas, con lo despiadadas que podían llegar a ser. Ahí estaba Jenna, con el presunto resfriado que había agarrado para atraer la atención de Chaz. Eso, a él al menos, le había parecido llamativamente obvio. La reacción de Liza, ¿habría sido más de lo mismo? ¿Confiarían ambas hermanas en atrapar ricos maridos?

No le gustaba la posibilidad de que Liza fuera una mercenaria y, en el fondo de su ser, tampoco pensaba realmente que lo fuera. Y, sin embargo, la alternativa era suponer que ella bien pudiera sentir algo hacia él… Un pensamiento tan indeseable como inadecuado. Lo que debía hacer era olvidarse completamente del episodio… algo que, de algún modo, se le antojaba imposible. Con una mueca de disgusto, abrió su portátil y se puso a trabajar.

Fausto se las arregló para convencerse de que no había pensado en Liza durante quince días seguidos… o casi. Trabajaba largas horas de manera obsesiva y volvía a su casa de Londres con nada en la cabeza, hambriento de comida y de sueño. Así durante dos semanas seguidas.

De hecho, mantuvo a Liza Benton tan eficazmente fuera de su cabeza que cuando un viernes a primera hora de la tarde se pasó por la editorial de su padrino para saludarlo, según le había prometido… se quedó absolutamente perplejo cuando la vio allí, trabajando.

–¿Qué…? –inquirió ella con un hilo de voz, igualmente perpleja–. ¿Qué estás haciendo aquí?

Era tan dolorosamente bella… Fausto creyó ver una chispa de esperanza en sus ojos, pero la confusión era tan grande que optó por protegerse detrás de una helada reserva.

–He venido a ver a mi padrino, Henry Burgh. No tenía ni idea de que trabajabas aquí.

Algo pasó por la expresión de Liza. A Fausto le pareció que era dolor… pero en seguida se recompuso.

–Yo tampoco sabía que era tu padrino –replicó.

–Henry fue profesor de mi padre en la universidad –explicó con voz decididamente fría–. Estaban muy unidos. Lo conozco desde siempre.

–Ya –se levantó de la silla, esbelta y elegante con una falda de tubo azul marino y una blusa blanco marfil, recogida su exuberante melena en un discreto moño–. Le avisaré de que estás aquí.

Sumido en un frustrado silencio, Fausto la observó atravesar la sala para entrar en el despacho de Henry. Se recordó que no estaba interesado en ella. No eran más que simples conocidos. Estaba estudiando los libros de las estanterías para cuando ella regresó.

–Está hablando por teléfono, pero en seguida te recibirá. Me encargó que te dijera que te pusieras cómodo –señaló los dos sillones tapizados de cuero del rincón, con expresión perfectamente serena y compuesta.

Fausto tardó todavía unos segundos en tomar asiento.

–¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí?

Liza ya había vuelto a sentarse ante su mesa, concentrada nuevamente en un fajo de documentos.

–Unos dos meses.

–No es mucho tiempo.

–Desde que me mudé a Londres, más o menos.

–Desde Herefordshire, si no recuerdo mal.

–Sí, una pequeña población en medio de la nada –alzó la cabeza para mirarlo, levantando levemente la barbilla, con una chispa en los ojos que definitivamente no era de esperanza.

¿Estaría furiosa con él? Suponía que su repentina marcha de la casa de Chaz podría haberse considerado una grosería. No había sido esa su intención; no exactamente al menos. Simplemente había sentido la necesidad de marcharse de allí. No era que tuviera intención alguna de explicarle a ella sus razones, por supuesto, como tampoco la enorme tentación que había supuesto.

–¿Has estado muy ocupado con tu trabajo? –le preguntó ella al cabo de un rato, con helada cortesía, y Fausto asintió tenso.

–Sí.

–Chaz y Jenna se han estado viendo durante estas últimas semanas. Supongo que lo sabrás.

–Sí, Chaz me comentó que había vuelto a verla –además de anunciarle con entusiasmo lo mucho que le gustaba la joven, ante su hosco silencio.

–Creo que esa relación podría ir en serio –le espetó Liza de pronto, como un desafío.

La miró, reparando en el brillo acerado de sus ojos.

–Estoy seguro de que Chaz lleva camino de enamorarse de ella –reconoció él, fríamente–. Al fin y al cabo, esa es su costumbre.

Liza frunció los labios.

–¿Se enamora muy a menudo?

–Más que yo.

–Ah –se cruzó de brazos–. ¿Es una advertencia?

–No pretendía serlo –dijo, aunque era consciente de que su respuesta no era del todo cierta.

–No te preocupes –le aseguró ella–. No corro ningún peligro de enamorarme de ti.

–No me hacía ninguna ilusión al respecto –replicó, tenso.

–Bueno, es un alivio –murmuró Liza–. Y yo que estaba preocupada de que te hubieras marchado corriendo de Netherhall con el corazón destrozado…

Fausto no supo si sentirse divertido u ofendido por su absurdo comentario.

–Créeme cuando te digo que no fue ese el caso.

–No, claro –repuso ella en voz baja. Por un instante la máscara pareció caerse y una expresión insoportablemente triste desfiló por su rostro, lo cual fue incluso peor que su furia–. En realidad nunca lo pensé.

La puerta del despacho se abrió en aquel momento y apareció Henry, con una enorme sonrisa en su arrugado rostro.

–¡Fausto! ¡Qué alegría verte después de tanto tiempo!

Se levantó del sillón y le estrechó la mano ante la mirada un tanto desconfiada de Liza, que forzó sin embargo una sonrisa cuando el anciano se volvió hacia ella.

–Liza, insisto en que te tomes el resto de la tarde libre. He reservado una mesa en el Dorchester para que tomemos té los tres juntos.

–¿Qué…? –exclamó alarmada–. Oh, Henry, no creo que…

–Insisto firmemente en ello –sonrió, firme, de manera que ella no tuvo más remedio que ceder.

Fausto tampoco se molestó en objetar: bien podría soportar una hora de conversación con Liza. Quizá eso le proporcionara la oportunidad de suavizar las cosas con ella e incluso de disculparse por el beso. Era lo más honesto que podía hacer para dejar atrás aquel asunto… algo que, por lo demás, tampoco resultaba indispensable, dado que dudaba que volvieran a verse.

Y, sin embargo, mientras Henry cerraba el local y salían a la helada tarde otoñal, Fausto fue lo suficientemente sincero como para reconocer que se estaba engañando a sí mismo si pensaba que era esa la única razón por la que había aceptado tomar aquel té con Liza. Porque la verdad era que, simplemente, estaba disfrutando demasiado de la sensación de volver a estar con ella.

E-Pack Bianca septiembre 2021

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