Читать книгу E-Pack Bianca septiembre 2021 - Kate Hewitt - Страница 13
Capítulo 9
ОглавлениеHABRÍA sido una Navidad insoportablemente triste para Liza si no la hubiera pasado en casa con su familia, a la que tanto quería. Se obligó a tomar parte en todas las celebraciones caseras: los villancicos alrededor del piano, los chistes… A pesar de todo, sintió durante todo el tiempo que no era ella misma… y todo por culpa de Fausto Danti.
Lo maldijo por ser tan arrogante, tan frío… tan guapo. No podía sentirse más confusa, sobre todo cuando recordaba las maldades que, según Jack Wickley, había cometido, así como la manera tan increíble que había tenido de besarla. Aquellas dos cosas, juntas, resultaban insoportables. Como resultado, regresó a Londres justo antes de Año Nuevo en el mismo estado de tristeza que al principio.
Jenna también estaba triste. Liza no tardó en averiguar el motivo.
–Chaz me dijo que saldríamos a celebrar juntos el Año Nuevo. Pero no me ha llamado ni me ha puesto un solo mensaje desde el baile de Navidad.
–En todo este tiempo, ¿no has estado en contacto con él? –inquirió Liza, preocupada.
–Hasta ahora siempre he esperado a que me llame él primero.
–¡Mándale un mensaje, Jenna! Estamos en el siglo xxi. Las chicas ya no tenemos que esperar a pie de teléfono hoy día.
–Ya lo sé, pero… –se mordió el labio, triste–. Si él hubiera querido llamarme, lo habría hecho.
–Quizá perdió el teléfono con la agenda… Mira, en cualquier caso, te mereces una respuesta –insistió Liza–. Llevabais dos meses viéndoos varias veces por semana.
Necesitó de unos cuantos días para convencerla, pero al final Jenna se decidió a mandarle un mensaje de texto: Hace tiempo que no nos vemos. ¿Todo bien? La réplica, desgraciadamente breve, le llegó tres días después: Lo siento. He estado ocupado.
–Ya no quiere saber nada de mí –exclamó Jenna con una especie de sollozo. Lanzó el teléfono contra el sofá y se abrazó las rodillas–. Sabía que lo haría.
–Estaba loco por ti. Y lo sigue estando.
Jenna la miró con escepticismo.
–¿Entonces por qué no me ha llamado?
Liza no replicó mientras su cerebro trabajaba a toda velocidad. No se le ocurría ninguna razón por la cual Chaz hubiera cortado de golpe con Jenna. A no ser que… ¿y si había intervenido Fausto? Su desaprobación hacia su familia había resultado obvia. Había negado que Jenna era una cazafortunas, pero aun así… ¿Y si le había dicho algo a Chaz? ¿Podía alguien hacer algo tan bajo?
–Dale algo de tiempo –sugirió con voz débil.
Jenna esbozó una triste sonrisa.
Pasaron la Nochevieja en casa, comiendo helados y maldiciendo a los hombres.
–Yo siempre pensé que había algo entre Fausto Danti y tú –dijo Jenna–. Vuestra relación siempre me pareció bastante intensa.
–¿Intensa? –resopló Liza–. Intensamente desagradable, más bien. Nunca me cayó bien, ni siquiera un poquito.
–Tanta exageración por tu parte me parece sospechosa.
–No, en serio –insistió, cuidándose de no mencionar los dos abrasadores besos que habían compartido–. Descubrí algunas cosas sobre él. Ya sabía que era grosero y arrogante, pero…
–Pero… ¿qué es lo que has descubierto sobre él?
–No merece la pena repetirlo –dijo al cabo de un rato. Experimentaba una extraña resistencia a transmitirle lo que le había contado Jack Wickley. Era improbable que volviera a verlo… Y, sin embargo, algo la impulsaba a permanecer callada.
–Bueno, creo que necesitamos más helado –propuso Jenna con un valiente ensayo de sonrisa antes de dirigirse a la nevera.
Enero se le hizo eterno a Liza: un mes largo, triste y oscuro, durante el cual no hizo otra cosa que ir al trabajo y volver a casa, día tras día. La única distracción fue una visita de Lindsay a mediados de mes: insistió en que salieran las tres, esa vez a una discoteca de Islington. Era poco probable que se encontrara a Fausto Danti en un lugar así y, efectivamente, no se lo encontró.
Para mediados de febrero, su jefe comenzó a preocuparse.
–Parece que has perdido tu chispa –le comentó, irónico, mientras firmaba algunas cartas para que las echara al correo–. Aunque admito que es difícil mostrar buen humor con un tiempo como este.
–No me pasa nada. Estoy bien… –replicó.
Henry le sonrió escéptico. No se lo creía, pero era demasiado respetuoso para decírselo. Días después, sin embargo, sí que le comentó algo.
–¿Sabes? A veces se necesita una perspectiva nueva.
–¿Para qué? –inquirió ella, desconfiada.
–Para recuperar la chispa. Esta semana pensaba ir a mi casa de campo en Norfolk. Irá mi sobrina-nieta con su familia ¿Por qué no me acompañas?
–Oh… –era lo último que había esperado Liza.
–El pronóstico del tiempo es bueno. Te aseguro que los paseos por la playa te dejarán como nueva. No será nada formal: cenas de andar por casa y fish and chips para los pequeños.
Estuvo a punto de negarse, más por costumbre que por otra cosa, cuando recordó que Jenna pensaba pasar aquel fin de semana en Hereford para visitar a algunas antiguas amistades de colegio. ¿Por qué no podía permitirse ella salir de la ciudad y hacer algo diferente?
Por un instante se preguntó si Fausto estaría allí… pero no era probable, ya que en ese caso se lo habría mencionado Henry. Además, seguramente por entonces ya estaría de regreso en Italia.
–De acuerdo –le dijo a Henry con el tono más alegre que pudo forzar–. Eres muy amable. Gracias.
Tres días más tarde tomaba el tren para King’s Lynn y luego el autobús hasta Hunstanton, donde se hallaba la casa de campo de Henry. Él había partido el día anterior, pero ella había preferido salir el viernes a primera hora de la tarde, para no quitarle tiempo de estar a solas con su familia.
–Qué alegría verte –le dijo Henry, cariñoso, cuando la recogió en la estación.
La «casa de campo» resultó ser una mansión de ocho dormitorios con un jardín que comunicaba con una playa privada. Nada más aparcar ante la puerta, Henry señaló con la cabeza un lujoso coche azul marino que acababa de llegar.
–Ah, tenemos un visitante.
«¿Un visitante?», se preguntó Liza, desconfiada.
–¿Aparte de tu familia, quieres decir?
Era una pregunta retórica. Se dijo que podría ser cualquiera, un simple vecino, pero el corazón se le aceleró como si su cuerpo lo supiera. Como si lo supiera su corazón.
Fue Fausto Danti quien se bajó del coche.
Debió haber adivinado que Henry tramaba algo. Fausto mantuvo una expresión perfectamente anodina mientras Henry aparcaba su coche y Liza bajaba lentamente del mismo, muy pálida, rehuyendo su mirada.
Habían transcurrido dos meses desde la última vez que la había visto y parecía un tanto demacrada, como apagada. No estaba menos guapa por ello, por supuesto, pero el cansancio que traslucían sus rasgos le hacía desear reconfortarla, consolarla… un pensamiento de lo más ridículo.
Cuando Henry lo llamó para invitarlo el fin de semana, Fausto no dudó en aceptar. Los dos últimos meses habían sido agotadores: se había sentido cada vez más agobiado de trabajo… y más inquieto. Se había dicho a sí mismo que se había olvidado de Liza Benton, pero todo cambió de golpe en cuanto la vio.
–Fausto –lo saludó Henry, adelantándose para estrecharle la mano–. Me alegro de que hayas venido–. Liza –se volvió hacia ella–, ¿te acuerdas de Fausto Danti?
Estaba muy tensa. Resultaba obvio que no había sabido que él estaría allí.
–Sí, claro –repuso con frialdad antes de pasar de largo para entrar en la casa.
Al ver la sonrisa de Henry, Fausto se preguntó si el anciano percibiría la tensión existente entre ambos o si estaría al tanto de su origen, lo cual podría a su vez constituir el motivo de su invitación. Aquel iba a ser un fin de semana muy largo, pensó sombrío. Y, sin embargo, no podía negar que se alegraba de volver a verla.
Una hora después de su llegada, estaban todos reunidos en el salón ante la chimenea y con sendas copas de jerez. Henry le había presentado a su sobrina-nieta, Alison, y a sus dos hijos pequeños, que en aquel momento estaban jugando a las damas. Liza estaba de pie cerca del fuego, con una expresión pensativa en sus ojos dorados. Se había cambiado la ropa del viaje por un sencillo vestido de lana verde que resaltaba sus curvas.
–Ahora podría exigirte esa revancha –le dijo él, señalando con la cabeza el tablero de ajedrez que estaba montado en un rincón.
Ella soltó una carcajada sin humor y negó con la cabeza.
–Me temo que no estoy en forma.
–La última vez me ganaste con mucha facilidad.
Desvió la mirada sin molestarse en contestarle y Fausto se le acercó. Alison y Henry estaban conversando animadamente, así que dudaba que pudieran oírle.
–No sabía que vendrías –le dijo en voz baja.
–Ni yo que vendrías tú –lo miró desafiante–. Aunque probablemente pensarás que lo he planeado todo.
–Es no es verdad –replicó, sobresaltado.
–¿Te reservas ese juicio solamente para mi hermana, entonces?
–Yo nunca te he juzgado así.
–¿Nunca?
Impelido, como siempre, por su sentido del honor, Fausto respondió:
–Tuve algunas dudas, lo admito, pero eso es todo.
También habría podido añadir que, en aquel momento, las consideraba completamente infundadas. Liza nunca lo había perseguido de la misma manera que lo había hecho Amy. Había sido más bien lo contrario.
–Oh, qué alivio… –murmuró, irónica.
–¿Estás enfadada conmigo porque llegué a pensar en algún momento que podías andar detrás de mi dinero?
Ella resopló y desvió la mirada.
–No me gustas lo bastante como para que me enfade contigo.
–Pues tu tono no suena nada indiferente… ¿Es por eso… o por alguna otra cosa?
–Es por todo –le espetó Liza–. En cualquier caso, ¿por qué te importa tanto? Me dejaste muy claro que no estabas realmente interesado en mí –al ver que se quedaba callado, insistió–. ¿No lo niegas?
–No –respondió al cabo de un momento–. No puedo.
–¿Y eso por qué? –inquirió con voz temblorosa antes de alejarse para simular interesarse por un libro de fotografías de las playas de Norfolk, abierto en una mesa cercana.
Fausto la observó. No quería hacerle daño, pero quizá lo mejor fuera plantearle directamente el caso.
–Tengo treinta y seis años. Necesito casarme.
–¿Y? –se quedó inmóvil, con la mirada todavía fija en los libros.
–Y, cuando lo haga, tendrá que ser con una mujer que cuente con la aprobación de mi familia. Alguien capaz de administrar mi patrimonio familiar a mi lado.
–¡Pero qué arcaico suena eso!
–Admito que puede parecerte un punto de vista anticuado, pero es el único que tengo.
–Y, obviamente, yo no estoy en el juego.
Vacilando de nuevo, decidió que lo mejor era responder con la verdad.
–No.
Liza se volvió de golpe, echando chispas por los ojos.
–¿Es por mi familia, a la que encuentras tan bochornosa? ¿O por mí?
Se la quedó mirando desconsolado, sin saber qué decir. Eran ambas cosas… y ninguna al mismo tiempo. «Por mí», estuvo a punto de decirle, pero la explicación no la sabía ni él mismo.
–Tu silencio es suficiente respuesta –repuso Liza en voz baja antes de pasar de largo a su lado y abandonar el salón.
Volvió a verla durante la cena y, aunque Henry parecía preocupado por ellos, no respondió a sus comentarios. No estaba de humor para explicarle la complicada dinámica existente entre Liza Benton y él.
A la mañana siguiente, cuando bajó al comedor, descubrió que Liza había desayunado temprano y se había marchado. No la encontró por ninguna parte cuando salió a caminar por la playa con la esperanza de que la brisa marina le levantara el ánimo.
Caminaba con la cabeza baja contra el viento, las manos hundidas en los bolsillos. Detestaba el dilema en que se encontraba. No dudaba de Liza: dudaba más bien de sí mismo. El amor era un sentimiento voluble, inconsistente. Sabía que Amy lo había amado… para luego cambiar de idea porque así le había convenido. En el momento, él no se había dado cuenta de ello y tampoco sabía si sería capaz de discernir bien los sentimientos de Liza.
Luego estaba el hecho de que el amor era una emoción ciertamente peligrosa. Ya le habían hecho daño antes y no le gustaría repetir tan lamentable experiencia. Recordarse a sí mismo que Liza no era la mujer adecuada para él le parecía la opción más segura, por muy frustrante que resultara. Y, sin embargo, no podía negar que había llegado a sentir algo muy intenso por ella. Admiraba su fuego, su ingenio, la bondad y sensibilidad que desplegaba con todo el mundo.
No estaba realmente enamorado de ella, decidió con un suspiro de alivio. No la conocía lo suficiente. Pero la intensidad de sus sentimientos no era en absoluto recíproca, algo que resultaba tan humillante como doloroso. Por supuesto que todo ello era para mejor, dado que no podían mantener una relación formal. Y, sin embargo, no deseaba que las cosas terminaran de aquella forma entre ellos…
Alzó la cabeza de la húmeda arena para clavar la mirada en la serena lámina del mar, que brillaba como un espejo bajo el sol. Una intuición lo asaltó de pronto y, al volver la vista, descubrió un punto a lo lejos, una figura sentada en la arena. Ignoraba por qué, pero supo sin duda alguna que era Liza.
Caminó lentamente hacia ella. Liza tenía abrazadas las rodillas, con la cabeza gacha, de manera que no lo vio venir. El viento hacía ondear su melena revuelta. Estaba llorando.
–Liza… –le dijo con voz suave. Vio que tenía los ojos enrojecidos y el rostro bañado en lágrimas.
–¡Por supuesto, tenías que encontrarme así! –soltó con una risa nerviosa antes de volver a apoyar el mentón sobre las rodillas.
–¿Por qué lloras?
–Es igual. En cualquier caso, a ti no te importa.
–Claro que me importa –insistió.
Alzó la mirada hacia él y se apartó la melena de la cara.
–Bueno, si quieres saberlo… estoy llorando por ti.