Читать книгу E-Pack Bianca septiembre 2021 - Kate Hewitt - Страница 7
Capítulo 3
ОглавлениеPRECISAMENTE tenía que haberle abierto la puerta él… Liza parpadeó a través de la lluvia que le corría por la cara a la vista de Fausto Danti, que a su vez la estaba fulminando con la mirada.
Ignoraba qué estaba haciendo allí ante ella, pero lo que sí sabía era que se estaba congelando: la ropa empapada se le pegaba a la piel y temblaba visiblemente. Nada más llegar al pueblo de Hartington en tren, le habían dicho que Netherhall estaba a solo cinco minutos a pie desde la estación. En realidad fueron más de quince y, treinta segundos después, ya se había mojado. Así que allí estaba, toda empapada y encarándose con Fausto Danti. Perfecto.
–He venido a ver a Jenna –explicó con la mayor dignidad posible–. Me mandó un mensaje de texto pidiéndome que viniera porque no se sentía bien.
La explicación le sonó absurda. ¿Por qué había reaccionado tan impetuosamente cuando recibió el mensaje? Había agarrado bolso y abrigo y se había plantado en la estación menos de veinte minutos después. Solo en aquel momento, enfrentada a la helada altivez de Fausto Danti, se daba cuenta de lo muy ridícula que debía de parecerle. Jenna solo tenía un resfriado, no era que se estuviera muriendo. ¿Pensaría Danti que había ido allí por él? Se encogió por dentro ante aquella humillante posibilidad.
–Entre, por favor –dijo Fausto al tiempo que se hacía a un lado.
Liza entró chorreando agua en el brillante parquet del vestíbulo. Se sentía completamente en desventaja: mojada, fría, sucia y, sobre todo, nada bienvenida.
–Siento haberme presentado sin avisar. Pero es que Jenna parecía encontrarse fatal y no quería dejarla sola.
–No está sola.
Cualquier otro hombre mínimamente educado, reflexionó Liza, se habría apresurado a ofrecerle un té o algo caliente e invitado a quedarse allí el tiempo que quisiera. Pero él no, claro.
–Está empapada –observó Fausto.
–Está lloviendo.
–¿No ha tomado un taxi?
–No llovía cuando salí de la estación –replicó Liza–. También me dijeron que solo era una caminata de cinco minutos.
–¿Por qué no pasa al despacho? Allí podrá secarse frente al fuego.
Aquella inesperada amabilidad la aplacó un tanto, pero entrar en un despacho con él sería como meterse en la guarida del león sin arma alguna. Además, quería ver a su hermana.
–Estoy aquí para ver a Jenna.
Fausto arqueó las cejas. Una sonrisa levemente burlona se dibujó en sus labios.
–No podrá verla empapada como está. Además, Chaz está con ella en este momento. Seguro que no querrá interrumpir su tête-à-tête.
Liza frunció el ceño. No, no quería interrumpirles, pero el tono de Fausto Danti la hacía sentirse incómoda y a la defensiva. ¿Qué estaba insinuando? ¿Otra clasista referencia a su acusación de que todas ellas eran unas cazafortunas?
–Está bien –dijo antes de seguirlo hasta la cómoda habitación forrada de panales de madera en la que ardía un acogedor fuego de chimenea. Se disponía a acercarse al fuego cuando sintió sus manos sobre sus hombros, con lo que se quedó paralizada. Fue como si una descarga eléctrica la hubiera recorrido de pies a cabeza.
–Su abrigo –murmuró él al cabo de un interminable instante y ella cerró los ojos, mortificada. Fausto Danti solo quería su abrigo. ¿Qué se había esperado? ¿Que le hiciera una insinuación?
–Gracias –musitó mientras se deshacía de la prenda empapada. Cuando se volvió, la imagen de Fausto Danti con su abrigo chorreante en las manos y una expresión de perplejidad en la cara le arrancó una carcajada nerviosa.
–¿Qué es lo que le hace tanta gracia? –enarcó una ceja.
–La imagen que tiene en este momento. Es como… incongruente.
Vio que bajaba la mirada a su abrigo antes de colgarlo del respaldo de una silla. Volvió luego a recorrerla con la mirada y, una vez más, fue consciente Liza de su lamentable estado. Sin la protección de su abrigo, la ropa se le pegaba al cuerpo de manera demasiado reveladora.
–Debería cambiarse –sugirió bruscamente él–. ¿Ha traído alguna ropa?
–No –admitió–. Yo, nosotras… no pensábamos quedarnos esta noche.
Fausto volvió a arquear las cejas.
–Son más de las seis de la tarde. No podrán volverse a Londres esta noche. El último tren salió a las cuatro. Y, en cualquier caso, a Chaz no le gustará nada. Todavía no ha pasado casi tiempo con Jenna.
–Si ella tiene un resfriado…
–Nada que un paracetamol y unos pocos mimos no puedan curar –replicó con un tono tan cínico que le provocó un nuevo escalofrío–. Voy a buscarle alguna ropa –añadió antes de dirigirse hacia la puerta.
–Me valdrá la de Jenna… –protestó, pero él la acalló con la mirada.
–Absurdo. No tienen la misma talla.
Le disgustó que Fausto Danti presumiera de conocer sus tallas. Pero antes de que pudiera formular una nueva protesta, él ya se había marchado cerrando la puerta a su espalda y dejándola sola en la habitación.
Inquieta y nerviosa, se puso a pasear por el despacho, mirando los libros forrados de piel que llenaban las estanterías y luego el tablero de ajedrez que estaba frente al fuego, con una partida a medias. Las negras se encontraban en evidente desventaja.
Seguía estudiando el tablero cuando Fausto volvió con su ropa bajo el brazo.
–¿Juega usted? –le preguntó con un cierto tono escéptico que estimuló en Liza un súbito instinto de contradicción.
–A veces. ¿Y usted? –inquirió a su vez con la mayor inocencia posible.
Vio que asentía, tenso. Un malévolo instinto la impulsó a proponerle:
–Quizá le apetezca jugar una partida conmigo.
–¿No debería cambiarse primero?
–Claro –por supuesto que no se iba a dignar a juzgar al ajedrez con ella. Solo se lo había pedido en plan de broma, lo cual había sido una estupidez.
Toda aquella situación era demasiado extraña, reflexionó triste mientras aceptaba la ropa y Fausto le señalaba un baño al final del pasillo. Poco ambiente de fiesta parecía haber en aquella casa tan vacía.
Encontró sin problemas el baño y gruñó a la vista de la mujer que le devolvió la mirada en el espejo de marco dorado: el pelo hecho un desastre, la nariz y las mejillas rojas de frío y el suéter y los vaqueros pegados al cuerpo como una segunda piel. No la extrañaba que Fausto Danti la hubiera mirado de una forma tan desdeñosa.
Desanimada, se despojó de la ropa empapada y la colgó de un toallero. Dudosa, inspeccionó la ropa que le había proporcionado: un sencillo vestido ajustado, de casimir, color rojo arándano.
Después de ponérselo, se secó el pelo y la cara consciente de que era muy poco lo que podía hacer con su aspecto. Seguía pareciendo una rata medio ahogada, aunque algo menos que antes. Supuso que tampoco importaba demasiado.
Salió del baño y recorrió el pasillo de vuelta al despacho. Empujando la puerta, se asomó dentro. Para su sorpresa, Fausto estaba sentado ante el tablero de ajedrez, con las piezas dispuestas para una nueva partida.
–¿Y bien? –barrió con la mirada su figura, descalza y ataviada con el ajustado vestido rojo, pero no hizo comentario alguno.
Liza se apartó el pelo húmedo de la cara.
–¿Quiere jugar? –preguntó, incrédula.
–Creo recordar que me pidió una partida.
–Sí –se le encogió el estómago de expectación y entusiasmo. No había esperado que él la complaciera, ni sabía tampoco por qué. Pero mientras se sentaba frente al tablero, de repente fue consciente del motivo por el cual había hecho todo el camino hasta Netherwall bajo la lluvia. No había sido para rescatar a su hermana, por mucho que la quisiera. Había sido para verlo a él: al increíblemente atractivo, arrogante y fascinante Fausto Danti.
Fausto estudiaba discretamente a su oponente mientras preparaba su siguiente jugada. Los primeros movimientos los habían hecho en silencio y él había reparado en su previsible uso de la apertura española. Había atacado luego a su caballo en el tercer movimiento. Una táctica básica pero aceptable, lo esperable en un jugador principiante.
El vestido que había descolgado del armario de la hermana de Chaz le sentaba tan bien como había imaginado: subrayaba delicadamente sus curvas y le daba un aspecto tan dulce como apetecible. Su pelo, casi seco del todo por el calor del fuego, se rizaba en provocativos tirabuzones alrededor de su rostro en forma de corazón. Todo en ella era maravillosamente deseable.
–Nunca he estado en una fiesta campestre –le comentó Liza de manera inesperada mientras movía su alfil–, pero entiendo que tiene que haber invitados –alzó la mirada hacia él con ojos risueños–. ¿Dónde está todo el mundo?
–Se han ido todos a Guilford –replicó él mientras avanzaba su caballo–. Se aburrían demasiado aquí, con la lluvia.
–¿Excepto Jenna y Chaz?
–Jenna se quedó por su supuesto resfriado y Chaz por culpa de Jenna.
–¿Supuesto?
–No la he visto aún, así que no puedo juzgar por mí mismo.
–Y, sin embargo, se permite juzgarla –repuso bruscamente mientras movía su reina.
–Yo juzgo solo lo que veo –se apoderó de su reina. Ella no pareció sorprenderse, como si hubiera esperado la jugada–. Es lo que hace todo el mundo, ¿no?
–Alguna gente es más tolerante que otra.
–¿Eso es una crítica?
–Usted parece un cínico –le espetó ella–. Particularmente con Jenna.
–Yo me considero más bien realista.
Soltó una cantarina carcajada que Fausto sintió reverberar en su cuerpo como el repique de una campanilla.
–¿No es eso lo que siempre dicen los cínicos?
–¿Y qué es usted? ¿Una optimista? –le preguntó, escéptico.
–No, la optimista es Jenna. Yo soy la realista. He aprendido a serlo a la fuerza.
Por un instante pareció entristecerse. Fausto sintió curiosidad.
–¿Y dónde aprendió aquella lección?
–La aprendí de la gente como usted –movió su caballo–. Le toca a usted.
Fausto barrió el tablero con una sola mirada y avanzó un peón.
–No creo que me conozca lo suficientemente bien como para que la haya aprendido de mí.
–Ya la llevaba aprendida de antes. En cualquier caso, aprendo rápido.
Alzó la mirada hacia él con un brillo en los ojos y una coqueta sonrisa en los labios. Unos labios que Fausto quiso besar de pronto, urgentemente. El pensamiento no pudo sorprenderlo más. Por un instante, el aire entre ellos pareció cargarse de electricidad, vibrante de tensión sexual. Habría sido tan fácil salvar la distancia que separaba sus bocas…
Pero por supuesto que no iba a hacer tal cosa. Nunca podría considerar una relación seria con Liza Benton. No era el tipo mujer con la que supuestamente debería casarse y había escarmentado una vez antes, cuando se dejó arrastrar por algo tan devorador y volátil como el deseo.
Aunque una simple aventura… la idea resultaba tentadora, pero sabía que no tenía ni el tiempo ni la inclinación necesarios. Una aventura resultaría complicada y lo distraería de sus obligaciones.
Fausto se echó hacia atrás, rompiendo la tensión del momento, mientras ella esbozaba una sonrisa maliciosa que no pudo menos que sorprenderlo.
–Jaque mate –dijo con voz suave.
Fausto se la quedó mirando perplejo antes de bajar la vista al tablero.
–Es imposible… –pero no, no lo era. Ni siquiera se había dado cuenta de la amenaza contra su rey. La incredulidad dio paso a una reacia admiración.
–Me ha distraído usted aposta…
Lisa abrió mucho los ojos con expresión de divertida inocencia.
–En absoluto. Usted simplemente me subestimó como oponente –ladeó la cabeza y lo miró como flirteando… ¿o serían imaginaciones suyas?–. Pero, por supuesto, usted juzga solamente lo que ve.
La tensión regresó, aún más electrizada que antes. Lenta, deliberadamente, Fausto tumbó su rey para reconocer su derrota. El sonido de la pieza de mármol en el tablero de madera resonó alto y fuerte en el silencio de la habitación.
Tenía que besarla. Se inclinó hacia delante, clavando la mirada en su sensual boca. Liza soltó un audible suspiro y lentamente empezó a inclinarse también hacia él. Sus labios estaban tan solo a unos centímetros de distancia…
Fausto podía imaginarse ya la sensación de su boca contra la suya, la sensación de su dulce rendición cuando se entregara a su beso… Vio que entrecerraba los ojos. Se inclinó un centímetro más, y luego otro…
–¡Aquí estáis!
La puerta del despacho se abrió de golpe, haciendo que Fausto y Liza se separaran a la velocidad del rayo. Chaz le lanzó una radiante sonrisa al tiempo que rodeaba con un brazo los hombros de una apesadumbrada Jenna. Fausto forzó una sonrisa de cortesía mientras, por dentro, experimentaba una mezcla de decepción y alivio.
Porque había estado muy cerca. Demasiado.